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En aquel portal había una figura esperando, y ella añadió: ‘Ah no, ecco il dottore’, o algo por el estilo. Entendí que aquel doctor venía a visitar a su marido, quien por hallarse indispuesto no la había acompañado a la cena. El doctor era un hombre de mi edad o casi joven y que resultó ser español. Quizá fue sólo por eso por lo que fuimos presentados, aunque muy brevemente (ellos dos hablaron entre sí en francés, el de mi compatriota inconfundible acento), y aunque de buen grado me habría quedado un rato charlando con él para satisfacer mis ansias de verbalidad correcta, la amiga de mi amiga no me invitó a subir, sino que apresuró la despedida, dando a entender o diciendo que el doctor Noguera llevaba ya allí minutos, esperándola. Este médico compatriota portaba maletín negro, como los de otra época, y tenía un rostro anticuado, como salido de los años treinta: un hombre bien parecido pero huesudo y pálido, con pelo rubio de piloto de caza, peinado hacia atrás. Como él, pensé un momento, debió haber muchos en París después de la guerra, médicos exiliados republicanos.

Al regresar a la casa me sorprendió ver aún encendida la luz del estudio, por delante de cuya puerta yo debía pasar camino de la habitación de invitados. Me asomé, suponiendo un olvido y dispuesto a apagarla, y entonces vi que mi amiga estaba aún levantada, acurrucada en un sillón, en camisón y bata. Nunca la había visto en camisón y bata pese a llevar tantos años hospedándome en sus diferentes casas cada vez que iba a París unos días: eran ambas prendas de color salmón, un lujo. Aunque el marido gigantesco que tenía desde hacía seis años era muy adinerado, también era muy tacaño debido a su carácter, a su nacionalidad o a su edad, comparativamente avanzada respecto a la de Claudia, y mi amiga se había quejado muchas veces de no poder comprar nunca nada que no fuera para embellecer la casa, grande y cómoda y, según ella, la única manifestación visible de su riqueza. Por lo demás, vivían más modestamente de lo que podían permitirse, es decir, por debajo de sus posibilidades.

Yo no había tenido casi trato con él, fuera de alguna que otra cena como la de aquella velada, que son perfectas para no tratar ni conocer a nadie que no se conozca ya de antemano. Ese marido, que respondía por el extravagante y ambiguo nombre de Hélie (algo femenino a mis oídos), lo veía yo como un apéndice, ese tipo de apéndice tolerable que muchas mujeres todavía atractivas, solteras o divorciadas, son proclives a injertarse cuando rozan los cuarenta años, o quizá los cuarenta y cinco: un hombre responsable y bastante mayor, con cuyos intereses no tienen nada que ver y con el que jamás se ríen, que sin embargo les sirve para seguir vigentes en la vida social y organizar cenas de siete como la de aquella noche. Hélie era llamativo por su tamaño: medía casi dos metros y estaba gordo, sobre todo en el pecho, una especie de peonza ciclópea rematada por dos piernas tan flacas que parecían sólo una; cuando me lo cruzaba por el pasillo, siempre se bamboleaba y llevaba las manos muy extendidas, cerca de las paredes, para tener un punto de apoyo si se resbalaba; en las cenas debía ocupar por fuerza una cabecera, porque de otro modo el lateral en que se hubiera instalado habría quedado copado por su desmedida figura y descompensado, él a solas frente a cuatro comensales pasando apreturas. No hablaba más que francés, y según Claudia era una lumbrera en su campo, que era el de la abogacía. Al cabo de seis años de matrimonio, no es que viera a mi amiga decepcionada, pues nunca había mostrado entusiasmo, sino incapaz de disimular, ni ante extraños, la irritación que nos causan siempre quienes nos están sobrando.

¿Qué sucede? ¿Aún despierta? -le dije con el alivio de poder expresarme por fin en mi lengua.

Sí. Es que me encuentro muy mal. Va a venir un médico.

¿A estas horas?

Un médico nocturno, uno de guardia. Muchas noches debo llamarlo.

¿Pero qué tienes? No me habías dicho nada.

