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¿Cargárnoslo? ¿Quiénes?

Mi compañero y yo. Bueno, o él o yo.

Puede que él haya podido hacerlo ya, ojalá. Si es así, el jefe no aparecerá tampoco para esta carrera, no habrá salido de casa y estará tirado en la alfombra, o metido en el maletero. Pero si viene, ve usted, será que él no ha podido, y entonces me tocará a mí, a la vuelta del hipódromo, en el mismo coche, mientras mi compañero conduce. Una cuerda, o un tiro fuera de la carretera. Ojalá no vengan, ya le digo, no le tengo afecto, pero la idea de encargarme yo. Eso me pone malo.

Pensé que estaba bromeando, pero hasta aquel momento no me había parecido un hombre dado a las bromas, más bien parecía incapaz de hacerlas, por eso -había pensado fugazmente- se había reído tanto cuando yo hice una sin mucha gracia. La gente que no sabe hacerlas se sorprende tanto de que otros las hagan, y lo agradecen.

No sé si le entiendo -dije.

El escolta seguía mesándose las patillas sin pudor. Me miró de reojo y dejó así la vista: fija en mí, pero de reojo.

Claro que me entiende, está bien claro lo que le he dicho. Le repito que no le tengo afecto, pero me sentiría aliviado si no vinieran, si ya lo hubiera hecho mi colega.

¿Por qué lo hacen?

Eso es largo de contar. Por pasta, bueno, no sólo, a veces no hay más remedio, a veces hay que hacerlas, porque peor es no hacerlas, ¿no le ha ocurrido nunca?

Sí, me ha ocurrido -dije-, pero no tan graves, supongo. -Miré de reojo hacia la tribuna de autoridades, un gesto inútil por mi parte.- Si todo esto es verdad, ¿por qué me lo cuenta?

Bah, eso da lo mismo. Usted no va a ir a contárselo a nadie, aunque mañana lo lea en el periódico. A nadie le gusta meterse en berenjenales; si va usted con el cuento, para usted los líos y las molestias. Y a lo mejor las amenazas. Nadie cuenta nada si no le trae algún provecho. Por eso a la policía no la ayuda ni Dios, allá se las compongan ellos, piensa todo el mundo. Y nadie dice nada. Usted hará lo mismo, hoy no me da la gana de tener secretos.

Le cogí los prismáticos y volví a mirar hacia la tribuna, ahora con las lentes de aumento. Estaba casi vacía, andarían todos en el bar o en el paddock, aún faltaban unos minutos para la salida. El gesto fue aún más inútil, porque yo no conocía a su jefe, aunque quizá podría adivinar quién era por la cara de rico, si se la veía.

¿Está? -me preguntó temeroso y mirando hacia la pista.

No lo creo, no hay casi nadie. Mire usted.

No, prefiero esperar. Cuando vaya a empezar la carrera, cuando entren todos. ¿Me avisa usted?

Sí, yo le aviso.

Guardamos silencio. Yo volví a mirarle las botas (ahora los pies muy juntos) y él se miraba los gemelos de los puños de la camisa, rosa palo la camisa, los gemelos sendas hojas de tabaco. De pronto me vi deseando que un hombre hubiera muerto, que su jefe ya hubiera muerto. Me vi prefiriendo eso, para que no tuviera él que matarlo. Empezamos a notar que se llenaban las gradas, nos iba estrechando la gente, nos tuvimos que poner de pie para hacer sitio.

Tenga los prismáticos -le dije-, quedamos en que usted miraba las salidas. -Y se los alcancé.

El guardaespaldas los cogió y se los llevó a los ojos con brusquedad, con el mismo gesto que había dejado inservibles los míos. Vi cómo los enfocaba hacia los cajones, y cuando los caballos estaban a punto de salir disparados, volvió esos prismáticos hacia la tribuna unos segundos. Le oí contar:

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. No ha venido -dijo.

Ya salen -dije yo.

Volvió a mirar hacia la pista, y cuando los caballos tomaban la primera curva le oí gritar:

¡Vamos, Caronte, vamos! ¡Venga, Caronte, dale!

A pesar de su excitación y de su alegría tuvo la suficiente conciencia para pasarme los prismáticos cuando los caballos alcanzaban la última curva. Era un hombre considerado, cumplía su promesa de dejarme contemplar la llegada. Me los puse ante los ojos y vi cómo Caronte ganaba por medio cuerpo a Heart So White, segundo: ganador y gemela de mi acompañante de aquella tarde. Yo, en cambio, habría de rasgar una vez más mis boletos, al suelo.

