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– ¿Usted estaba en ésa? -pregunté yo, escalando mi asombro.

– En la cuerda de presos estaba yo -dijo Cosme Estrada. -Y estaban también Leoncio Esquivel, que según esto había enterrado vivo al segundo de Antonio, y el papá de este hombre -señaló a Álvaro-, mi primo Álvaro López Estrada.

– Cuéntenos cómo se salvaron -suplicó Álvaro, con avidez infantil.

– Tú sabes cómo -dijo Cosme Estrada. -Te lo ha contado tu padre mil veces. Ve que se los cuente él.

– No me sabe en su boca -dijo Álvaro, jugueteando. -Ahora es la primera vez que la oigo de usted y es una historia nueva.

– Que te la complete entonces Antonio Bugarín -dijo Cosme Estrada. -A él le toca completarla más que a nadie.

Aligerados y altivos por los efectos del licor de dátil, salimos al atardecer de la notaría de Cosme Estrada para sumirnos, como todas las tardes, en la luz llana y dulce de la meseta.

– ¿Cuántos tíos faltan para completar la historia? -volví a preguntarle a Álvaro.

– Ya están todos los que son -dijo Álvaro. -Si quieres te la termino yo, pero creo que preferirás esperar a que te la cuente mi tío Antonio.

Acechamos a Antonio Bugarín los siguientes dos días en la plaza, para no forzar la situación yendo a buscarlo a su casa. Vivía con modestia que lindaba en la pobreza. Pero era un hombre orgulloso; resentía la humildad económica de su vejez y lo irritaban por igual la compasión y el desdén. Al tercer día, lo vimos venir por el fondo de la calle empedrada, caminando con dificultad, las piernas zambas y los tobillos reumáticos, pero el pecho y la cabeza erguidos como de quien posa para un cuadro y se alza con mal fingido orgullo ante el pintor.

– ¿Ya les contaron la historia de la barranca? -nos abordó en cuanto pudo quitarse el sombrero y poner, como tres días antes, el perfil sonrosado y aquilino frente al sol insensible y acariciador de la meseta.

– Nos contaron hasta el día del fusilamiento de los cristeros, un año nuevo -le dije, sin poder reprimir la prisa de mi curiosidad aplazada.

– No hubo fusilamiento -dijo Bugarín, cerrando los ojos ante el altar de calor donde se ofrendaba, helado por sus años.

– Queremos que nos cuente cómo no los fusiló -dijo Álvaro, usando ese usted familiar, común incluso entre marido y mujer en ciertas zonas duras de la geografía mexicana, sierras y pueblos fieles a su espejo diario, como quería López Velarde, cuyo terco presente es mero sueño de ayer, tiempo detenido con amores y muletas.

– ¿No les contaron eso? -descreyó Bugarín.

– Nos dijeron que usted debía contarlo -expliqué yo.

– ¿Quien les dijo? -murmuró Bugarín.

– Mi tío Cosme Estrada -dijo Álvaro.

– No los fusilé, porque abogaron por ellos -dijo Bugarín. -La mejor abogada del mundo abogó por ellos. Apenas los hicimos entrar por la calle mayor del pueblo, apenas los pusimos en los establos de la cárcel, porque no cabían en las celdas, y ya se estaba presentando ella a pedir que no los mataran.

– ¿Ella, la de la barranca? -pregunté.

– Ella -asintió, exhausto y suspirante, Bugarín. -Lloraba como una Magdalena, pidiendo. Por eso no los fusilé.

– ¿Lo conmovió a usted su llanto? -preguntó Álvaro.

– No, sobrino -dijo Bugarín. -No eran tiempos de conmoverse con los llantos de nadie.

– ¿Entonces? -siguió Álvaro.

– Entonces lo que pasa es que entendí, sobrino -dijo Bugarín.

– ¿Qué entendió? -preguntó Álvaro.

