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Se toman esto como un juego más, pensó Rulfo, una de esas orgías domésticas que improvisaban los fines de semana con los amigos.

Él no participaba de la diversión general. Un temor creciente escarchaba su estómago. Comprendía lo que sucedía, sin embargo: gracias a aquella inusitada aventura, César y Susana habían regresado a los viejos tiempos e intercambiaban miradas cómplices, sonrisas, todo el surtido de gestos que configura el lenguaje privado de una pareja que vuelve a sentirse cómoda tras un tiempo de frialdad. Tenía que impedir que se hundieran cada vez más en aquella peligrosa ciénaga.

– Bueno, ¿quieres contárnoslo de una vez? -pidió Susana.

– Calma, no seas impaciente… La clave la hallé en el encuentro de Milton con Herberia, la número tres, «la que Castiga». Os pondré en antecedentes. El poeta inglés John Milton realizó un viaje a Italia en su juventud, entre 1638 y 1639. Eso es rigurosamente histórico. Pero aquí se afirma que, durante su estancia en ese país, entró en contacto con la secta y presenció algunos de sus más extraños rituales. Por cierto que, según este libro, han sido muy pocos los poetas que han conocido la existencia real de la secta. Milton fue uno de ellos. Incluso llegó a contemplar a Herberia bajo la apariencia de una joven toscana llamada Alessandra Dorni. La vio bailar al sol durante uno de aquellos rituales, y esa misma noche

las llamas

asistió a una sesión de castigo en la cueva donde se reunían… Bueno, Susana, ya estás poniendo otra vez cara de incrédula… Te pido tan solo que escuches hasta el final

las llamas danzando ante sus ojos

y luego opines… Os leeré los párrafos donde se describe la sesión de castigo… Preparaos para escuchar lo más extraño que habéis oído jamás…

Las llamas danzando ante sus ojos.

Las llamas, hipnóticas, centelleando como látigos. Como aquel cuerpo asombroso que había visto en la despoblada landa de las afueras de Florencia. Lo habían conducido a través de un campo de centeno hasta unas peñas. Allí, bajo un raudal de plata, se hallaba la entrada. Su guía era un ravenés de diecisiete años vestido con un oscuro donfrón, y tenía el miedo escrito en el rostro. Él -un joven caballero inglés, morigerado, de tersas costumbres- no se encontraba más tranquilo. Había imaginado muchas cosas durante el trayecto, algunas absurdas, otras terribles, pero todas convergían en aquel cuerpo, aquella serpiente de piel humana: Alessandra Dorni. Pese al miedo que sentía, estaba deseando volver a verla.

Le habían prometido que la vería.

Y le habían asegurado, igualmente, que pronto desearía no haberla visto jamás.

Bajaron los peldaños de piedra hasta una espaciosa caverna iluminada por la luz de los pebeteros. El suelo de la entrada estaba cubierto de teselas al estilo pompeyano. Dibujos de gigantes centímanos se alzaban por las paredes hasta el techo. El vasto salón se hundía en la roca. En el centro yacía un ara de piedra oculta bajo paramentos negros y rodeada de cimbreantes llamas. Un espejo de cornucopia decoraba el fondo, y, a ambos lados, sendas escalinatas llevaban a cámaras superiores. Individuos enmascarados y silenciosos formaban el coro. Hacía un frío gélido, y el joven Milton se arrebujó aún más en su capa.

El ambiente era expectante. Todos aguardaban el castigo.

El condenado y Milton eran los únicos que carecían de máscara. El primero permanecía de pie junto al ara vestido con una túnica blanca. No estaba atado, pero parecía incapaz de moverse, o no deseoso de hacerlo. Su expresión era borreguil. Se trataba de un hombre maduro, de barba desgreñada. Milton sabía que había sido sentenciado por hablar de Ellas ante quienes no debía. Y sospechaba que haber sido invitado a presenciar aquella ordalía era, a su modo, una grave advertencia.

