Изменить стиль страницы

Al día siguiente de la batalla, San Román supo que su rival también había huido y, una vez más, dio media vuelta y llevó su tropa a ocupar Arequipa. El general Nieto había tenido tiempo de entrar a la ciudad, dejar a los heridos en iglesias y hospitales, y, con lo que quedaba de ejército, emprender una retirada rumbo a la costa. Florita despidió a su primo, el coronel Clemente Althaus, con lágrimas en los ojos. Sospechabas que no verías más a ese querido rubio bárbaro. Tú misma ayudaste a prepararle su equipaje, con mudas nuevas, té, vino de Burdeos y bolsas de azúcar, chocolate y pan.

Cuando, veinticuatro horas después, los soldados del general San Román, involuntario triunfador de la batalla de Cangallo, entraron a Arequipa, no se produjo el temido saqueo. Una comisión de notables que presidía don Pío Tristán los recibió con banderas y banda de músicos. En prueba de su solidaridad con el ejército vencedor, don Pío entregó al coronel Bernardo Escudero un donativo de dos mil pesos para la causa gamarrista.

¿Se prendó de ti el coronel Escudero, Andaluza? Estabas segura de que sí. ¿Y tú te prendas te también de él, verdad? Bueno, tal vez. Pero el buen juicio te contuvo a tiempo. Todas las voces decían que, desde hacía tres años, Escudero no sólo era el secretario, adjunto, edecán, sino también el amante de ese sorprendente personaje femenino, doña Francisca Zubiaga de Gamarra, llamada doña Pancha o la Mariscala, y, por sus enemigos, la Virago, esposa del mariscal Agustín Gamarra, ex presidente del Perú, caudillo y conspirador profesional.

¿Cuál era la verdadera historia y cuál el mito de la Mariscala? Nunca lo averiguarías, Florita. Ese personaje te fascinó, te encendió la imaginación como nadie antes, y, acaso, la aguerrida imagen de esa mujer que parecía salida de una novela, hizo nacer en ti la decisión y la fuerza interior capaces de transformarte en un ser tan libre y resuelto como entonces sólo estaba permitido serlo a un hombre. La Mariscala lo había conseguido: ¿por qué Flora Tristán no? Debía ser de tu misma edad cuando la conociste, frisar los treinta y tres o treinta y cuatro años. Era cusqueña, hija de español y peruana, a quien Agustín Gamarra, héroe de la independencia del Perú -luchó junto a Sucre en la batalla de Ayacucho-, conoció en un convento limeño, donde sus padres la tenían recluida. La muchacha, prendada de él, escapó del claustro, para seguirlo. Se casaron en el Cusco, donde Gamarra era prefecto. La veinteañera no fue la esposa hogareña, pasiva, doméstica y reproductora que eran (y se esperaba que fueran) las damas peruanas. Fue la colaboradora más eficaz de su marido, su cerebro y su brazo en todo: la actividad política, social, e, incluso -esto enriquecía sobre todo su leyenda-, militar. Lo reemplazaba en la prefectura del Cusco cuando él salía de viaje y, en una de esas ocasiones, aplastó una conspiración, presentándose en el cuartel de los conspiradores vestida de oficial, con una bolsa de dinero y una pistola cargada en las manos: «¿Qué eligen? ¿Rendirse y repartirse esta bolsa o pelear?». Prefirieron rendirse. Más inteligente, más valerosa, más ambiciosa y audaz que el general Gamarra, doña Pancha cabalgaba junto a su marido, montando a caballo siempre con botas, pantalón y guerrera, y participaba en los combates y refriegas como el más arrojado combatiente. Se hizo famosa por su excelente puntería. Durante el conflicto con Bolivia, fue ella, al frente de la tropa, con su osadía ilimitada y su coraje temerario, la vencedora de la batalla de Paria. Luego de la victoria, festejó con sus soldados bailando huaynos y bebiendo chicha. Hablaba con ellos en quechua y sabía carajear. A partir de entonces, su influencia sobre el general Gamarra fue total. En los tres años que éste ocupóla presidencia del Perú, el verdadero poder lo ejerció doña Pancha. Se le atribuían intrigas y crueldades inauditas contra sus enemigos, pues su falta de escrúpulos y de freno eran tan grandes como su valor. Se decía que tenía muchos amantes y que, alternativamente, los mimaba o maltrataba como si fueran muñequitos, perros falderos.

De todas las anécdotas que se contaban de ella, había dos que no olvidabas, porque, ¿verdad, Florita?, de las dos te hubiera encantado ser la protagonista. La Mariscala visitaba, en representación del presidente, las instalaciones del Fuerte Real Felipe, en el Callao. De pronto, entre los oficiales que le rendían honores, descubrió a uno que, según habladurías, se jactaba de ser su amante. Sin dudado un segundo, se precipitó sobre él y le marcó la cara de un fustazo. Luego, sin bajarse del caballo, con sus propias manos le arrancó los galones:

– Usted no hubiera podido ser nunca mi amante, capitán -lo increpó-. Yo no me acuesto con cobardes.

