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– Tú te lo llevaste, tú se lo devolverás a su dueño.

– Pero…

– El reloj no es mío -me aclaró la muchacha. Es de Germán.

La mención de aquel nombre conjuró la visión de la enorme silueta de cabellera blanca que me había sorprendido en la galería del caserón días atrás.

– ¿Germán?

– Mi padre.

– ¿Y tú eres? -pregunté.

– Su hija -Quería decir, ¿cómo te llamas?

– Sé perfectamente lo que querías decir replicó la muchacha.

Sin más, se aupó de nuevo en su bicicleta y cruzó la verja de entrada. Antes de perderse en el jardín, se giró brevemente. Aquellos ojos se estaban riendo de mí a carcajadas. Suspiré y la seguí.

Un viejo conocido me dio la bienvenida. El gato me miraba con su desdén habitual. Deseé ser un "dobermann".

Crucé el jardín escoltado por el felino. Sorteé aquella jungla hasta llegar a la fuente de los querubines. La bicicleta estaba apoyada allí y su dueña descargaba una bolsa de la cesta que tenía frente al manillar. Olía a pan fresco. La chica sacó una botella de leche de la bolsa y se arrodilló para llenar un tazón que había en el suelo. El animal salió disparado a por su desayuno. Se diría que aquél era un ritual diario.

Creí que tu gato únicamente comía pajarillos indefensos dije.

Sólo los caza. No se los come. Es una cuestión territorial explicó como lo hubiese hecho ante un niño. A él lo que le gusta es la leche. ¿Verdad, Kafka, que te gusta la leche?

El kafkiano felino le lamió los dedos en señal de asentimiento. La muchacha sonrió cálidamente mientras acariciaba su lomo. Al hacerlo, los músculos de su costado se dibujaron en los pliegues del vestido. Justo entonces alzó la vista y me sorprendió observándola y relamiéndome los labios.

– ¿Y tú? ¿Has desayunado? -preguntó.

Negué con la cabeza.

– Entonces tendrás hambre. Todos los tontos tienen hambre -dijo. Ven, pasa y come algo. Te vendrá bien tener el estómago lleno si le vas a explicar a Germán por qué robaste su reloj.

La cocina era una gran sala situada en la parte de atrás de la casa. Mi inesperado desayuno consistió en cruasanes que la joven había traído de la pastelería Foix, en la Plaza Sarriá. Me sirvió un tazón inmenso de café con leche y se sentó frente a mí mientras yo devoraba aquel festín con avidez. Me contemplaba como si hubiese recogido a un mendigo hambriento, con una mezcla de curiosidad, pena y recelo. Ella no probó bocado.

– Ya te había visto alguna vez por ahí -comentó sin quitarme los ojos de encima. A ti y a ese chaval pequeñín que tiene cara de susto. Muchas tardes cruzáis por la calle de detrás cuando os sueltan del internado. A veces vas tú solo, canturreando despistado. Apuesto a que os lo pasáis bomba dentro de esa mazmorra…

Estaba a punto de responder algo ingenioso cuando una sombra inmensa se esparció sobre la mesa como una nube de tinta. Mi anfitriona alzó la vista y sonrió. Yo me quedé inmóvil, con la boca llena de cruasán y el pulso como unas castañuelas.

– Tenemos visita anunció, divertida. Papa, éste es Oscar Drai, ladrón de relojes aficiona do. Oscar, éste es Germán, mi padre.

Tragué de golpe y me volví lentamente. Una silueta que se me antojó altísima se erguía frente a mí. Vestía un traje de alpaca, con chaleco y corbatín. Una cabellera blanca pulcramente peinada hacia atrás le caía sobre los hombros. Un bigote cano tocaba su rostro cincelado por ángulos cortantes en torno a dos ojos oscuros y tristes.

Pero lo que realmente le definía eran sus manos. Manos blancas de ángel, de dedos finos e interminables. Germán.