Mientras contemplaba las refulgentes llamas, recordó la última conversación que había mantenido en Florencia con uno de los sectarios, un hierofante de cierta importancia. Le había contado muchas cosas: el nombre y símbolo de cada una, la antigüedad inconcebible de la secta, las figuritas de cera que elaboraban, llamadas imagos, mediante las cuales podían vivir eternamente… Y su labor, consistente en conocer e inspirar a los poetas. Él lo había interrumpido para preguntarle por qué hacían eso. El hierofante no había respondido: simplemente, le había aconsejado que asistiera esa noche a la sesión de castigo.

Estaba allí para conocer aquel último enigma.

Un movimiento en una de las escalinatas del fondo llamó su atención. El chiquillo, de largo pelo negro y labios rojizos, no tendría más de doce años. Vestía una ligera túnica bermellón y era conducido del brazo por uno de los hierofantes. Descendieron los peldaños entre el denso silencio y avanzaron hacia el ara. El niño abría mucho sus ojos grandes y oscuros. Al advertir al condenado quiso ir hacia él, pero las recias manos que lo sujetaban le disuadieron.

– ¿Quién es? preguntó Milton al enmascarado que tenía más cerca.

– Su hijo menor. El castigo lo recibirá en su hijo. Ellas suelen hacer eso.

Nadie hablaba ni gritaba. El silencio en aquel antro era como si la muerte ocupara más espacio que la vida.

Otro movimiento. Esta vez procedente de las escaleras opuestas.

Milton la reconoció de inmediato. Alessandra Dorni arrastraba una larga túnica negra con arabescos plateados y pisaba los peldaños con suprema indiferencia, la cabeza erguida, el rostro hermoso e impenetrable, el medallón de oro con la forma de una serpiente oscilando entre sus pechos. Al llegar al pie de la escalera y, con la misma mecánica gesticulación, avanzó hacia el ara. Los sectarios se arrodillaron a su paso y el condenado desvió la vista.

Los ojos de Alessandra Dorni despedían los rayos verdes que emite el sol al ponerse sobre el mar. Milton recordaría para siempre aquellos ojos de edad indefinida, y las mejillas pálidas, y la extraña sonrisa que parecía dibujada por un artista que no hubiera conocido la felicidad.

Herberia. La que Castiga.

El niño fue despojado de su ligera túnica. Su cuerpo era un trozo de nieve frente a la negra vestimenta del sectario que lo aferraba. Otro acólito de manto sobermejo presentó a la dama una pequeña vasija cornial. Alessandra hundió los dedos en ella y los extrajo manchados de rojo. Comenzó a escribir algo en el pecho del niño, sobre la flaca arruga de las costillas, al tiempo que su voz suave planeaba por el interior de la cueva formando ecos. El joven Milton jamás había oído pronunciar el italiano de aquella forma. Pese a todo, reconoció el verso que la dama recitaba mientras lo escribía sobre el cuerpo del niño. El enmascarado junto a él también lo había identificado.

– Dante… -susurró, y Milton percibió el ostensible temblor en su voz-. Dante es un castigo muy cruel para cualquier adulto, pero casi obsceno para una criatura como ésa…

Alessandra había terminado. Por un instante pareció que nada ocurría: el niño se revolvía entre las manos que lo sujetaban, con las letras del verso aún húmedas sobre su cuerpo.

– Sugiero que no miréis más, signor Milton… -murmuró el sectario. Pero era demasiado tarde para él. Su curiosidad había sido atrapada por la escena como una mosca por la tela pegajosa.

Repentinamente, el niño abrió la boca y gritó.

Al contemplar lo que a partir de entonces ocurrió, John Milton supo con absoluta certeza que aquello iba a costarle perder la razón.

0 la luz de sus ojos.

– Perdió la última: quedó ciego años después. -César sonrió-. Todo esto es pura fantasía, claro, una especie de metáfora para explicar la creación de El paraíso perdido, que Milton dictaría, ya completamente ciego, a su hija y a un escritor que colaboraba con él, Andrew Marvell. Es una poesía extraña donde se describe a Satán con cierta benignidad y a Dios como una criatura vengativa. El cuento concluye afirmando que lo único que salvó a Milton de la locura fue una relativa tiniebla: llegó a olvidar casi todo lo que había visto en aquella cueva, pero sus ojos, con mucha más memoria que él, decidieron morir antes.