Claudia bajó la luz graduable que tenía encendida junto al sillón, como si antes de responder quisiera estar en penumbra, o que yo no distinguiera sus expresiones involuntarias, nuestros rostros, cuando hablan, se llenan de expresiones involuntarias.

Nada, cosas de mujeres. Pero me duele mucho cuando me da. El médico me pone una inyección que me calma el dolor.

Ya. ¿Y Hélie no podría aprender a ponértela?

Claudia me miró con exagerada reserva y lo que ahora bajó fue la voz para contestar a esta pregunta, no la había bajado para contestar a las otras.

No, no puede. Le tiembla demasiado el pulso, no me fío. Si me la pusiera él no me haría efecto, estoy segura, o a lo mejor se confundía y me inyectaba otra cosa, cualquier veneno. El médico que suelen mandar es un médico muy amable, y además, para eso están los de guardia, para venir a las casas a altas horas de la noche. Es español, por cierto. Llegará de un momento a otro.

¿Un médico español?

Sí, creo que de Barcelona. Bueno, no sé si tendrá la nacionalidad francesa, debe tenerla para ejercer. Lleva aquí muchos años.

Claudia se había cambiado de peinado desde que yo había salido de la casa para acompañar a su amiga. Quizá se había limitado a deshacerse el moño para acostarse, pero lo que ahora llevaba me parecía un peinado, no un despeinado de final del día.

¿Quieres que te haga compañía mientras esperas o prefieres estar sola si te duele? -pregunté retóricamente, ya que, teniéndola levantada, no estaba dispuesto a irme finalmente a la cama sin cumplir mi deseo de cruzar unas palabras y descansar de las abominables lenguas y el vino de la velada. Y antes de que contestara añadí, para que no pudiera contestarme:- Muy agradable tu amiga. Me ha dicho que tenía al marido enfermo, noche ajetreada para los médicos de este barrio.

Claudia dudó unos segundos y me pareció que me miraba otra vez con reserva mientras no decía nada. Luego dijo, ya sin mirarme:

Sí, tiene un marido, aún más insoportable que el mío. El suyo es joven, un poco mayor que ella, pero lo tiene desde hace diez años y es igual de tacaño. Ella no gana bastante con su trabajo, como me pasa a mí, y él le raciona hasta el agua caliente. Una vez utilizó la ya usada de la bañera para regar las plantas, que se murieron al poco tiempo. Cuando salen juntos no la invita ni a un café, cada uno debe pagar lo suyo, por lo que a veces ella no toma nada mientras él se da una merienda. Puesto que ella gana poco, es uno de esos hombres que piensan que quien gana menos en un matrimonio se aprovecha necesariamente del otro. Está obsesionado con eso. Le vigila las llamadas, en el aparato ha colocado un dispositivo que impide llamar fuera de la ciudad, así que para hablar con su familia en Italia debe irse a una cabina con monedas o la tarjeta.

¿Por qué no se separa?

Claudia tardó en contestar:

No lo sé, por lo mismo que yo no me separo, aunque mi situación no es tan grave. Supongo que es verdad que gana menos, supongo que es cierto que se aprovecha; supongo que tienen razón los hombres que andan obsesionados con el dinero que gastan o logran ahorrarse con sus mujeres que ganan menos; pero para eso es el matrimonio, todo tiene sus compensaciones y viene pagado. -Claudia bajó aún más la luz de la lámpara y quedamos casi a oscuras. Su camisón y su bata parecían rojos ahora, por efecto de la oscuridad en aumento. También bajó aún más la voz, hasta convertirla en un susurro colérico.- ¿Por qué crees que tengo estos dolores, que tengo que llamar a un médico para que me inyecte un sedante? Menos mal que sólo ocurre en noches de cenas o fiestas, cuando come y bebe y está animado. Cuando ha visto que otros me han visto. Piensa en los otros y en sus ojos, en lo que los otros ignoran pero dan por descontado o suponen, y entonces quiere hacerlo efectivo, no descontado ni supuesto ni ignorado. No imaginario. Entonces no le basta con imaginarlo. -Calló un momento y añadió:- Esa mole es un suplicio.