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Hagamos una pausa en la lectura.

El hombre lleva toda la mañana leyendo. Lo que lee le suscita muchas dudas que desea contestar. Pero, por encima de todo, desea proseguir, zambullirse por completo en ese núcleo o torbellino u ojo ciego que oculta sombras más desconocidas, llegar al fondo único e ignorado de la historia. Pero ¿acaso existe un fondo? ¿Podría tratarse de un abismo sin límites? El hombre quiere dejar caer la mirada hasta lo más profundo y descubrirlo. No obstante, el descanso es una buena táctica para asimilar mejor las cosas.

Un abejorro, una borla sonora, un pequeño y erizado pedazo de sol, tiembla en el dintel de la ventana. El hombre lo ignora. El abejorro duda, zumba, zigzaguea, se va. En la pantalla del televisor desfilan imágenes mudas. El salón es puro silencio.

El silencio está sentado en el sofá, junto al hombre, y tiene rostro de ángel. Se oye ladrar a un perro (uaur, uaur), pero jamás un perro ha podido perturbar el silencio de un ángel.

El ángel sostiene la caja de marfil.

Es bueno comprobarlo.

No es que el hombre tema otra cosa, pero siempre resulta tranquilizador asegurarse.

– ¿Y por qué no dijiste nada cuando viste la foto? -preguntó Quirós de mal modo.

La chica de pelo teñido de naranja se encogió de hombros. Hacía lo mismo con cada frase, como si tuviera que darles impulso con el cuerpo.

– No me acordaba bien -dijo sin dar muestras de que Quirós la amedrentara, y siguió secándose con la toalla.

Por un instante Quirós intentó comprender su aspecto como si se tratara de un jeroglífico. Su pelo cortado casi al rape, las sobras pintadas de naranja. Los metales que perforaban sus orejas, de las que pendían cosas retorcidas como moluscos. Los alfileres hundidos en su aleta nasal y en la lengua y el mentón. El collar de caracolas. La serpiente verde tatuada bajo el cuello. La piel lechosa, de una blancura que parecía ausencia de algo en vez de color. El bikini negro. Era un poco cargada de espaldas y algo gordita. Se equilibraba sobre zapatos de plataforma. Estaba chorreando (se había dado un chapuzón antes de venir, seguro, olía a sal) y traía una toalla colgada al cuello y calcetines de arena hasta los tobillos. De la riñonera atada a la cintura sobresalían cables y una cajetilla de tabaco. No tendría más de quince años.

– Bueno, no importa. -Nieves Aguilar miró a Quirós al tiempo que apoyaba una mano en la espalda de la chica-. Lo que importa es que has venido, Tina. Has dicho que te llamas Tina, ¿verdad?

– Tina Serrano.

– ¿Has comido ya? ¿Damos un paseo?

Salieron del hostal y bajaron a la playa. La chica y la mujer iban delante. Quirós se retrasaba porque de repente todo se había puesto a girar a su alrededor. Tina Serrano, pensó. La chica lo había mirado como si estuviera contemplando un culo bajo el esfuerzo de los pujos. A eso lo condenaba. ¿Qué era él para aquella niña cubierta de quincallas? Pero ¿y qué era ella para él? ¿Qué clase de cosa extraña y retorcida era ella? Tina Serrano, volvió a pensar.

La playa se agobiaba con un rebullir de cuerpos, pero bajo la escueta sombra de las casitas azules pendía algo así como un sopor del aire. Nieves Aguilar escogió aquel flanco. Aún apoyaba la mano en la espalda de la chica. Las piernas de Quirós zanqueaban y estaba sudando bajo el sombrero y la chaqueta. Además, tenía ganas de orinar. Siempre le entraban después de comer. El líquido acumulado en su vejiga le daba calor, y debía expulsarlo cuanto antes porque la próstata se le estaba empezando a resentir. Le hubiese gustado, igualmente, echar la siesta. Pero no veía el momento oportuno para hacer nada de eso. Se dedicaba, tan solo, a mirar a la chica mientras caminaba. Estaba absorto en su contemplación, como si se tratara de una figura prodigiosa que hubiese aparecido por sorpresa en el aire o el agua.

– Nos veíamos todas las mañanas allí, al final de las rocas -dijo Tina.

– ¿En el espigón? -preguntó Nieves Aguilar.

– Sí, yo también iba. Bueno, sigo yendo.

– ¿Y os poníais a mirar el mar?

