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Hay ahí una mujer que me ha dejado sin aliento. Aunque sea mucho pedirte, no te vuelvas hasta que yo te diga. Y es más, te advierto ya una cosa: si ella y el hombre con quien está cenando se levantan, yo saldré tras ellos escopetado, y si no, esperaré lo que haga falta a que acaben para luego hacer lo mismo. Si quieres vienes conmigo y si no te quedas y ya haremos cuentas.

Ruibérriz de Torres se alisó el pelo con coquetería. Le bastaba saber que había una mujer notable en las inmediaciones para segregar virilidad y ponerse presumido. Aunque él no la viera ni ella a él; todo un poco animalesco, se le hinchó el niki.

¿Es para tanto? -me preguntó inquieto, se le iba el cuello. A partir de ahora no iba a ser posible hablar de nada más, y era culpa mía, yo no le quitaba el ojo a la chica.

Puede que para ti no -contesté-. Para mí sí puede serlo. Para tanto y más.

Ahora veía también de medio perfil al acompañante, un hombre de unos cincuenta años con aspecto adinerado y tirando a tosco, si ella era una puta el tipo era un inexperto e ignoraba que podía haber ido más al grano, sin el trámite de la cena en terraza. Si ella no lo era, el trámite estaba justificado, lo que lo estaría menos sería que la mujer hubiera aceptado salir con un individuo tan poco atractivo, aunque para mí siempre han sido un misterio las decisiones de las mujeres en lo relativo a sus devaneos como a sus amores, a veces una aberración según mi criterio. Lo que era seguro es que no estaban casados ni comprometidos ni nada, quiero decir que estaba claro que aún no habían yacido, según la expresión anticuada. El hombre hacía demasiados esfuerzos por mostrarse ameno y atento: llenaba puntualmente la copa de ella, parloteaba anécdotas u opiniones para no caer en el silencio que disuade de cualquier contacto, le encendía los cigarrillos con un mechero antiviento, de brasa como los de los coches, no hacen todo eso los españoles si no buscan algo, no cuidan su comportamiento.

A medida que la fui miranda mi convencimiento inicial disminuyó, como pasa con todo: a la seguridad sigue incerteza y a la incertidumbre ratificación, en general cuando es demasiado tarde. Supongo que según iban pasando minutos la imagen de la mujer viva se me imponía sobre la de la muerta, desplazándola o desdibujándola, admitiendo por tanto siempre menos comparación, menos semejanza. Se comportaba naturalmente como una mujer ligera, lo cual no significaba que hubiera de serlo, para mí no podía serlo en la medida en que aún se le superponía la desolación de las luces y la televisión encendidas durante todo un día y del semen inmerecido en la boca y del agujero en el pecho que aún se merecía menos. Lo miré, miré sus pechos, los miré por hábito y también porque eran lo que más conocía de la asesinada además del rostro, traté de que ahí se produjera también el reconocimiento pero fue imposible, estaban cubiertos por sostén y vestido, aunque pudiera vislumbrarse su inicio en el escote ni sobrio ni exagerado. Se me cruzó como un rayo el pensamiento indecente de que tenía que ver como fuera esos pechos, estaba seguro de reconocerlos si los veía al descubierto. No sería tarea fácil, menos aún aquella noche, en la que su acompañante tendría esas mismas intenciones y no me cedería el sitio.

De pronto olí el olor, un olor dulzón y pastoso, un aroma inconfundible, no supe si me lo traía por vez primera el cambio de dirección del aire -el salto de viento- o si era el primer cigarrillo con sabor a clavo que se fumaba en la mesa contigua a la nuestra, un buen cigarrillo distinto con el café o la copa, como quien se concede un cigarro. Miré rápidamente las manos del hombre, veía la derecha, manoseaba el mechero con ella. La mujer sí tenía un cigarrillo en la izquierda, y el hombre alzó entonces su brazo izquierdo para pedirle al camarero la cuenta con un gesto, la mano vacía, luego en aquel momento de olor exótico sólo fumaba ella, fumaba un Gudang Garam indonesio que crepita al quemarse con lentitud, yo había tenido un paquete hacía dos años, lo último que recibí de Dorta, y lo había hecho durar pero no tanto, al mes de dármelo él se me había acabado, fumé el último pitillo en memoria suya, bueno, cada uno y todos, guardé el paquete rojo vacío, ‘Smoking kills’, eso dice. Cómo era posible que a ella -si es que era ella- le hubiera durado tanto el que le habría regalado también mi amigo, la misma noche.

