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Di la vuelta y me dispuse a regresar por el angosto corredor de cipreses. Una farola lejana brillaba bajo la lluvia. Súbitamente, su halo de luz se eclipsó. Una silueta oscura lo invadió todo.

Escuché cascos de caballos sobre el empedrado y descubrí un carruaje negro aproximándose y rasgando la cortina de agua. El aliento de los caballos azabaches exhalaba espectros de vaho. La figura anacrónica de un cochero se recortaba sobre el pescante. Busqué un escondite a un lado del camino, pero sólo encontré muros desnudos. Sentí el suelo vibrando bajo mis pies.

Sólo tenía una opción: volver atrás. Empapado y casi sin respiración, escalé la verja y salté al interior del sagrado recinto.

Capítulo 18

Caí sobre una base de fango que se deshacía bajo el aguacero. Riachuelos de agua sucia arrastraban flores secas y reptaban entre las lápidas. Pies y manos se me hundieron en el barro. Me incorporé y corrí a ocultarme tras un torso de mármol que elevaba los brazos al cielo. El carruaje se había detenido al otro lado de la verja. El cochero descendió. Portaba un farol e iba ataviado con una capa que le cubría por entero. Un sombrero de ala ancha y una bufanda le protegían de la lluvia y el frío, velando su rostro. Reconocí el carruaje. Era el mismo que se había llevado a la dama de negro aquella mañana en la estación de Francia.

Sobre una de las portezuelas se apreciaba el símbolo de la mariposa

negra. Cortinajes de terciopelo oscuro cubrían las ventanas. Me pregunté si ella estaría en el interior.

El cochero se aproximó a la verja y auscultó con la mirada el interior. Me pegué a la estatua, inmóvil. Luego escuché el tintineo de un manojo de llaves. El chasquido metálico de un candado. Maldije por lo bajo. Los hierros crujieron. Pasos sobre el lodo. El cochero se estaba aproximando a mi escondite. Tenía que salir de allí. Me volví a examinar el cementerio a mis espaldas. El velo de nubes negras se abrió. La luna dibujó un sendero de luz espectral.

La galería de tumbas resplandeció en la tiniebla por un instante. Me arrastré entre lápidas, retrocediendo hacia el interior del cementerio. Alcancé el pie de un mausoleo. Compuertas de hierro forjado y cristal lo sellaban. El cochero continuaba acercándose. Contuve la respiración y me hundí en las sombras. Cruzó a menos de dos metros de mí, sosteniendo el farol en alto. Pasó de largo y suspiré. Le vi alejarse hacia el corazón del cementerio y supe al instante adónde se dirigía.

Era una locura, pero le seguí.

Fui ocultándome entre las lápidas hasta el ala norte del recinto.

Una vez allí me aupé en una plataforma sobre la cual se dominaba toda el área. Un par de metros más abajo brillaba el farol del cochero, apoyado sobre la tumba sin nombre. La lluvia se deslizaba sobre la figura de la mariposa grabada en la piedra, como si sangrara. Vi la silueta del cochero inclinándose sobre la tumba. Extrajo un objeto alargado de su capa, una barra de metal, y forcejeó con ella. Tragué saliva al comprender lo que trataba de hacer. Quería abrir la tumba.

Yo deseaba salir a escape de allí, pero no podía moverme. Haciendo palanca con la barra, consiguió desplazar la losa unos centímetros.

Lentamente, el pozo de negrura de la tumba se fue abriendo hasta que la losa se precipitó a un lado por su propio peso y se quebró en dos con el impacto. Sentí la vibración del golpe bajo mi cuerpo. El cochero tomó el farol del suelo y lo alzó sobre una fosa de dos metros de profundidad. Un ascensor al infierno. La superficie de un ataúd negro brillaba en el fondo.

El cochero alzó la vista al cielo y, súbitamente, saltó al interior de la tumba. Desapareció de mi vista en un instante, como si la tierra le hubiera engullido. Escuché golpes y el sonido de madera vieja al quebrarse. Salté y, reptando sobre el fango, me aproximé milímetro a milímetro al borde de la fosa. Me asomé.

