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Nunca le dijiste una palabra de amor, ni le hiciste la menor insinuación. ¿Porque era demasiado jovencita, porque le doblabas la edad? Por una extraña autocensura moral, más bien. La premonición de que enamorándola ensuciarías su integridad, su hermosura espiritual. Por eso, disimulaste, posando de hermano mayor, que aconseja, desde la experiencia, a la niña que da sus primeros pasos en el mundo adulto. No todos habían reprimido los sentimientos que inspiraba la belleza glauca de Madeleineo Charles Laval, por ejemplo. ¿La había enamorado ya aquel tibio verano de 1888, recitándole versos de amor, mientras tú, en tu cuartito, dabas forma y color a La visión después del sermón? ¿Vivieron una hermosa pasión Charles y Madeleine? Ojalá. Triste que murieran tan jóvenes, a un año de distancia, y, ella, en esa tierra exótica de Egipto, tan lejos de la suya. Como morirás tú, Paul.

Esas experiencias, Los miserables, el amor puro a Madeleine, las discusiones con sus amigos pintores en los que el tema religioso aparecía con frecuencia -igual que Émile Bernard, el holandés Jacob Meyer de Haan, judío convertido al catolicismo, vivía obsesionado con la mística-, fueron decisivas para que pintaras La visión después del sermón. Al terminarlo, estuviste varias noches desvelado, escribiendo, a la luz del minúsculo quinqué del dormitorio, cartas a los amigos. Les decías que por fin habías alcanzado aquella simplicidad rústica y supersticiosa de las gentes comunes, que no distinguían bien, en sus vidas sencillas y en sus creencias antiguas, la realidad del sueño, la verdad de la fantasía, la observación de la visión. A Schuff, al Holandés Loco, les aseguraste que La visión después del sermón dinamitaba el realismo, inaugurando una época en la que el arte, en vez de imitar al mundo natural, se abstraería de la vida inmediata mediante el sueño y, de este modo, seguiría el ejemplo del Divino Maestro, haciendo lo que él hizo: crear. Ésa era la obligación del artista: crear, no imitar. En adelante, los artistas, liberados de ataduras serviles, podrían osarlo todo en su empeño de crear mundos distintos al real.

¿A qué manos habría ido a parar La visión después del sermón? En la subasta en el Hotel Drouot el domingo 22 de febrero de 1891 para reunir fondos que te permitieran tu primera venida a Tahití, La visión después del sermón fue el cuadro por el que se pagó más, cerca de novecientos francos. ¿En qué comedor burgués parisino languidecería ahora? Tú querías para La visión después del sermón un entorno religioso, y ofreciste regalárselo a la iglesia de Pont-Aven. El párroco lo rechazó, alegando que esos colores -¿dónde había en Bretaña una tierra color sangre?- conspiraban contra el recato debido a los lugares de culto. Y también lo rechazó, aún más enojado, el párroco de Nizon, alegando que un cuadro así causaría incredulidad y escándalo en los feligreses.

Cuánto habían cambiado para ti las cosas, Paul, en estos doce años, desde que escribías al buen Schuff: «Resueltos los problemas del coito y la higiene, y pudiendo concentrarme en el trabajo con total independencia, mi vida está resuelta». Nunca estuvo resuelta, Paul. Tampoco ahora, aunque, debido a tus artículos, dibujos y caricaturas en Les Guepes, se hubiera acabado la angustia de no saber si al día siguiente podrías comer. Ahora, gracias a François Cardella y a sus compinches del Partido Católico podías comer y beber con una regularidad que no habías conocido en todos los años de Tahití. Con mucha frecuencia, el poderoso Cardella te invitaba a su imponente mansión de dos pisos, con terrazas de barandas labradas y un anchísimo jardín protegido por una verja de madera, de la rue Bréa y a las tertulias políticas en su farmacia de la rue de Rivoli. ¿Estabas contento? No. Estabas amargo y harto. ¿Porque hacía más de un año que no pintabas ni una simple acuarela ni tallabas un minúsculo tupapau? Tal vez sí, tal vez no. ¿Qué sentido tenía seguir pintando? Ahora sabías que todas las obras dignas de durar formaban parte de tu historia pasada. ¿Coger los pinceles para producir testimonios de tu decadencia y tu ruina? Mierda, no.

