– ¿Puede decirse «desoír»?
– Sí, sor.
Seguía soñando con velos, pero ya no con bailar bajo ellos. Solo con los velos. Mejor dicho: un único, blanco, luminoso velo. Lo veía crear olas sobre fondo negro, flotar límpido y ligero en un espacio sin objetos. Nunca podía atraparlo aunque lo intentaba una y otra vez. Atribuyó aquellos sueños a la cercanía de su boda. Su boda de traje blanco, con velos y joyas. Guardaba retratos de la magna unión: su madre iba de lamé y su suegra de lentejuelas. Luna de miel en Fez, luego en El Cairo. Olió el incienso de los viejos árboles de Omán. No hubo danzarinas, sin embargo. Descubrió que era muy celosa.
Más tarde, bastante más tarde, su madre le preguntó algo que su padre también quería saber. Todos querían saberlo en realidad, a todos les preocupaba. Habían elegido a su madre como portavoz, pero en aquellos labios convergía una llamada unánime que ella no podía desoír. Recordaba bien la conversación: hablaban en la cocina, junto al frigorífico abierto, durante la fiesta del sexagésimo cumpleaños de papá. Estaban tan nerviosas, tan pendientes de que nadie las oyera, que ninguna de las dos recordó cerrar el frigorífico, y pronto se vieron envueltas por un vaho que las atería. No es lo que piensas, mamá, le dijo. Pablo y ella no estaban tomando precauciones contra la vida. Jamás harían eso. Habían ido al médico, aguardaban la oportunidad de explicarlo. El problema estaba en ella. Sus células no engendraban. No podía. Nunca podrían. El frío la hacía temblar. Su madre la abrazó. Cálmate, Nieves, cálmate, pequeña, hoy hay soluciones para todo… Hasta podéis adoptarlos. Pablo no quiere, dijo ella.
Humilla la cabeza, ordenaba la vida. Arrodíllate y humilla la cabeza. Pero eso no la haría ceder, entregarse, renunciar a sus metas. Aún podía elevar los ojos. Los voluntariados de acción social de Valdelosa, por ejemplo, formados por profesores, padres y alumnas para luchar contra la droga o ayudar a ancianos y niños con problemas. Aquel trabajo consumía gran parte de su tiempo libre, pero no le importaba. El tiempo le sobraba: Pablo siempre tenía muchas cosas que hacer desde que había sido contratado por ese periódico tan importante. A veces regresaba a casa de madrugada; otras, se ausentaba todo el fin de semana. Ella también podía invertir en algo útil su propia soledad.
Fue entonces cuando conoció la luz de la noche y llovieron gatos sobre el tejado.
Lo primero que había hecho tras leer aquel cuento había sido hablar con el profesor Cevallos, el guía de la muchacha. En Valdelosa los profesores más veteranos se repartían la tarea de ser guías. Cada alumna tenía uno particular, aunque cada guía podía tener varias alumnas a su cargo. Ellos se ocupaban de supervisarlas durante los sucesivos cursos, observaban el crecimiento de la rama y corregían las torceduras.
Cevallos, que era de matemáticas, estaba muy preocupado, incluso aturdido, incluso conmocionado. Se trataba de una alumna excepcional, le explicó, la primera de la clase y quizá de todo el colegio, un caso único. Muy callada, quizá demasiado, pero eso no era tan malo. Lo malo era su fantasía, su obsesión por los cuentos. Cevallos había leído uno y se había impresionado. Eran rarísimos. Había intentado persuadirla, primero en las reuniones de Directrices, luego en las de Conducta, por fin en las de Comprensión, de que abandonase aquel pasatiempo. La muchacha nunca le decía que no, pero él tenía la sospecha de que no le hacía caso. Cevallos era afable, calvo y trémulo. Buena persona, pero dado a exagerar. Quizá ese problema, justo ese problema que creía haber advertido en su discípula no era sino la expresión de un asombroso talento oculto. Quiso conocerla a fondo.
