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Empezó a acudir regularmente a la casa del bachiller, que le hacía subir a su torre, y allí, a vistas de aquel inabarcable campo manchego, mugen de una mente que se abría a nuevas luces, tenían lugar las lecciones

– He de confesaros que ya don Quijote me dijo que el no saber leer y escribir parecía mal en quien iba a ser gobernador.

– ¿Es eso, Sancho? ¿Y es que acaso piensas que va a volver la Fortuna a distinguirte con algún otro gobierno? -quiso saber su maestro.

– No, ni yo lo quiero, sino que vi por mis propios ojos cómo no sabiendo leer, todos pueden engañarte, como aquel desdichado doctor Tirteafuera, que quiso matarme de hambre citando no sé qué libros antiguos, siendo cosa imposible que un libro, y más siendo antiguo, quiera alargar la vida de nadie quitándole de comer y de beber, como hizo conmigo aquel galeno.

– No sé tampoco de qué médico me hablas, Sancho.

– Si se publica esa segunda parte de don Quijote, como vos asegurasteis, allí se dará cumplida cuenta, no me cabe la menor duda, de ese jifero empeñado en cerrar con buena llave mi andorga. Es natural que el letrado sepa de letras, el soldado de armas, el caballero de caballerías, y el rapador de ovejas y cavador como yo de rapar ovejas y de podar viñas, y no queramos que el letrado rape, el cavador entienda de leyes o el soldado escuche los pecados de los penitentes. Pero he de aprender a leer, y si, como he oído decir, a mi amo le sorbió el seso el mucho leer, a otros se lo dio, y digo que en eso serán los libros como los venenos, que administrados de poco a poco curan, y de mucho, acaban con la vida, y que al que uno gusta, a otros disgusta, y que el que aprovecha a uno, a otro le merma. Sucede como con los refranes. Es verdad que no hay refrán que no sea verdadero, pero no en todos suenan a verdad, ni en todas las ocasiones, sino que hay que saber traerlos a colación. En boca de uno aburren, empalagan o fastidian. En cambio el mismo dicho en otro, deleitan, divierten y enseñan. Así que enséñeme a leer. Y de escribir no hablo, porque eso es algo de lo que yo no voy a usar, de modo que podremos ahorrarlo, como no sea que me enseñe a hacer mi firma. Yo me he de conformar con leer de corrido, sin sufragio de nadie, y con saber poner en un papel, una tras otra, las letras de mi nombre Sancho Panza, por si alguna vez precisan de él alguaciles, jueces o regidores, que Dios no lo quiera, pues ni tengo testamentos que hacer ni bienes que dejar, y con la Justicia no he tenido ni quiero tener otro trato que el buenos días e id con Dios.

Le divirtió mucho al bachiller Sansón Carrasco que Sancho quisiese aprender a leer, pero no a escribir, como si ambas cosas no vinieran juntas o fuesen contrarias.

– ¿Acaso no quieres aprender a escribir, Sancho, porque piensas que te van a salir más baratas las lecciones? Pues has de saber que por lo uno sabrás lo otro, sin tener en consideración que ni por lo uno ni por lo otro voy a cobrarte yo nada.