La lluvia se precipitaba en el interior de la tumba y el fondo se estaba inundando. El cochero seguía allí. En ese momento, tiraba de la tapa del ataúd, que cedió a un lado con un estruendo. La madera podrida y la tela raída quedaron expuestas a la luz. El ataúd estaba vacío. El hombre lo contempló inmóvil. Le oí murmurar algo.

Supe que era hora de salir de allí a escape. Pero al hacerlo, empuje una piedra, que se precipitó en el interior y golpeó el ataúd. En una décima de segundo, el cochero se volvió hacia mí. En la mano derecha sostenía un revólver.

Eché a correr desesperadamente hacia la salida, sorteando lápidas y estatuas. Escuché al cochero gritar detrás de mí, trepando fuera de la fosa. Vislumbré la verja de la salida y el carruaje al otro lado. Corrí sin aliento hacia allí. Los pasos del cochero estaban próximos. Comprendí que me alcanzaría en cuestión de segundos en campo abierto. Recordé el arma en su mano y miré desesperadamente a mi alrededor buscando un escondite. Detuve la mirada en la única alternativa que tenía. Rogué que al cochero nunca se le ocurriese buscar allí: el baúl de equipaje que había en la parte trasera del carruaje. Salté sobre la plataforma y me metí de cabeza.

En apenas unos segundos, oí los pasos apresurados del cochero alcanzar el corredor de cipreses.

Imaginé lo que sus ojos estaban viendo. El sendero, vacío en la lluvia. Los pasos se detuvieron. Rodearon el carruaje. Temí haber dejado huellas que delatasen mi presencia. Sentí el cuerpo del cochero trepar sobre el pescante.

Permanecí inmóvil. Los caballos relincharon. La espera me resultó interminable. Entonces escuché el chasquido de un látigo, y una sacudida me derribó sobre el fondo del baúl. Nos estábamos moviendo.

El traqueteo pronto se tradujo en una vibración seca y brusca que me golpeaba los músculos petrificados por el frío. Traté de asomarme hasta la abertura del baúl, pero me resultaba casi imposible sostenerme con el vaivén.

Dejábamos Sarriá atrás. Calculé las probabilidades de romperme la crisma si intentaba saltar del carruaje en marcha. Descarté la idea. No me sentía con fuerzas de intentar más heroísmos y, en el fondo, deseaba saber adónde nos dirigíamos, así que me rendí a las circunstancias. Me tendí a descansar en el fondo del baúl como pude. Sospechaba que iba a necesitar recuperar fuerzas para más adelante.

El trayecto se me hizo infinito. Mi perspectiva de maleta no ayudaba y me pareció que habíamos recorrido kilómetros bajo la lluvia. Los músculos se me estaban entumeciendo bajo la ropa mojada.

Habíamos dejado atrás las avenidas de mayor tráfico. Ahora recorríamos calles desiertas. Me incorporé y me alcé hasta la abertura para echar un vistazo. Vi calles oscuras y estrechas como brechas cortadas en la roca. Faroles y fachadas góticas en la neblina. Me dejé caer de nuevo, desconcertado. Estábamos en la ciudad vieja, en algún punto del Raval.

El hedor a cloacas inundadas ascendía como el rastro de un pantano. Deambulamos por el corazón de las tinieblas de Barcelona durante casi media hora antes de detenernos. Escuché al cochero descender del pescante.

Segundos después, el sonido de una compuerta. El carruaje avanzó a trote lento y penetramos en lo que, por el olor, supuse que era una vieja caballeriza. La compuerta se cerró de nuevo.

Permanecí inmóvil. El cochero desenganchó los caballos y les murmuró algunas palabras que no llegué a descifrar. Una franja de luz caía por la apertura del baúl. Oí correr agua y pasos sobre paja.

Finalmente, la luz se apagó. Los pasos del cochero se alejaron. Esperé un par de minutos, hasta que sólo pude oír la respiración de los caballos. Me deslicé fuera del baúl. Una penumbra azulada flotaba en las caballerizas. Me dirigí con sigilo hacia una puerta lateral.

Salí a un garaje oscuro de techos altos y trabados con vigas de madera. El contorno de una puerta que parecía una salida de emergencia se dibujaba al fondo. Comprobé que la cerradura sólo podía abrirse desde dentro. La abrí con cautela y salí por fin a la calle.