Un día, al finalizar la clase, la llamó. La muchacha se acercó con el semblante fruncido por la duda. Era delgada y oscura, de una tez casi aceitunada, con el largo cabello trigueño dividido por una raya exacta en medio de la cabeza. En su rostro ovalado asomaban los ojos verdes, como de gato, y ese rictus perenne de su labio inferior, como si pensara que sonreír no merecía la pena. Se estaba convirtiendo, incluso escondida tras el uniforme impecable, en una chica muy atractiva. Recordaba bien los libros que llevaba bajo el brazo: La bella y la bestia, de madame Leprince de Beaumont y una edición juvenil de Nuestra Señora de Paris. La felicitó por el cuento, le dijo que tenía dotes.
– ¿Están al tanto tus padres de lo bien que escribes? -preguntó. Cuando la muchacha replicó que su madre había fallecido, se apresuró a agregar-: Lo siento, no sabía… -Claro que lo sabía. Sabía mucho sobre ella. Pero también sabía (cuánta astucia la suya, aunque es verdad que lo había leído en los libros de psicología) que, para iniciar una buena relación entre desconocidos, nada mejor que una metedura de pata al principio. Y se había propuesto iniciar una buena relación.
A partir de entonces la vio con más frecuencia. Siempre entre sombras, sin embargo. En clase se sentaba al final del todo, en el último pupitre, donde la luz de las ventanas llegaba agotada, y en los rincones de la cafetería a la que solían ir después, cercana al colegio, había oscuridad. Además, la muchacha acostumbraba llevar el pelo de manera que ocultaba parcialmente su rostro. De modo que así la recordaba: la cara fragmentada de negrura, tras las puertas del cabello, iluminada como un cuarto lunar, como si portara un candelabro en una mano.
«¿Tienes más cuentos?», le preguntó. Claro que tenía. Cada viernes, Soledad Olmos le entregaba una historia distinta, pulcramente escrita con ordenador. Ella la leía el fin de semana y el lunes se la devolvía y la comentaban. Así se ganó su confianza. Leyó todas sus historias. O casi todas. Algunas, confesaba la muchacha en aquellas tardes oscuras, las había quemado en la chimenea de su casa y había esperado arrodillada a que se consumieran mientras las llamas, era de suponer, le abofeteaban las mejillas. ¿Por qué lo había hecho? ¿No le gustaban? No era eso: a veces las destruía porque le gustaban demasiado. ¿Qué quería decir con aquel enigma? No lo explicaba. Había cosas de la muchacha que no era capaz de entender. Suponía que el cofre de su secreto, con el tiempo, terminaría abriéndose.
Y a esas horas nostálgicas en que el rebaño se recoge, las ánimas cantan Te lucis ante y los ángeles bajan a proteger a las criaturas de Dios, Nieves Aguilar se sentaba en la cafetería y compartía con la muchacha un refresco sin burbujas (invitaba doña Nieves) mientras hablaban de cuentos, autores, literatura, y en ocasiones, muy pocas, de la vida.
Toda amistad reciente es una flor, le había dicho su padre cierta vez, y cierra sus pétalos ante cualquier roce. Ella procuraba tener cuidado. No le importaba ser superficial; se sentía, incluso, más tranquila así. Le hubiese inquietado hablar de cosas más íntimas que los cuentos. No obstante, había roces. Recordaba un lunes en que, tras haber leído una de sus historias, le dijo:
– Sigo creyendo que escribes muy bien, pero… -Había un «pero». Era debido a que sus cuentos, que consideraba extraordinarios, le parecían a veces excesivos. ¿O quizá procaces? ¿Anárquicos? ¿Bizarros? ¿Qué palabra podría definirlos mejor? Pensaba que, en cierto modo, Cevallos no se equivocaba: era preciso controlar aquel terremoto cuyo epicentro yacía en las profundidades del cerebro de la muchacha. De otra forma, la genialidad podía convertirse en catástrofe-. No creas que no me ha gustado este último… «El decorador» es excelente, como todos los anteriores…
– «La decoración» -corrigió la muchacha.
– Perdona, soy malísima para los títulos… Esa fiesta a la que acude la protagonista es muy divertida y está muy bien narrada… Pero, al mismo tiempo, es… -Intentó en vano que la muchacha compartiera su sonrisa-. Bueno, muy rara, ¿no? ¿Cómo se te ocurren esas cosas? Lo veo todo tan extraño… Creo que necesitas poner un poco los pies en la tierra.