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– El que no sabe adónde va no llega a ninguna parte -dijo fríamente.

Le mostré mi billete.

– Yo sé adónde voy.

Desvió la mirada. Ascendimos en silencio durante un par de minutos.

La silueta de mi colegio se alzaba a lo lejos.

– Arquitecto -susurré.

– ¿Qué?

– Quiero ser arquitecto. Eso es a lo que aspiro. Nunca se lo había dicho a nadie.

Por fin me sonrió. El funicular estaba llegando a la cima de la montaña y traqueteaba como una lavadora vieja.

– Siempre he querido tener mi propia catedral dijo Marina. ¿Alguna sugerencia?

– Gótica. Dame tiempo y yo te la construiré.

El sol golpeó su rostro y sus ojos brillaron, fijos en mí.

– ¿Lo prometes? -preguntó, ofreciendo su palma abierta.

Estreché su mano con fuerza. -Te lo prometo.

La dirección que Marina había conseguido correspondía a una vieja casa que estaba prácticamente al borde del abismo. Los matojos del jardín se habían apoderado del lugar. Un buzón oxidado se alzaba entre ellos como una ruina de la era industrial. Nos colamos hasta la puerta. Se distinguían cajas con montones de diarios viejos sujetos con cordeles. La pintura de la fachada se desprendía como una piel seca, ajada por el viento y la humedad. El inspector Víctor Florián no se desvivía en gastos de representación.

– Aquí sí que se necesita un arquitecto -dijo Marina.

– O una unidad de demolición…

Llamé a la puerta con suavidad. Temía que, si lo hacía más fuerte, el impacto de mis nudillos enviase la casa montaña abajo.

– ¿Y si pruebas con el timbre?

El botón estaba roto y se veían conexiones eléctricas de la época de Edison en la caja.

– Yo no meto el dedo ahí repuse, llamando de nuevo.

De repente la puerta se abrió diez centímetros. Una cadena de seguridad brilló frente a un par de ojos de destello metálico.

– ¿Quién va?

– ¿Víctor Florián?

– Ése soy yo. Lo que pregunto es quién va.

La voz era autoritaria y sin atisbo de paciencia. Voz de multa.

– Tenemos información sobre Mijail Kolvenik… utilizó como presentación Marina.

La puerta se abrió de par en par. Víctor Florián era un hombre ancho y musculoso. Vestía el mismo traje del día de su retiro, o eso pensé. Su expresión era la de un viejo coronel sin guerra ni batallón que mandar. Sostenía un puro apagado en sus labios y tenía más pelo en cada ceja que la mayoría de la gente en toda la cabeza.

– ¿Qué sabéis vosotros de Kolvenik? ¿Quiénes sois? ¿Quién os ha dado esta dirección?

Florián no hacía preguntas, las ametrallaba. Nos hizo pasar, tras echar un vistazo al exterior como si temiese que alguien nos hubiese seguido. El interior de la casa era un nido de cochambre y olía a trastienda. Había más papeles que en la biblioteca de Alejandría, pero todos ellos revueltos y ordenados con un ventilador.

– Pasad al fondo.

Cruzamos frente a una habitación en cuya pared se distinguían decenas de armas. Revólveres, pistolas automáticas, máuseres, bayonetas… Se habían empezado revoluciones con menos artillería.

– Virgen Santa… murmuré.

– A callar, que esto no es una capilla cortó Florián, cerrando la puerta de aquel arsenal.

El fondo al que aludía era un pequeño comedor desde el que se contemplaba toda Barcelona. Incluso en sus años de retiro, el inspector seguía vigilando desde lo alto. Nos señaló un sofá plagado de agujeros. Sobre la mesa había una lata de alubias a la mitad y una cerveza Estrella Dorada, sin vaso. “Pensión de policía; vejez de pordiosero”, pensé. Florián se sentó en una silla frente a nosotros y cogió un despertador de mercadillo.

Lo plantó de un golpe sobre la mesa, de cara a nosotros.

– Quince minutos. Si en un cuarto de hora no me habéis dicho algo que yo no sepa, os echo a patadas de aquí.

