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Chabela trajo los platones de carne y una fuente de frijoles.

– Traiga cecina también -le pidió Cosme Estrada. -Y un poco de crema, con las rajas de ayer.

– Habló usted de un malentendido -le dije, cuando engullimos el primer taco.

– El peor de todos -dijo Cosme Estrada. -Todo el tiempo que tardó en reponerse Bugarín en la cárcel, la mujer se mantuvo junto a él curándole la herida y llevándole de comer. Estaba corroída por la culpa de haber ocasionado esa tragedia, nada más. Pero algo en el cerebro de Bugarín, como antes en el de su amigo, lo llevó a creer que la mujer se le estaba brindando. Y que habría de esperarlo a que saliera de las rejas, para hacer su vida juntos. Aquellos cuidados no decían sentimientos de amor, sino de penitencia cristiana, ¿me entiende usted? Esa es una cosa que el mismo pueblo de Atolinga tardó en entender. La abnegación cristiana linda con la pasión amorosa. Vea usted las miradas de los santos en las iglesias. Si no supiéramos lo que expresan, podríamos decir que están teniendo clímax amorosos, dicho sea con todo respeto a nuestros santos. El caso es que Antonio vivió en ese malentendido casi un año, hasta la fecha que cambió nuestras vidas, la de él, la nuestra y la de toda la grey de la meseta. Esa fecha no fue otra que la del 31 de julio del año de 1926.

– ¿Por qué esa fecha? -pregunté yo.

– En esa fecha se suspendieron los cultos en todo el país -explicó Cosme Estrada. -Nadie puede imaginar ahora lo que fue esa noche para la grey católica y para los católicos de Atolinga. Desde días antes había estado llegando la gente a la parroquia, a fin de arreglar sus conciencias. De todos los ranchos vecinos acudía el pueblo pálido, triste, callado, en busca del confesor para decir sus pecados, del señor cura para adelantar sus sacramentos. Venían los que tenían hijos sin bautismo o primera comunión, los que estaban pendientes de ser confirmados, los que llevaban años viviendo sin la bendición del señor. Se formaban colas ante los confesionarios, había tumultos en la sacristía para arreglar los pendientes con el cielo. Porque estaba en el ánimo de todos que había llegado el fin del mundo y que no habría más casa de Dios en la tierra. Como es natural, también se aceleraron las nupcias de muchas parejas. Se casaron en esos días todos los solteros y las solteras de Atolinga que estaban comprometidos, y hasta algunos que no. Bueno, la mujer que había atendido a Bugarín por penitencia cristiana y le seguía enviando cosas por bondad, llamó a su prometido al altar y se casaron, sin pompa, pero con una dicha pura, concentrada por la desgracia, precisamente el 31 de julio. No hubo quien durmiera esa noche. Terminó la misa y se dio como despedida la bendición con el Santísimo Sacramento, luego de lo cual quedó el templo a oscuras y empezó a retirarse la gente, bañada en lágrimas, en medio de las tinieblas. Y unas mujeres gritando: "Huérfanas somos, sin padre nos hemos quedado". Nadie durmió esa noche, pero menos que nadie Antonio Bugarín, que gritó sin parar su desgracia y su despecho por la boda de la mujer que había creído suya y que sin querer, eso sí, le había marcado la vida. Tres días después de esa noche abominable, el gobierno dio instrucción de que se cerraran también los templos y de que se persiguiera el culto practicado dentro y fuera de ellos. Entonces sí vino la cólera de la gente, la desesperación de la gente. Porque, aunque no hubiera sacerdotes ni misas en las iglesias, que estuvieran abiertas era un consuelo. La gente entraba sola a rezar y sentía que estaba en la casa de Dios. Cuando los soldados tomaron las iglesias y los policías ahuyentaron a los fieles, ese fue el momento en que los católicos decidieron alzarse y pelear contra el gobierno. Fue el verdadero principio de la Cristera. Al menos en Atolinga, así fue.

– Se alzó la gente -dije, en forma mecánica, para dar fe de mi atención a su relato.