– No soy un ladrón, señor… -articulé nerviosamente. Todo tiene una explicación. Si me atreví a aventurarme en su casa, fue porque creí que estaba deshabitada. Una vez dentro no sé qué me pasó, escuché aquella música, bueno no, bueno sí, el caso es que entré y vi el reloj. No pensaba cogerlo, se lo juro, pero me asusté y, cuando me di cuenta de que tenía el reloj, ya estaba lejos. O sea, no sé si me explico…

La muchacha sonreía maliciosamente. Los ojos de Germán se posaron en los míos, oscuros e impenetrables. Hurgué en el bolsillo y le tendí el reloj, esperando que en cualquier momento aquel hombre prorrumpiese en gritos y me amenazase con llamar a la policía, a la guardia civil y al tribunal tutelar de menores.

– Le creo dijo amablemente, aceptando el reloj y tomando asiento en la mesa junto a nosotros.

Su voz era suave, casi inaudible. Su hija procedió a servirle un plato con dos cruasanes y una taza de café con leche igual que la mía. Mientras lo hacía, le besó en la frente y Germán la abrazó. Los contemplé al trasluz de aquella claridad que se inmiscuía desde los ventanales. El rostro de Germán, que había imaginado de ogro, se volvió delicado, casi enfermizo. Era alto y extraordinariamente delgado. Me sonrió amablemente mientras llevaba la taza a sus labios y, por un instante, noté que entre padre e hija circulaba una corriente de afecto que iba más allá de palabras y gestos. Un vínculo de silencio y miradas los unía en las sombras de aquella casa, al final de una calle olvidada, donde cuidaban el uno del otro, lejos del mundo.

Germán terminó su desayuno y me agradeció cordialmente que me hubiese molestado en devolverle su reloj. Tanta amabilidad me hizo sentir doblemente culpable.

– Bueno, Oscar -dijo con voz cansina, ha sido un placer conocerle. Espero verle de nuevo por aquí cuando guste visitarnos otra vez.

No comprendía por qué se empeñaba en tratarme de usted. Había algo en él que hablaba de otra época, otros tiempos en los que aquella cabellera gris había brillado y aquel caserón había sido un palacio a medio camino entre Sarriá y el cielo. Me estrechó la mano y se despidió para penetrar en aquel laberinto insondable. Le vi alejarse cojeando levemente por el corredor. Su hija lo observaba ocultando un velo de tristeza en la mirada.

– Germán no está muy bien de salud -murmuró. Se cansa con facilidad.

Pero en seguida borró aquel aire melancólico.

– ¿Te apetece alguna cosa más?

– Se me hace tarde -dije, combatiendo la tentación de aceptar cualquier excusa para alargar mi estancia en su compañía. Creo que lo mejor será que me vaya.

Ella aceptó mi decisión y me acompañó al jardín. La luz de la mañana había esparcido las brumas.

El inicio del otoño teñía de cobre los árboles. Caminamos hacia la verja; Kafka ronroneaba al sol. Al llegar a la puerta, la muchacha se quedó en el interior de la propiedad y me cedió el paso. Nos miramos en silencio. Me ofreció su mano y la estreché. Pude sentir su pulso bajo la piel aterciopelada.

– Gracias por todo -dije. Y perdón por…

– No tiene importancia.

Me encogí de hombros.

– Bueno…

Eché a andar calle abajo, sintiendo que la magia de aquella casa se desprendía de mí a cada paso que daba. De repente, su voz sonó a mi espalda.

– ¡Oscar!

Me volví. Ella seguía allí, tras la verja. Kafka yacía a sus pies.

– ¿Por qué entraste en nuestra casa la otra noche?

Miré a mi alrededor como si esperase encontrar la respuesta escrita en el pavimento.

– No lo sé admití finalmente. El misterio, supongo…

La muchacha sonrió enigmáticamente.

– ¿Te gustan los misterios?

Asentí. Creo que si me hubiese preguntado si me gustaba el arsénico, mi respuesta hubiera sido la misma.

– ¿Tienes algo que hacer mañana?

Negué igualmente mudo. Si tenía algo, pensaría en una excusa.

Como ladrón no valía un céntimo, pero como mentiroso debo confesar que siempre fui un artista.

– Entonces te espero aquí, a las nueve -dijo ella, perdiéndose en las sombras del jardín.

– ¡Espera!

Mi grito la detuvo.

– No me has dicho cómo te llamas…

– Marina… Hasta mañana.