Nos llevó bastante más de quince minutos relatar todo lo que había sucedido. A medida que escuchaba nuestra historia, la fachada de Víctor Florián se fue agrietando. Entre los resquicios adiviné al hombre gastado y asustado que se ocultaba en aquel agujero con sus diarios viejos y su colección de pistolas. Al término de nuestra explicación Florián tomó su puro y, tras examinarlo en silencio durante casi un minuto, lo encendió.

Luego, con la vista perdida en el espejismo de la ciudad en la bruma, empezó a hablar.

Capítulo 16

– En 1945 yo era inspector de la brigada judicial de Barcelona -empezó Florián. Estaba pensando en pedir el traslado a Madrid cuando fui asignado al caso de la Velo Granell. La brigada llevaba cerca de tres años investigando a Mijail Kolvenik, un extranjero con pocas simpatías entre el régimen…, pero no habían sido capaces de probar nada. Mi predecesor en el cargo había renunciado. La Velo Granell estaba rodeada por un muro de abogados y un laberinto de sociedades financieras donde todo se perdía en una nube. Mis superiores me lo vendieron como una oportunidad única para labrarme una carrera. “Casos como aquéllos te colocaban en un despacho en el ministerio con chofer y horario de marqués”, me dijeron. La ambición tiene nombre de botarate…

Florián hizo una pausa, saboreando sus palabras y sonriendo con sarcasmo para sí mismo. Mordisqueaba aquel puro como si fuese una rama de regaliz.

– Cuando estudié el dossier del caso -continuó, comprobé que lo que había empezado como una investigación rutinaria de irregularidades financieras y posible fraude acabó por transformarse en un asunto que nadie sabía bien a qué brigada adjudicar. Extorsión. Robo. Intento de homicidio… Y había más cosas… Haceos cargo de que mi experiencia hasta la fecha radicaba en la malversación de fondos, evasión fiscal, fraude y prevaricación… No es que siempre se castigasen esas irregularidades, eran otros tiempos, pero lo sabíamos todo.

Florián se sumergió en una nube azul de su propio humo, turbado.

– ¿Por qué aceptó el caso, entonces? -preguntó Marina.

– Por arrogancia. Por ambición y por codicia -respondió Florián, dedicándose a sí mismo el tono que, imaginé, guardaba para los peores criminales.

– Quizá también para averiguar la verdad -aventuré. Para hacer justicia…

Florián me sonrió tristemente. Se podían leer treinta años de remordimientos en aquella mirada.

– A finales de 1945 la Velo Granell estaba ya técnicamente en la bancarrota -continuó Florián. Los tres principales bancos de Barcelona habían cancelado sus líneas de crédito y las acciones de la compañía habían sido retiradas de la cotización pública. Al desaparecer la base financiera, la muralla legal y el entramado de sociedades fantasmas se desplomó como un castillo de naipes. Los días de gloria se habían esfumado. El Gran Teatro Real, que había estado cerrado desde la tragedia que desfiguró a Eva Irinova en el día de su boda, se había transformado en una ruina. La fábrica y los talleres fueron clausurados. Las propiedades de la empresa, incautadas. Los rumores se extendían como gangrena. Kolvenik, sin perder la sangre fría, decidió organizar un cóctel de lujo en la Lonja de Barcelona para ofrecer una sensación de calma y normalidad. Su socio, Sentís, estaba al borde del pánico. No había fondos ni para pagar una décima parte de la comida que se había encargado para el evento. Se enviaron invitaciones a todos los grandes accionistas, las grandes familias de Barcelona…

La noche del acto llovía a cántaros. La Lonja estaba ataviada como un palacio de ensueño. Pasadas las nueve de la noche, los miembros de la servidumbre de las principales fortunas de la ciudad, muchas de las cuales se debían a Kolvenik, presentaron notas de disculpa. Cuando yo llegué, pasada la medianoche, encontré a Kolvenik, solo en la sala, luciendo su frac impecable y fumando un cigarrillo de los que se hacía importar de Viena. Me saludó y me ofreció una copa de champagne. "Coma algo, inspector, es una pena que se desperdicie todo esto", me dijo. Nunca habíamos estado cara a cara.