Dos años, los cigarrillos ‘kretek’ estarían secos como el serrín, un paquete abierto, y sin embargo aquel olor era penetrante.

¿Hueles lo que yo huelo? -le pregunté a Ruibérriz, que se estaba hartando.

¿Puedo mirarla ya? -dijo.

¿Lo hueles? -insistí.

Sí, no sé quién está fumando incienso o algo, ¿no?

Es clavo -contesté yo-. Tabaco con clavo.

El gesto del hombre al camarero me permitió hacerle yo a otro el mismo gesto de la escritura y estar listo cuando se levantó la pareja. Sólo entonces di permiso a Ruibérriz para que se volviera; se volvió, decidió acompañarme. Los seguimos a unos pocos pasos, vi a la mujer de pie por vez primera -la falda corta, los zapatos con los dedos al aire, las uñas pintadas- y durante esos pasos oí también su nombre, el que no había tenido nunca para mí ni para Gómez Alday ni quién sabía si para Dorta. ‘Hay que ver qué bien te mueves, Estela’, le dijo el tosco, no lo bastante para no estar en lo cierto en su comentario, que contenía más admiración que requiebro. Nos separamos un momento Ruibérriz yo, él fue hasta el coche para poder recogerme en cuanto ellos subieran al suyo, no eran gente de taxi. Cuando lo hicieron monté yo en el nuestro y rodamos siguiéndolos a escasa distancia, no había demasiado tráfico pero sí el suficiente para que no tuvieran por qué notarnos. El trayecto fue breve, llegaron a una zona de chalets urbanos, Torpedero Tucumán la calle, un nombre cómico para dirigirle una carta. Aparcaron y entraron en uno de ellos, de tres pisos, había luces encendidas ya en todos, como si hubiera bastante gente en la casa, tal vez acudían a alguna fiesta, después de la cena la fiesta, en verdad cuánto trámite el de aquel sujeto.

Ruibérriz y yo aparcamos sin salir del coche por el momento, desde allí veíamos las luces pero nada más, la mayoría de las persianas bajadas a medias y había visillos que no movía el aire, habría que haberse acercado hasta alguna ventana de la planta baja y haber espiado por una ranura, puede que acabemos haciéndolo, pensé rápidamente. En seguida nos pareció, sin embargo, que no podía tratarse de ninguna fiesta, porque no salía música de aquellas ventanas abiertas ni tampoco rumores de conversación anárquica ni risotadas. Sólo estaban subidas las persianas en dos habitaciones del tercer piso y allí no se veía a nadie, sólo una lámpara de pie, paredes sin libros ni cuadros.

¿Qué te parece? -le pregunté a Ruibérriz.

Que no tardarán demasiado en salir. Ahí no hay mucha diversión que no sea privada, y esos dos no pasarán juntos la noche, no ahí al menos, sea lo que sea la casa. ¿Has visto quién abrió, si tenían llave o llamaron?

No he podido, pero creo que no llamaron.

Puede ser la casa de él, y si es así ella saldrá dentro de un par de horas, no más. Puede ser la de ella, y entonces será él quien salga, al cabo de menos tiempo, digamos una hora. Puede ser una casa de masajes, así les gusta llamarlas ahora, y entonces será también él quien se vaya, pero dale sólo media hora o tres cuartos. Por último podría haber ahí dentro unas cuantas timbas selectas, pero no lo creo. Sólo en ese caso podrían pasarse la noche ahí metidos, perdiendo y recuperando. Tampoco me pega que sea la casa de ella. No, no lo será.

Ruibérriz conoce bien los territorios de la ciudad, tiene costumbre y ojo. No hace muchas preguntas y es capaz de averiguar lo que sea o encontrar a quien sea mediante dos llamadas y quizá otras tantas hechas luego por sus interlocutores.

¿Por qué no me averiguas qué casa es esa? Yo me quedo aquí esperando, por si salen los dos o uno antes de lo previsto. No te llevará nada de tiempo saberlo, estoy seguro, puede que baste con mirar la guía de calles.