– Nos alzamos -dijo Cosme, incluyéndose sin vanagloria en el incendio. -Y antes de que tuvieran a bien darnos el santo y seña, ya teníamos la meseta en nuestras manos: del cañón a la escarpa y del lindero occidental a las goteras del pueblo de Atolinga. Como si una mano invisible guiara las cosas, como si fuéramos sus soldaditos de plomo y nos hubiera puesto a todos de un lado, con un fusil en la mano, y del otro lado a nadie, salvo a la guarnición militar de Atolinga y al capitán que llegó con un pelotón de pelones a defender el pueblo. En cuanto vio la situación, el capitán mandó decir que estaba la causa perdida. Pero le regresaron por el telégrafo un mensaje diciéndole que la caída del pueblo sería juzgada por el ejército como deserción y los fusilarían a todos. Pensando en cómo salvar el pellejo fue que el capitán dio con la cólera santa de Antonio Bugarín, una rabia digna de la nuestra, que tampoco era de este mundo.

– ¿Rabia contra los cristeros? -pregunté.

– Contra el jefe de los cristeros en la región -respondió Cosme Estrada.

– ¿Por qué contra el jefe? -pregunté.

– Porque fue hecho jefe de los cristeros de Atolinga el mismo hombre a quien la mujer ansiada por Bugarín llevó al altar -dijo Cosme Estrada.

Echó la servilleta sobre la mesa, para dar por terminada su comida y se la quedó viendo, como quien mira el aleph.

– Era la mano invisible que jugaba con nosotros -dijo, con voz ronca, perdido aún en ese punto de la nada. -Como si fuéramos sus soldaditos, sus criaturas de papel y hubiera decidido incendiarnos. Lo merecíamos quizá, aunque no alcanzo a pensar cómo. O quizá sólo estaba aburrido, como los niños que un día tiran sus juguetes al fuego por ninguna razón, porque son sus juguetes, porque es su soberana voluntad. Tráenos licor de dátil, Chabela -le pidió a Chabela, que hacía rato estaba sentada atrás de nuestra mesa, en su propio equipal, escuchando la historia.

– ¿Y qué hizo el capitán para salvarse? -quiso saber Álvaro.

– Pues, sobre todo, descubrió el tamaño de la ira de Antonio Bugarín -dijo Cosme, luego de sonarse las narices, irritadas por el chile, con su paliacate rojo. -Y le propuso el famoso pacto de las rejas. Fue un pacto muy sencillo: "Si estás dispuesto a pelear contra la cristianada", le dijo el capitán a Bugarín, "te dejo libre y te doy un grado del ejército". "No hace faltan grados", le contestó Bugarín al capitán. "Yo salgo a pelear contra esa gente, aunque me encierres después de nueva cuenta". "Tengo poco parque y poca gente", le dijo el capitán. "Dame el parque que tengas", dijo Antonio Bugarín. "De la gente me encargo yo". Y así fue.

– ¿Cómo fue? -dije yo.

– Se hizo cargo de su gente -repitió Cosme Estrada, ofreciéndonos unos dedales de licor de dátil que él mismo preparaba. -Y de la nuestra también. Antes de que nos diéramos cuenta, teníamos enfrente a la partida de Antonio, barriéndonos ranchería por ranchería. No sabíamos cómo y lo teníamos ya encima, repartiendo tiros y muertes. Él empezó a colgar cristeros en los pirús de la meseta, luego que la partida de Leoncio Esquivel enterró vivo a un lugarteniente de Bugarín. Luego dijeron que lo habían dado por muerto y por eso lo enterraron. Pero la verdad parece ser que lo enterraron vivo a sabiendas, aprovechando que en una emboscada lo habían tirado del caballo y se quedó desmayado en el suelo. El caso es que Bugarín limpió la meseta en tres meses. Respetó mujeres y niños, pero ni un cristiano más. Fue en verdad, como dijeron entonces, el azote de Dios. Yo digo para mí que era también portador de la ira divina, igual que nosotros: soldaditos todos de la mano invisible. No importa. Por fin, cerca de la Nochebuena, un día Antonio cayó con su partida sobre el grupo de cristeros que mandaba su rival, el que él pensaba su rival, y los trajo atados a una cuerda, caminando en la madrugada, hasta el pueblo de Atolinga. Entraron al pueblo al amanecer, llagados, casi muertos. Los dejó recuperarse en la cárcel donde él mismo había estado y se dispuso a fusilarlos en público, en la mismísima plaza de armas, un domingo de año nuevo, a las doce del día, para que todo el mundo viera. Tenía también preso al cura de Tlaltenango, que lo había atrapado dando misa y repartiendo fusiles en las rancherías del ojo de agua, y lo puso también en el orden del día. Como quien anuncia una corrida de toros: "Toreará también Rodolfo Gaona", así anunció Bugarín: "Morirá fusilado también el cura de Tlaltenango". Cómo nos salvamos de ésa, es cosa que no me toca contar a mí.