Y para que nadie la vaya a confundir con una prosti, carga una mochilita en bandolera, con una regla T, de dibujo, y dos largos rollos de cartulina. ¿Ingeniería? ¿Arquitectura?
Alicia ya no es estudiante; pero lo fue hasta dos años antes, cuando cursaba la Licenciatura en Lengua Francesa. Hoy día dispone de un permiso estatal para trabajar como free lancer en traducciones. Y en su cuadra ha hecho correr la bola de que eventualmente la contratan para tareas de interpretación. "¡Ve tú a saber…!", dicen los malpensados. Desde luego, nunca falta quien se huela su putería, pero ella no incurre en nada que alarme a la vigilancia revolucionaria.
Además de su francés impecable, Alicia habla inglés desde niña; y últimamente, gracias a dos italianos sucesivos que le proporcionaron un intensivo de 19 días (12 con Enzo y 7 con Guido), ya tiene barruntos de la lengua del Dante. Está bien dotada para idiomas. Excelente oído fonético. Y estudia con empeño. Pregunta insistentemente, repite y se hace corregir la pronunciación. A Guido le maravillaba que tanto vocabulario, de una sola vez, se le quedase remachado en el cerebro para siempre.
– Ecco, ribadito sul cervello!
Y al carcajearse con su papada fláccida, le sobaba el culo. Se sentía el inspirador. Halagado, claro.
Al despedirse, Guido le había hecho prometer que seguiría estudiando. Cuando regresara, en unos ocho meses, él iba a examinarla. Y si aprobaba, le daría un premio.
– D'accordo?
– Va bene.
Y si Alicia le cumplía también lo de aprender algunas canciones en italiano, el premio sería una invitación a Italia.
Alicia se acompañaba con guitarra el viejo feeling cubano, algo de Serrat, la Piaff, Leo Ferré, Jacques Brel; pero a Guido se le antojó oír con aquella voz soñolienta, sensual, de ronca sonoridad, el repertorio de Domenico Modugno, Rita Pavone y otros de sus favoriti de los sesenta.
Una semana después, Alicia recibía por DHL un diccionario, un manual, seis cassettes y un cancionero italiano, con amorosas acotaciones de puño y letra de Guido.
Lástima que Guido fuera tan gordo, coño. Además, no era lo suficientemente rico. Ganaba unos 12 mil dólares mensuales, pero no tenía una lira en el banco, ni propiedades, ni un carajo. No ofrecía ninguna esperanza de heredarlo. Se definía como "anarquista en tránsito hacia el socialismo"… ¡Figúrate! Y soltaba unas trovas románticas, como que el dinero tenía que ser su esclavo; él nunca sería esclavo del dinero, y otras boberías por el estilo. Sin embargo, era bueno, ocurrente, generoso. Y no era mal palo, Guido. Pero muy comemierda. ¡Qué lástima!
4
Las jineteritas de La Habana, en especial las debutantes, que son la mayoría, ambicionan cenar en restaurantes de lujo.
Alicia prefiere atender a los clientes en su propia casa. Si dispone de los ingredientes, la cocina de su madre resulta aceptable para cualquier paladar. Margarita empaniza muy bien el camarón, prepara enchilados de langosta; y desde que la niña putea en dólares, su despensa está bien surtida de mariscos, condimentos y enlatados para salsas rápidas. Tampoco le faltan cervezas y vinos blancos en botellas empañadas de frío. Es parte del plan. Nunca se sabe en qué momento Alicia llegar con un visitante al que acaba de conocer.
En su casa el cliente no paga nada. Todo corre por cuenta de las anfitrionas. Se trata de corresponder a una cortesía. El extranjero ha sacado a Alicia de un apuro con su bicicleta y ha tenido la amabilidad de transportarla. En reciprocidad, ella lo invita a un trago, a dos, y ¿por qué no?, a probar unos camarones que su madre ofrece. Sí sí, por favor, oh no, ninguna molestia, justamente acababa de prepararlos.
– Parece que le caíste bien -comenta Alicia en voz baja, y de paso, inaugura el tuteo con su cliente.