– Entendí lo que no había entendido. -Dijo Bugarín. -Les va a dar risa, pero hasta ese momento yo había pensado que iba a salirme con la mía, que le estaba ganando la partida a Dios. Cuando yo caí en la cárcel y ella vino a curarme y a traerme de comer, creí que la había ganado. Cuando vino la suspensión de cultos y supe que se casaba, pensé que lo había hecho por niña. Por miedo de quedarse soltera y sin varón, luego de haber escuchado toda la vida que mujer sin hombre mujer sin nombre, como se dice por aquí. La rabia que me dio aquel percance, no es para contarse. No pude desahogarme, ni tragar ese trago. Tanto no pude, que me fui enrareciendo y amargando. Y de ahí mismo fui tomando mi pleito con Dios. Así como suena. Pensé entre mí cuántas cosas imposibles no habían tenido que pasar para que se cerraran las iglesias y se suspendiera el culto aquí en Atolinga. Y para que esta tonta se casara con el primer jamelgo que le pasó por el frente. Entonces llegué a la conclusión que todo era una inmensa broma de Dios, una broma hecha contra mí, que así perdía lo único que de verdad me había importado en la vida, o sea, esa mujer por la que, sin querer, hasta había matado a mi mejor amigo. Luego vino la rebelión y quiso el mismo Dios que su jefe en esta zona, fuese el mismo que a mi mujer se había llevado. De modo que cuando el capitán Fernández vino a ofrecerme la libertad si hacía armas contra la rebelión, yo vi mi puerta. Y salí a vengarme de la broma de Dios. Dije entre mí: "Esto me has quitado, aquello te quitaré". Y hasta ese día en que entré con los cabecillas cristeros presos y en cuerda por las calles de Atolinga, siempre pensé lo mismo: "Esto me has quitado, esto te quitaré. Pusiste este matrimonio en mi camino, yo lo quitaré de mi camino. Una soltera te llevaste de mi lado, una viuda me regresaré para que viva conmigo". Pero entonces, la víspera del fusilamiento que iba a arreglar mis cuentas con Dios, ella vino a pedir.

Se puso de pie Antonio Bugarín y una gran sonrisa pobló su rostro de charro asturiano: – ¿Y por qué vino a pedir esta mujer? -nos preguntó, ajustándose el pantalón sobre las caderas y las ingles. – ¿Vino a pedir que yo no me manchara más las manos con sangre inocente? No. ¿Vino a pedir que no violara más el santo mandamiento que prohíbe matar a nuestro prójimo? Tampoco. ¿Vino a pedir por los parientes cristeros que habían caído en la recua y que luchaban limpiamente por su causa? No, mis amigos. Por ninguna de esas cosas vino a pedir. Ni por la caridad cristiana, ni por los lazos familiares que nos unían con casi todos los sentenciados. Vino a pedir por su hombre, mis amigos. Vino a pedir por su marido, por su amor. Y me dijo: "Mata a los que quieras si tienes que hacerlo, al cura de Tlaltenango si tienes que hacerlo, síguete manchando las manos de sangre y tocando con ellas las puertas del infierno, si eso te hace feliz". Eso me dijo: "Pero no mates a mi marido, que es lo único que he querido en este mundo y es lo único que puede mantenerme viva en este mundo. Si lo matas mañana en la plaza, mátame con él". Entonces entendí. Nada quería en la vida esa mujer, ni a Cristo Rey ni a Antonio Bugarín, que no fuera el amor de ese jefe cristero.

Calló Bugarín y se quedó de pie con los brazos en jarras, mirando el confín de Atolinga por las guías de la calle que daba a la plaza de armas.

– ¿Quién era el jefe cristero? -pregunté.

– No era otro que mi primo Cosme Estrada -dijo Bugarín.

– ¿El notario? -pregunté yo.

– El letrado -dijo Antonio Bugarín.

Volteé a mirar a Álvaro y reconocí en el brillo exultante de su rostro hasta qué punto había cumplido su designio narrativo de llevarme por un laberinto transparente, cuyas paredes sólo eran opacas e infranqueables para mí.

Nos quedamos en silencio un largo rato, como si el peso de la revelación que yo alcanzaba nos envolviera a los tres, con el aura reverencial de su misterio.

– Los solté a todos -dijo Bugarín, al final de ese vacío. -Menos al cura de Tlaltenango. Y luego me dediqué a cazar curitas y a cebarlos en la cárcel y a llevarlos a dar misa ora aquí, ora allá. Así esperamos todos aquí arriba que acabaran las guerras allá abajo, haciéndonos los buenos disimulados. Con los años, por todo el país pasó lo mismo.

– Así fue -dije yo, fijo todavía en el espesor de mi silencio.

– De modo que les pusimos el ejemplo -presumió Bugarín.

Volvió a sentarse en el banco de la plaza y extendió otra vez su perfil al sol acariciante de la meseta, cerrando los ojos, la boca, la memoria. Nos quedamos unos minutos haciendo lo mismo y luego nos retiramos sin decir palabra.