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– Quizá sea como tú dices -admitió Sancho con escaso convencimiento.

– No le des más vueltas. Pero ¿acabaste dándote esos azotes? Porque aunque fuese una locura suya, no querría yo disfrutar ni un solo cuartillo que no lo sepa salido de un trabajo honrado…

– Eso, la verdad, es cosa que ni conviene a tu indiscreción ni le interesa a mi honra. Sí y no, te diría. Aunque repito, ¿en qué hubieran cambiado las cosas de haber sido de una o de otra manera, si Aldonza Lorenzo iba a seguir siendo Aldonza Lorenzo en cualquier caso? Pero como no quiero dejarte en ascuas, atente únicamente a lo que don Quijote dejó zanjado en su testamento, como acabas de decirme. Con o sin azotes, Aldonza nunca será Dulcinea, ni Dulcinea Aldonza, y piensa que por mucho pan nunca mal año, y todos somos locos, los unos por los otros.

– Y dime una cosa más, Sancho, ¿tienes a mano todos esos dineros?

– Ahora lo verás -respondió el ahorrativo escudero.

Salió de la cocina y en un instante subió y bajó Sancho del desván de la casa donde guardaba, debajo de una baldosa, un esquero de cuero rojo con todos aquellos caudales que eran suma de los que quedaron del viático de don Quijote, de los dados por el duque, triste precio de las burlas que hubo de sufrir, los cuartillos azotados, y otros reales más que don Antonio Monero, que los alojó en Barcelona, quiso darles; y aún debieran contarse aquellos que la munificencia de Roque Guinard no quiso robarles cuando cayeron en poder de su partida de bandoleros.

– Aquí comparecen, mujer-le dijo Sancho, poniéndolos en la mesa-, pero has de saber que la mayor parte de este dinero irá a parar a mi amigo Sansón Carrasco, y que no pienso trabajar en todo un año, el tiempo que he calculado puedan tomarme ciertos estudios y meditaciones acerca de la mudanza o no de mi estado.

La mueca de Teresa Panza al oír hablar de estudios al porro de su marido fue para no contarla, y a punto estuvo, del espasmo que la sacudió, de esparcir aquellos caudales por el suelo.

– Ay, Sancho; no te conozco. ¿Qué estás diciendo?

– No te apenes y no sufras, porque de aquí a un tiempo podremos doblar este dinero con lo que hay escondido no muy lejos de nuestra casa, y de lo que ahora no puedo decirte más sino que será mucho, y si lo hallamos será nuestro. Mientras, hazte cuenta de que esto ni es tuyo ni mío.

– ¿De quién si no?

– De la gramática.

– '¿Y ese tesoro?

– De quien lo encuentre.

– No te entiendo, Sancho. ¿Y tú de quién eres?

– ¿Ahora?

– Ahora -le apremió Teresa.

– Ahora yo ya no soy de nadie. Y podría decirte lo que Marcela: «Yo nací libre, y para vivir libre escogí la libertad de los campos».

– Ay, Dios, Sancho. No me asustes. ¿Y quién es esa Marcela? ¿Tu Dulcinea?

– No. Marcela es, como si dijéramos, una manera de hablar.

CAPITULO VIGÉSIMO TERCERO

Después de aquella conversación se fue Sancho a buscar al bachiller Sansón Carrasco, y quedó Teresa Panza inerte en su silla, donde se la encontró una hora más tarde, llorando, San-chica, su hija, que venía de pastorear media docena de pavos que había llevado a comer la hierba de un hontanar no lejano del pueblo.

– Ay, madre, ¿qué ha sucedido aquí?;Dónde está padre?-preguntó alarmadísima la muchacha, sabiendo cómo estaban las cosas en su casa y las últimas manías de su padre, a quien no había vuelto a ver hacer nada desde que se muriera don Quijote.

– A tu padre se le ha contagiado la locura de su amo, que Dios confunda en los infiernos, y acaba de decirme que piensa regalarse y darse al solaz y a la conversación, como un hidalgo, metido en no sé qué estudios, y él, que nunca ha sabido distinguir un buenas de un amén en toda su vida, quiere dar en gramático.

Sanchica no sabía lo que significaba la palabra gramática, pero le sonó a cáncer, y alarmada por el lloro de su madre, rompió a llorar amargamente.