Preferible volcar todo lo que quedaba en ti de creatividad y de beligerancia, en Les Guépes, atacando a los funcionarios enviados desde París, a los protestantes y a los chinos que tantos dolores de cabeza daban al corso Cardella y sus amigos. ¿Tenías, a veces, remordimientos por haberte convertido en un mercenario al servicio de gentes que antes te despreciaban y a las que considerabas despreciables? No. Habías decidido hacía muchos años que para ser un artista era indispensable sacudirse toda clase de prejuicios burgueses, y los remordimientos eran uno de esos lastres. ¿Se arrepentía el tigre de las dentelladas al gamo con que se alimenta? ¿La cobra, al hipnotizar y tragarse vivo a un pajarillo, tiene escrúpulos? Ni siquiera cuando, en uno de los primeros números de Les Guepes, en abril o mayo de 1899, lanzaste con bombos y platillos la delirante especie, tomada de una invención de Pierre Loti, en Le mariage de Loti, la novela que entusiasmó tanto al Holandés Loco, que los chinos habían traído la lepra a Tahití, tuviste un solo remordimiento por propagar esa calumnia.

– Una buena puta hace bien su trabajo, mi querido Pierre -deliró, sin fuerzas para levantarse-. Yo soy una buena puta, atrévete a negarlo.

Le respondió un ronquido profundo de Pierre Levergos. De nuevo las nubes habían cubierto la luna y se hallaban en una oscuridad intermitente, interrumpida por brillos de luciérnagas.

La abuela Flora no hubiera aprobado lo que hacías, Paul. Por supuesto que no. Esa loca marisabidilla hubiera estado del lado de la justicia y no de Frans;ois Cardella, el principal productor de ron de la Polinesia. ¿Cuál era la justicia en esta isla de porquería que se asemejaba cada vez menos al mundo de los antiguos maoríes y cada vez más a la putrefacta Francia? La abuela Flora hubiera tratado de averiguar dónde estaba la justicia, entrometiendo su naricita en ese dédalo de querellas, intrigas, intereses sórdidos disfrazados de altruismo, para dar un veredicto fulminante. ¡Por eso habías muerto con sólo cuarenta y un años, abuela! Él, en cambio, que se cagaba en la justicia, había vivido ya cincuenta y tres, doce más que la abuela Flora. No durarías mucho más, Paul. Bah, para lo que de veras importaba, la belleza y el arte, tu biografía estaba terminada.

Cuando, al amanecer del día siguiente, lo despertó un chaparrón que le caló los huesos, seguía en la misma silla, a la intemperie, con una fuerte tortícolis por la postura de su cabeza. Pierre Levergos había partido en algún momento de la noche. Dejó que la lluvia lo despertara del todo y se arrastró al interior de la cabaña, a tumbarse en su cama y dormir hasta el mediodía. Pau'ura y el niño habían salido.

Desde que había dejado de pintar, ya no madrugaba como antes. Retozaba hasta muy entrada la mañana y luego iba a tomar el carro público a Papeete, donde permanecía hasta la noche, preparando el próximo número de Les Cueles. La revista era mensual y constaba de cuatro páginas, pero como todo lo que aparecía en ella salía de sus manos -artículos, caricaturas, dibujos, versitos festivos, burlas y chismes, chascarrillos- cada número le significaba mucho trabajo. Además, llevaba los materiales a la imprenta, corregía los colores, las pruebas, la impresión, y comprobaba que la revista llegara a los suscriptores y lugares públicos. Todo aquello lo divertía y se entregaba a ese trabajo con entusiasmo. Pero lo aburrían las constantes reuniones con François Cardella y sus amigos del Partido Católico, que costeaban la revista y le pagaban. Estaban siempre fastidiándolo con consejos que eran órdenes disimuladas. Y se permitían hacerle reproches, por excederse en las críticas a Galleto por no haber sido lo bastante virulento. A veces, los escuchaba resignado, pensando en otra cosa. Otras, perdía la paciencia, echaba interjecciones, y en dos ocasiones les ofreció la renuncia. No se la aceptaron. Con quién iban a reemplazarlo estos chuscos que apenas eran capaces de garabatear una carta.