Al definir una coordinación para atender primeras visitas, Alicia había establecido, cronómetro a la vista, que su madre podía descongelar, sazonar, empanizar dos docenas de camarones y preparar una salsa golf o un mojo frío, exactamente en 27 minutos. Era el tiempo que ella necesitaba para lograr, en la relación con su nuevo amigo, un salto cualitativo desde la gratitud formal, a una cálida complicidad.
Primero, un par de tragos sonrientes, coloquiales. Cuando el visitante ya ha descubierto las fotos casualmente desparramadas sobre la mesita de la sala, y entre ellas el formidable desnudo de Alicia que parece tomado de un óleo, ella da por terminado el S-1 (así llama al "step number one" de su maniobra seductora) y comienza el S-2.
La foto le da el pretexto para coger al extranjero de la mano y conducirlo a su alcoba, donde tiene colgado el original de un metro veinte por ochenta centímetros, perfil de senos perfectos, sentada en un banquito de cocina, piernas cruzadas, mentón sobre los nudillos, sonrisa expectante, en la posición de quien oye a un interlocutor.
– ¿Quién te lo hizo?
– Un novio que tuve.
Explica que el pintor le había tomado varias fotos y por fin se había inspirado en esa. Y de una gaveta saca la foto, ligeramente diferente, pero en la misma postura.
Si el cliente inicia en ese momento alguna ofensiva de labios o manos, ella lo esquiva sin agravio, con una sonrisa. Lo saca por una puerta interior hacia el cuarto contiguo, donde hay una cama de dos plazas, grandes espejos, aire acondicionado, un baño privado, y otro cuadro suyo: un rostro en primer plano, algo estirado sobre la vertical, una onda entre El Greco y Modigliani, nada sexy por cierto.
– ¿Y esto?
– Otro novio.
Obligadamente el hombre comenta:
– ¿Te especializas en pintores?
Y para esta segunda instancia del plan, Alicia tiene varias alternativas:
Si el cliente puede pasar (al menos ante sí mismo) por buen mozo, Alicia responde con una sonrisa tímida, bien ensayada:
– Más bien me especializo en hombres apuestos.
Si el extranjero es gordo, ella dice:
– Más bien en gordos.
El cliente, que no se espera esa respuesta, se entera de que los pintores de ambos retratos son sendos y fenomenales gordos. El autor del desnudo, de quien ella declara haber estado muy enamorada es, según la foto que ella le muestra, de una gordura tal, que el cliente podría sentirse una sílfide en comparación con él. Y allí aprovecha Alicia para tocarle amorosamente la barriga, la papada, y demostrarle cuánto le gustan los gordos. Divaga sobre cierta fijación con un tío muy obeso, la ternura personificada, que fuera su adoración infantil; y cuando por fin declara que su ideal es un luchador de sumo, el gordo se derrite de gratitud.
Si el gordo es un desinhibido, ella le acepta un primer besito de superficie. Si es un acomplejado, se lo da ella.
Y según que el cliente sea muy flaco, pequeño, viejo o feo, los dos pintores, casualmente, también lo son: y Alicia tiene un surtido de fotos, ya preparadas, que así lo atestiguan. Durante esta etapa del proceso de seducción, Alicia se esmera por convencer al cliente de que sus defectos no son tales, sino virtudes.
Si poco después de esta primera escaramuza, el cliente demuestra no tener problemas de impotencia: si ya en la cama puede sostener una erección prolongada, Alicia le ofrece una clase práctica de baile cubano, especialidad para extranjeros en la que ha introducido audaces innovaciones pedagógicas.
Tiene una teoría muy personal. Según ella, para adquirir ese donaire sensual que caracteriza al buen bailador de música caribeña, conviene ya desde las primeras clases, instruir al alumno en ciertos ejercicios de horizontalidad que ella misma ha diseñado.
Lo esencial de su teoría es que quien haya aprendido a bailar en la cama, y a satisfacción de su pareja, podrá luego triunfar en cualquier pista.
Por lo general, Alicia inaugura la relación con sus alumnos bien dotados, con una cabalgata, sobre una colchoneta en el piso. Y casi todos terminan gimiendo de placer rítmico.