Bajé los prismáticos y me sorprendió no oírle gritar de contento.

Ha ganado usted -le dije.

Pero él no debía de haber seguido la última parte de la carrera, no debía de haberse enterado. Miraba con sus propios ojos, sin ayudarse de nada, hacia la tribuna. Estaba quieto. Se volvió hacia mí sin mirarme, como si fuera un desconocido. Yo era un desconocido. Se abotonó la chaqueta. Su rostro había vuelto a ensombrecerse, estaba casi descompuesto.

Ahí están, ya han llegado. Han llegado para la quinta -dijo-. Lo siento, debo ir a reunirme con ellos, me querrá dar instrucciones.

No dijo nada más, no se despidió. En pocos segundos se abrió paso entre la gente y lo vi de espaldas, alejándose hacia la tribuna con su estatura gigante. Al caminar se palpaba la chaqueta a la altura del costado, llevaba la pistola en su funda. Me había dejado sus prismáticos. Rasgué mis boletos pero no los suyos, que estaban premiados. Me los guardé en el bolsillo, pensé que él no iba a querer cobrarlos.

Figuras inacabadas

No sé si contar lo que le ocurrió recientemente a Custardoy. Es la única vez, que yo sepa, que ha tenido escrúpulos, o quizá fue piedad. Venga, voy a hacerlo.

Custardoy es copista y falsificador de cuadros. Cada vez recibe menos encargos para su segunda actividad, la mejor retribuida, porque las nuevas técnicas de detección hacen casi imposible el fraude, al menos a los museos. Hace unos meses le llegó una petición, de un particular: un sobrino arruinado quería darle el cambiazo a su tía, que poseía un pequeño e inacabado Goya, escondido en su casa junto al mar. Ya no podía ni esperar su muerte, pues la tía le había comunicado que así como le legaría a él la casa, había decidido dejarle el Goya en herencia a una criadita joven a la que llevaba algún tiempo viendo crecer. Según el sobrino, la tía estaba idiotizada.

Custardoy estaba dispuesto a trabajar a partir de fotografías y del informe que años atrás había realizado un experto, pero pidió ver el cuadro al menos una vez para comprobar que el trueque sería factible, y a tal efecto fue invitado por el sobrino, que se llamaba Cámara y rara vez visitaba a la tía, a pasar un fin de semana en la casa junto al mar. La tía vivía sola con la joven criada, casi una niña a la que compraba los libros de texto y los plumieres: la niña iba todas las mañanas al colegio en Port de la Selva, regresaba para el almuerzo y pasaba el resto del día y la noche a la espera de que a su señora se le ocurriera ordenarle algún quehacer. La tía, de apellido Vallabriga, pasaba los días y las veladas ante la televisión o hablando por teléfono con amigas ya difuminadas de Barcelona. Más que a su marido, muerto diez años antes, echaba de menos a quien también había echado de menos en vida del cónyuge, un novio lánguido que se fue con otra en su juventud, minúscula y remota obsesión. Tenía un perro con tres patas, la posterior derecha amputada tras haber pasado una noche con ella martirizada en una trampa para conejos. Nadie había ido a rescatarlo, la gente de los alrededores había tomado sus aullidos por los del lobo. La mirada de ese perro, según el sobrino Cámara, decía la tía que le recordaba a la del novio perdido y doliente. ‘Completamente idiotizada’, añadía el sobrino. Con ese animal y la criadita solía dar la señora Vallabriga largos paseos a la orilla del mar, tres figuras inacabadas, la niña por su niñez, el perro por su mutilación, la tía por su falsa y su verdadera viudez.

A pesar de que Custardoy lleva coleta y largas patillas y alzas en los zapatos (la modernidad mal entendida, un aspecto reprobable fuera de las ciudades), fue bien recibido: la tía pudo coquetear ranciamente y a la niña le dio quehacer. Después de la cena la tía llevó a Custardoy al sobrino Cámara a ver el Goya, que guardaba en su alcoba, Doña María Teresa de Vallabriga, lejana antepasada sin el menor parecido con su descendiente sesgada. ‘¿Es posible?’, le preguntó Cámara a Custardoy en voz baja. ‘Ya te contaré mañana’, dijo Custardoy, y ya más alto: ‘Es un buen cuadro, lástima que el fondo no esté terminado’, y lo examinó con atención, pese a que la luz no era buena. Esa luz iluminaba mejor la cama. ‘Esa cama no la habrá visitado nadie en diez años’, pensó, ‘o tal vez en más’. Custardoy siempre piensa en lo que contienen las camas.