– Mucho os agradezco la cortesía, y ya habrá lugar y tiempo para cor responderos, que siempre se ha dicho que es de bien nacido el ser agradecido, y así lo dirán los quesos, huevos y aceitunas aliñadas que harán la procesión de mi casa a la vuestra mientras me desasnáis. Pero no era ésa la cuestión que quiero aclarar con vos. Si nos fijamos bien, y no siendo escribiente, corregidor, memorialista, fraile, historiador, trujimán, secretario o mercader, a ningún hombre le hace falta escribir; con saber leer le basta. Y asi tengo entendido que hasta el rey usa de esa costumbre, cuando manda a su secretario que le presente todo ya escrito, para poner al pie su «Yo el rey», y asi, no precisaré yo más que el Rey, para poner, si me lo solicitan, un «Yo, Sancho Panza», declarando de ese modo que todo lo que antecede podría haberlo escrito yo mismo. Y aún le diré más a vuesa merced, y es que cuando fui gobernador comprendí bien a las claras que no debería estarle permitido a nadie salir de la puericia sin saber leer, pues no se basta un hombre para saberlo todo, sino que todo lo sabemos entre todos, y sí en cambio debería estarles a muchos prohibido el escribir. Unos, porque teniendo granjeada y alcanzada gran fama merecidísimamente por sus escritos, al darlos a la estampa la pierden del todo, o la menoscaban en algo, y otros, porque con malos libros echan a perder buenas y notables cabezas como la de mi amo, sin considerar el pernicio que los malos libros hacen sobre los buenos, envolviéndoles en su pésima fama y teniendo que pagar justos por pecadores, como creo que sucedió con cierto escrutinio que el padre cura y el barbero hicieron en los libros de mi amo, días antes de que los dos saliéramos por primera vez. Y así me sucedió que cuando yo me encontraba en aquella ínsula, me llegaron cartas de los duques y de don Quijote, y no pude leer ninguna a solas, en mi aposento, como hubiera deseado, sino que hube de pedir que me-las leyesen allí en público, en la sala, sin saber si lo que ellas traían podía o no airearse, cegando así la estrella polar que ha de gobernar la derrota de un gobernante, a saber, la discreción. Y recuerdo que en aquella ocasión me avergonzó que mis súbditos descubrieran que el que les gobernaba tenía que admitir tal ignominia, tal infamia, que no supe si era más infamia por ignominiosa o más ignominia por infamante. Aunque también pienso ahora que quizá me convenga aprender a escribir, si decís que viene todo en el mismo lote, y que con parejo esfuerzo se aprenden ambas cosas. Imagino que tiene que ser eso como enseñar a andar a un niño, que sería absurdo hacerlo sólo sobre una de sus piernas, cuando puede hacerse sobre las dos, o enseñarle a nadar hacia adelante y no hacia los lados o hacia atrás. Y lo digo porque el otro día, mismamente, cuando le pedí a don Pedro, mientras velábamos el cuerpo de don Quijote, que escribiera por mí a los duques, que vi que lo hizo con breve amén y no como correspondería a señores tan señeros, sentí que de haber sabido yo hacerlo, lo habría hecho tan largo como las Diez Partidas, de lo que sin duda hubieran quedado mi señora la duquesa y mi señor el duque muy contentos, aunque fuese en ocasión tan triste como la de anunciarles una muerte. Nunca más volverá a ocurrirme una cosa así ni podrá nadie sacarme los colores a cuenta de mi ignorancia. Abrid mi mente y muélamela como cibera, para que podamos hacer con ella buen pan, quiero decir, buen entendimiento, bien metido en harina y mejor cocido. Y luego hagamos sopas o comámoslo en vino. Tiene vuesa merced delante, con mis bien barbados cuarenta años, al más tierno de los escolares. Asiente en él mano dura cuando lo haya menester o las ternezas, que yo he oído decir que la letra con sangre entra, y que hay que sacudir a la encina para desbellotarla, pero también que sin tiernos cuidados no crecen los árboles. Sancho aquí ha de entrar uno y ha de salir muy otro. Recuerdo que a menudo mi amo don Quijote solía decir, «yo sé quién soy», cuando todos dudaban de que lo fuera y de lo que fuese.Yo no llego a decir tanto, pero sí que sé quién quiero ser, y quiero, a partir de ahora, saber las cosas por mí mismo, y no voy a esperar que otros me las cuenten, y en cuanto pueda, voy a leer, en primer lugar, ese famoso libro que anda por ahí con nuestras andanzas.

– Me parece bien -le dijo el bachiller- que quieras leer esa historia que las recoge, y de ello ya te hablaré más adelante, pero quiero que sepas que no es ésa una puerta que se abre y se cierra a voluntad, sino que una vez abierta ya nadie podrá cerrarla, y después de ese libro, vendrán otros, y querrás leer uno y otro, y con ellos todos los que se han escrito, porque el leer es como la torre de Babel, que nene fecha de inicio, pero cuanto más se eleva más confusión mete en las cabezas de las gentes y más nieblas la atacan, y allá en lo alto dicen los pocos sabios que han llegado a ella, que todo son truenos y relámpagos, pero también yo he oído decir que pasado ese estado reina en la cumbre inmensa paz y desde allí se contempla formidable infinito que ensancha el espíritu y lo sosiega, y que el hombre, como los dioses de la antigüedad, puede sentarse allí sin que le ataque La sed ni le pruebe el hambre ni el sueño, sino así, tranquilamente en su trono, ve pasar la vida, y que eso, sin pesar, es a donde más alto puede llegar un mortal en estas cuestiones. La prueba la tenemos en don Quijote. Sólo que don Quijote murió precisamente el día en que coronó su particular monte. Mucho penó. Gigantes, malandrines y follones fueron para él truenos y rayos. Pero dio un paso y allá, en la cumbre de su cordura, pudo sentarse apaciblemente. Recuerda, Sancho, con qué paz nos confortaba a todos. Aquella paz sin la guerra que le condujo a ella no habría sido la misma. ¿Vas a querer tú seguir ese camino? ¿Vas a leer esos libros de los que él te hablaba? Mira que por su mal le nacieron alas a la hormiga.