– Sí. Bueno, yo oigo música. Ella siempre andaba con papel y lápiz. Le pregunté qué estaba estudiando. Me dijo que escribía cuentos. -El tono de la chica era de burla.

– ¿Os hicisteis amigas?

– Ni de coña. Era un poco… Muy cortada, vamos. Me dio mal rollo. Tenía unos ojos muy verdes.

– Como los tuyos.

– Sí. Bueno, los míos no tanto.

– ¿De qué más hablasteis?

– Me preguntó qué estaba oyendo. Le dije que a D. R., y que también me molaba Tribu Rombo. Me contó que había conocido a D. R. en persona durante una fiesta a la que habían invitado a su padre… Yo flipé, de verdad. Dijo que D. R. tiene los ojos más verdes que los suyos y los míos. Luego dijo… Le dije… Ah, sí, que llevaba un colgante muy bonito, uno en forma de estrella…

La mujer se detuvo.

– ¿Uno de color zafiro? Lo conozco. Se lo regalé por su cumpleaños.

– ¿Usted es esa profesora amiga suya? -«Tutéame, por favor», le pidió la mujer. La chica se encogió de hombros-. Pues me habló bien de usted… de ti. Me dijo que eras su amiga, que no se iba del colegio porque estabas tú… Del colegio echaba pestes, perdona que te lo diga.

– ¿Qué decía? -La chica respondió con los hombros. Nieves Aguilar insistió-: No importa, dímelo.

– Que tenía un guía o algo así, y que estaba harta…

– A mí me contó algo parecido.

– Y que casi todos los profesores y las monjas eran unos soplapollas. -Tina miró a la mujer-. Lo siento, pero me dijo eso. Y yo la comprendí. Bueno, seguro que no todos son iguales. Los profesores y las monjas, me refiero.

Una familia sucia de playa empujaba un cochecito de bebé en dirección contraria. La mujer, la chica y Quirós se apartaron.

– ¿Hablasteis sobre algo más?

– Ese día no. Y los siguientes tampoco. Es que a veces no iba a las rocas. Y la verdad es que como siempre andaba con mogollón de libros de un lado a otro…

– ¿Te fijaste en ellos? ¿Qué libros eran?

– Yo qué sé. Eran del albergue. De la biblioteca del albergue, eso me dijo.

– ¿Te suena el nombre de Manuel Guerín?

La chica volvió a alzar los hombros, pero enseguida hizo un gesto distinto, como si los dejara caer más de lo que ya caían.

– Me parece que vi ese nombre en uno de los libros…

Un joven de pelo pincho atormentaba una guitarra en la acera del paseo, frente al espigón. Había congregado a cierto público, incluso los hacía seguirle hacia las rocas. La chica, que parecía aburrida, cruzó la calle y empezó a bailar.

– ¿Y qué más recuerdas, Tina? -preguntó la mujer alcanzándola.

– Te están preguntando -dijo Quirós. Tina murmuró una sílaba incomprensible, se encogió de hombros y siguió bailando. Quirós se plantó entre la música y ella-. Oye, esa no es forma de responder…

– No sé más, ¿vale? -exclamó la chica sin dejar de bailar, mientras sacaba el paquete de cigarrillos. Quirós se lo quitó de un manotazo-. ¡Eh! ¿Qué coño haces?

Quirós se alejó hacia una papelera rebosante de envoltorios de helados y hundió el paquete entre los desperdicios. La chica lo siguió vociferando insultos.

– Tina -dijo la mujer-. Señor Quirós…

Quirós miraba. Tina gritaba con la voz rota:

– ¿De qué vas tú, con esa pinta de chulo de mierda con sombrero? ¡No te tengo miedo! ¿Me oyes? ¡Me vas a pagar esos cigarrillos! ¡El paquete era nuevo…!

Quirós no cesaba de mirar aquel rostro enrojecido, cuajado de clavos que parecían ir a estallárselo, con otro clavo brillándole en los ojos.

– Si tus padres te vieran… -murmuró.

– Si mis padres me vieran, ¿qué? ¡Y no tengo padres! ¿Te enteras, capullo? ¡La palmaron…!

– Lo sentimos mucho -dijo la mujer-. ¿Cuándo sucedió…?

– Cuando nací. Un accidente. -La chica intentaba coleccionar los cigarrillos, pero Quirós los había roto. Al final desistió musitando maldiciones.