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Capítulo 28

Aquella mañana encontramos la cama de Marina vacía, sin sábanas.

No había ni rastro de la catedral de madera ni de sus cosas. Cuando me volví, Germán ya salía corriendo en busca del doctor Rojas. Fui tras él. Lo encontramos en su despacho con aspecto de no haber dormido.

– Ha tenido un bajón dijo escuetamente.

Nos explicó que la noche anterior, apenas un par de horas después de que nos hubiésemos ido, Marina había sufrido una insuficiencia respiratoria y que su corazón había estado parado durante treinta y cuatro segundos. La habían reanimado y ahora estaba en la unidad de vigilancia intensiva, inconsciente. Su estado era estable y Rojas confiaba en que pudiera salir de la unidad en menos de veinticuatro horas, aunque no nos quería infundir falsas esperanzas.

Observé que las cosas de Marina, su libro, la catedral de madera y aquella bata que no había llegado a estrenar, estaban en la repisa de su despacho.

– ¿Puedo ver a mi hija? -preguntó Germán.

Rojas personalmente nos acompañó a la UVI. Marina estaba atrapada en una burbuja de tubos y máquinas de acero más monstruosa y más real que cualquiera de las invenciones de Mijail Kolvenik.

Yacía como un simple pedazo de carne al amparo de magias de latón.

Y entonces vi el verdadero rostro del demonio que atormentaba a Kolvenik y comprendí su locura.

Recuerdo que Germán rompió a llorar y que una fuerza incontrolable me sacó de aquel lugar. Corrí y corrí sin aliento hasta llegar a unas ruidosas calles repletas de rostros anónimos que ignoraban mi sufrimiento. Vi en torno a mí un mundo al que nada le importaba la suerte de Marina. Un universo en el que su vida era una simple gota de agua entre las olas. Sólo se me ocurrió un lugar al que acudir.

El viejo edificio de las Ramblas seguía en su pozo de oscuridad. El doctor Shelley abrió la puerta sin reconocerme. El piso estaba cubierto de escombros y hedía a viejo. El doctor me miró con ojos desorbitados, idos. Le acompañé a su estudio y le hice sentar junto a la ventana. La ausencia de María flotaba en el aire y quemaba. Toda la altivez y el mal carácter del doctor se habían desvanecido. No quedaba en él más que un pobre anciano, solo y desesperado.

Se la llevó me dijo, se la llevó…

Esperé respetuosamente a que se tranquilizase. Finalmente alzó la vista y me identificó. Me preguntó qué quería y se lo dije. Me observó pausadamente.

– No hay ningún frasco más del suero de Mijail. Fueron destruidos. No puedo darte lo que no tengo. Pero si lo tuviese, te haría un flaco favor. Y tú cometerías un error al usarlo con tu amiga. El mismo error que cometió Mijail…

Sus palabras tardaron en calar.

Sólo tenemos oídos para lo que queremos escuchar, y yo no quería oír eso. Shelley sostuvo mi mirada sin pestañear. Sospeché que había reconocido mi desesperación y los recuerdos que le traía le asustaban. Me sorprendió a mí mismo comprobar que, si de mí hubiese dependido, en aquel mismo instante hubiese tomado el mismo camino de Kolvenik. Nunca más volvería a juzgarle.

– El territorio de los seres humanos es la vida -dijo el doctor. La muerte no nos pertenece.

Me sentía terriblemente cansado. Quería rendirme y no sabía a qué.

Me volví para irme. Antes de salir, Shelley me llamó de nuevo.

– ¿Tú estabas allí, verdad? -me preguntó.

Asentí.

– María murió en paz, doctor.

Vi sus ojos brillando en lágrimas. Me ofreció su mano y la estreché.

– Gracias.

Nunca más le volví a ver.

A finales de aquella misma semana, Marina recobró el conocimiento y salió de la UVI. La instalaron en una habitación en el segundo piso que miraba hacia Horta. Estaba sola. Ya no escribía en su libro y apenas podía inclinarse para ver su catedral casi terminada en la ventana. Rojas pidió permiso para realizar una última batería de pruebas. Germán consintió. Él todavía conservaba la esperanza. Cuando Rojas nos anunció los resultados en su despacho, se le quebró la voz. Después de meses de lucha, se hundió a la evidencia mientras Germán le sostenía y le palmeaba los hombros.

– No puedo hacer más…, no puedo hacer más… Perdóneme… -gemía Damián Rojas.

Dos días más tarde nos llevamos a Marina de vuelta a Sarriá. Los médicos no podían hacer ya nada por ella. Nos despedimos de doña Carmen, de Rojas y de Lulú, que no paraba de llorar. La pequeña Valeria me preguntó adónde nos llevábamos a mi novia, la escritora famosa, y que si ya no le contaría más cuentos.

– A casa. Nos la llevamos a casa.

Dejé el internado un lunes, sin avisar ni decir a nadie adónde iba. Ni siquiera pensé que se me echaría en falta. Poco me importaba. Mi lugar estaba junto a Marina.

La instalamos en su cuarto. Su catedral, ya terminada, le acompañaba en la ventana. Aquél fue el mejor edificio que jamás he construido. Germán y yo nos turnábamos para velarla las veinticuatro horas del día. Rojas nos había dicho que no sufriría, que se apagaría lentamente como una llama al viento.

Nunca Marina me pareció más hermosa que en aquellos últimos días en el caserón de Sarriá. El pelo le había vuelto a crecer, más brillante que antes, con mechas blancas de plata. Incluso sus ojos eran más luminosos. Yo apenas salía de su habitación. Quería saborear cada hora y cada minuto que me quedaba a su lado. A menudo pasábamos horas abrazados sin hablar, sin movernos. Una noche, era jueves, Marina me besó en los labios y me susurró al oído que me quería y que, pasara lo que pasara, me querría siempre.

Murió al amanecer siguiente, en silencio, tal como había predicho Rojas. Al alba, con las primeras luces, Marina me apretó la mano con fuerza, sonrió a su padre y la llama de sus ojos se apagó para siempre.

Hicimos el último viaje con Marina en el viejo Tucker. Germán condujo en silencio hasta la playa, tal como lo habíamos hecho meses atrás. El día era tan luminoso que quise creer que el mar que ella tanto quería se había vestido de fiesta para recibirla. Aparcamos entre los árboles y bajamos a la orilla para esparcir sus cenizas.

Al regresar, Germán, que se había quebrado por dentro, me confesó que se sentía incapaz de conducir hasta Barcelona. Abandonamos el Tucker entre los pinos.

Unos pescadores que pasaban por la carretera se avinieron a acercarnos a la estación del tren. Cuando llegamos a la estación de Francia, en Barcelona, hacía siete días que yo había desaparecido. Me parecía que habían pasado siete años.

Me despedí de Germán con un abrazo en el andén de la estación.

Al día de hoy, desconozco cuál fue su rumbo o su suerte. Ambos sabíamos que no podríamos volver a mirarnos a los ojos sin ver en ellos a Marina. Le vi alejarse, un trazo desvaneciéndose en el lienzo del tiempo. Poco después un policía de paisano me reconoció y me preguntó si mi nombre era Oscar Drai.