La otra historia ocurría en palacio. Doña Pancha ofreció una cena a cuatro oficiales del ejército. La Mariscala fue una anfitriona encantadora, bromeando con sus invitados y atendiéndolos con exquisita cortesía. A la hora del café y el cigarro, despachó a los criados. Cerró las puertas y encaró a uno de sus huéspedes, adoptando la voz fría y la mirada despiadada de sus cóleras:

– ¿Ha dicho usted, a estos tres amigos suyos aquí presentes, que está cansado de ser mi amante? Si ellos lo han calumniado, usted y yo les daremos su merecido. Pero, si es cierto, y, al ver su palidez me temo que lo sea, estos oficiales y yo vamos a romperle el lomo a latigazos.

Sí, Florita, aquella cusqueña, que padecía de tanto en tanto esos ataques de epilepsia -uno de los cuales te tocó presenciar-, que, sumados a sus derrotas y padecimientos, acabarían con ella antes de que cumpliera treinta y cinco años, te dio una inolvidable lección. Había, pues, mujeres -y, una de ellas, en ese país atrasado, inculto, a medio hacer, en un lejano confín del mundo que no se dejaban humillar, ni tratar como siervas, que conseguían hacerse respetar. Que valían por sí mismas, no como apéndices del varón, incluso a la hora de manejar el látigo o disparar las pistolas. ¿Era el coronel Bernardo Escudero amante de la Mariscala? Este español aventurero, venido al Perú igual que Clemente Althaus a enrolarse como mercenario en las guerras intestinas a ver si así hacía fortuna, era, desde hacía tres años, la sombra de doña Pancha. Cuando Florita se lo preguntó, a boca de jarro, lo negó, indignado: ¡calumnias de los enemigos de la señora de Gamarra, por supuesto! Pero tú no quedaste muy convencida.

Escudero no era apuesto, aunque sí muy atractivo. Delgado, risueño, galante, tenía más lecturas y mundo que los hombres que la rodeaban y Flora lo pasó muy bien con él aquellos días, cuando Arequipa se acomodaba, a regañadientes, a la ocupación de las tropas de San Román. Se veían mañana y tarde, hacían paseos a caballo por Tiabaya, a las fuentes termales de Yura, a las faldas del Misti, volcán tutelar de la ciudad. Flora lo acosaba a preguntas sobre doña Pancha Gamarra y sobre Lima y los limeños. Él respondía con infinita paciencia y derrochando ingenio. Sus comentarios eran inteligentes y su galantería refinada. Un hombre que desbordaba simpatía. ¿Y si te casabas con el coronel Bernardo Escudero, Florita? ¿Y si, casada Pancha Gamarra con el Mariscal, te convertías en el poder detrás del trono, para, desde allí arriba, usando la inteligencia y la fuerza a la vez, hacer esas reformas que necesitaba la sociedad a fin de que las mujeres no siguieran siendo esclavas de los hombres?

No fue una fantasía pasajera. Esa tentación -casarte con Escudero, quedarte en el Perú, ser una segunda Mariscala- se apoderó de ti al extremo de inducirte a coquetear con el coronel, como nunca lo habías hecho antes con varón alguno, ni lo harías después, decidida a seducirlo. El incauto cayó en tus redes, en un dos por tres. Cerrando los ojos -había empezado a correr una brisa que atenuaba el calor del ardiente verano de Nimes- revivió aquella sobremesa. Bernardo y ella solos, en la casa de los Tristán. Sus palabras resonaban en la alta bóveda. De pronto, el coronel le cogió la mano y se la llevó a la boca, muy serio: «La amo, Flora. Estoy loco por usted. Puede hacer conmigo lo que quiera. Déjeme estar siempre a sus pies». ¿Te sentiste feliz con ese rápido triunfo? En el primer momento, sí. Tus ambiciosos planes comenzaban a hacerse realidad, y a qué prisa. Pero, un rato después, cuando, al retirarse, en el oscuro zaguán de la casa de Santo Domingo el coronel te tomó en sus brazos, te estrechó contra su cuerpo y te buscó la boca, se rompió el hechizo. ¡No, no, Dios mío, qué locura! ¡Nunca, nunca! ¿Volver a aquello? ¿Sentir, en las noches, que un cuerpo velludo, sudoroso, se montaba sobre ti y te cabalgaba como a una yegua? La pesadilla reapareció en tu memoria, aterrándote. ¡Ni por todo el oro del mundo, Florita! Al día siguiente comunicaste a tu tío que querías regresar a Francia. Y, el 25 de abril, ante la sorpresa de Escudero, te despedías de Arequipa. Aprovechando la caravana de un comerciante inglés, partías rumbo a Islay, y, luego, a Lima, donde, dos meses después, tomarías el barco de regreso a Europa.