– ¿Por qué todas las desgracias llueven sobre los pobres?

¿Qué pecado hemos cometido para que mi padre quiera ser gramata? Ya sabía que nada bueno podía sucederle, desde que después del entierro, donde la cogió buena, dio en no querer beber vino. ¿Y de qué viviremos, madre, todo este tiempo? ¿Dónde se quedó todo aquello de que iba a hacerme gobernadora y a casarme con un conde o un marqués? ¿Acaso mi padre cree que la vaca y el carnero los dan gratis en la tienda, y que el sastre da sus puntadas sin hilo? Tendré que trabajar de la mañana a la noche lavando lino o tejiéndolo, si no queremos morirnos de hambre. ¿Y no decía padre que había vuelto muy ganancioso de haber servido a don Quijote? ¿Dónde están esos dineros que dijo que traía? ¿Qué es ese dislate de ser ahora licenciado? Por su mal le nacieron alas a la hormiga. Y antes que lo piense, se habrá perdido, y doctores tiene la Santa Madre Iglesia. Pero calma, madre, que Dios proveerá. ¿No decía nuestro padre que venía esta vez muy cosido de dineros? El recuerdo de los dineros que había traído Sancho serenó a Teresa Panza en sus hipidos.

– ¿Dineros? -repitió abstraída-. ¿Quién sabe qué se harán?

Pero en su interior tomó la determinación Teresa de no dejarlos escapar, como no se abre solo el cepo que apresó al raposo.

Entre tanto, había llegado Sancho a casa del bachiller.

– ¿Y cómo en todo este tiempo ninguno hemos podido verte, Sancho? ¿Qué ha sido de tu vida? ¿Te cuesta encontrar un amo tan bueno como don Quijote?

– Como él no habrá ninguno. Y si he tardado tanto en salir de mi casa y en dejarme ver ha sido, quiero que lo sepáis, porque la decisión que había de tomar requería reposo y silencio. Sepa vuesa merced que el tiempo que serví a don Quijote me reportó algunos sueldos, con los que pienso pagar las lecciones que habéis de darme y yo recibir.

– No hables de dinero, Sancho, antes de que me digas qué lecciones son esas que he de dispensar con tanta acucia.

En breves palabras le expuso Sancho que venía pensando desde la muerte de su amo que la única manera de recordarlo, sería, para cuando le flojeara la memoria, leer en el libro donde se recogían sus comunes andanzas, y en el que, según le confirmó el propio Carrasco, debería estar ya impreso en ese momento, con las nuevas, y que él había pedido por carta a su librero en Salamanca.

Se asombró mucho el bachiller de esa pretensión del escudero, pero en su interior aceptó tomarlo como escolar, de modo que pudiera demostrar a su señor padre cómo sin ser clérigo alguien podía ganarse la vida abriendo un estudio en aquel pueblo, tan necesitado de él.

– ¿Y tú estás seguro, Sancho, de que no te avergonzarás al verte tratado como un párvulo, ni te correrás al no comprender a tu edad las cosas que tan fácilmente aprende un niño con sólo mirarlas?

Negó Sancho moviendo la cabeza, sin despegar los labios, con verdadera aplicación de neófito, pero luego añadió:

– No está tan duro el alcacel para zamponas; quiero decir, que hágame un agujero, sople y pitaré.

Su resolución era firme: quería aprender a leer. ¿Y cuándo concibió una idea que todos consideraron descabellada y algo presuntuosa?

Sin la menor duda, después de morir don Quijote. Nunca hasta entonces había mostrado el menor interés por las cuestiones literarias. Al contrario, se hubiera dicho que se sentía orgulloso de que únicamente con su buen sentido y su memoria para acordarse de las cosas que se le referían o los refranes que se le venían a la boca por docenas, pudiera tratar con todo el mundo, de duques a pastores.

No, y tampoco le importó que algunos en el pueblo se descosieran murmurando, tildándole de pedante y culterano, porque la noticia se extendió rápidamente por todas partes. Ni que Teresa Panza estuviera sin hablarle mientras duraron aquellas lecciones, aviniéndose de mala gana a ponerle la comida en la mesa, o que sus hijos evitaran en lo posible hallarse a solas ante él o que cuando esto ocurría se pusieran a llorar como ceporros.