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Sin embargo, muchas afirmaciones contundentes del amable y compasivo Fourier terminaron por alarmada. Asegurar: «Yo solo he conseguido confundir veinte siglos de imbecilidad política» era exagerado. El maestro presentaba como verdades científicas afirmaciones inverificables: que el mundo duraría, exactamente, ochenta mil años, y que, en ese tiempo, cada alma humana transmigraría ochocientas diez veces entre la Tierra y otros planetas, y viviría mil seiscientas veintiséis existencias diferentes. ¿Era eso ciencia o brujería? ¿No resultaba estrafalario? Por lo mismo, aunque sabía que sus conocimientos no igualaban ni de lejos los del fundador de la doctrina fourierista, se decía a sí misma que su propuesta de Unión Obrera era, precisamente por ser más modesta, más realista que la falansteriana.

Después de la visita al barrio de las rameras, fue aún peor recorrer La Antigualla, el hospital de locos y de prostitutas portadoras de enfermedades vergonzosas. U nos y otras andaban mezclados, entre los celadores embrutecidos y perversos, que molían a golpes a los locos que se paseaban semidesnudos y encadenados en un patio lleno de inmundicias, entre nubes de moscas, cuando chillaban demasiado. En los rincones, unas ruinas de mujeres escupían sangre o mostraban las pústulas de la sífilis, mientras trataban de entonar cánticos religiosos bajo la batuta de las hermanas de la Caridad, encargadas de la enfermería. El director del hospital, hombre amable, de ideas modernas, reconoció a Flora que, en la mayoría de los casos, la miseria había causado la enajenación de esos infelices.

– Lógico, doctor. ¿Sabe usted cuánto gana una obrera, en Lyon, por catorce o quince horas en el taller? Cincuenta centavos. La tercera o cuarta parte que el obrero, por el mismo trabajo. ¿Quién vive con eso al día, si tiene hijos que alimentar? Por eso muchas recurren a la prostitución, y acaban locas.

– Que no la oigan las hermanas -bajó la voz el doctor-. Para ellas la locura castiga el vicio. Su teoría les parecería poco cristiana.

No sólo en La Antigualla encontró Flora sacerdotes y religiosas. Estaban por todas partes. Lyon, ciudad de obreros revolucionarios, era, también, una ciudad clerical, que apestaba a incienso y sacristía. Entró y salió de muchas iglesias, llenas de pobres gentes fanatizadas, de rodillas, rezando o escuchando, sumisas, las asnerías oscurantistas que derramaban sobre ellas unos curas predicadores de la resignación y la servidumbre al poderoso. Lo más triste era comprobar que los pobres eran la inmensa mayoría de fieles. Para estudiar el fetichismo, subió, medio asfixiada por el esfuerzo, al pico más alto de Lyon, donde, en una pequeña capilla, se rendía culto a Notre Dame de Fourviere. La fealdad de la imagen la impresionó menos que el espectáculo de abyecta idolatría con que la masa de feligreses que habían subido como ella se empujaba y codeaba para acercarse y de rodillas tocar con la punta de los dedos la urna de la Virgen. ¡ La Edad Media, en el corazón de una de las ciudades más industrializadas y modernas del mundo!

De regreso al centro de Lyon, a medio camino de la montaña, trató de visitar un Depósito de Mendigos donde los pobres ancianos sin casa ni empleo podían refugiarse y obtener un techo, un plato de sopa y un entierro cristiano. No logró entrar. El local estaba custodiado por gendarmes con mosquetes. Divisó, por las rejas, a las hermanas de la Caridad, que tenían también, en la ciudad, escuelas para pobres. ¡Cuándo no! Hábitos y guardias brazo con brazo, para tener atrapados a los pobres, de la niñez a la ancianidad, a fin de enseñarles la sumisión con rezos y sermones, o imponiéndosela por la fuerza.

Qué distintas eran, en comparación con estas visitas de estudio, las reuniones con pequeños grupos de canutos de las sederías y demás obreros lioneses. A veces, las discusiones resultaban violentas. Flora salía de ellas fortalecida en sus convicciones, recompensada en sus esfuerzos. Una noche, en una reunión con obreros icarianos, seguidores de Étienne Cabet, cuya novela Viaje por ¡caria había reclutado en la región muchos seguidores para sus doctrinas llamadas comunistas, en medio de una fogosa polémica Flora se desmayó. Cuando abrió los ojos era el amanecer. Había pasado la noche en un taller de tejedores, tumbada en el suelo. Los obreros que dormían allí, se turnaron para cuidada, sobándole las manos y mojándole la frente. A una de las obreras, Eléonore Blanc, la había visto en otras reuniones. Flora advirtió en ella, además de la devoción con que la escuchaba, una mente muy ágil. Un pálpito le dijo que esta mujer todavía joven podía ser una de las dirigentes de la Unión Obrera en Lyon. La invitó al Hotel de Milan, a tomar el té. Conversaron varias horas, bajo las plácidas miradas de los policías encargados de vigilada. Sí, Eléonore Blanc era una mujer excepcional y formaría parte del comité organizador de la Unión Obrera de Lyon.

Cuando la llamó el juez de instrucción, su popularidad en Lyon era aún más grande. La gente la rodeaba en la calle, y, aunque algunos burgueses le torcían los ojos y algunas burguesas osaban decide «Lárguese de aquí y déjenos en paz», la mayoría la saludaba con palabras amables. Tal vez esa popularidad hizo que el juez de instrucción, monsieur François Demi, decretara, luego de interrogada dos horas -una amable conversación-, que no había lugar a proceso y que la policía le devolviera los papeles incautados.

«Estas últimas semanas he estado sencillamente soberbia», se dijo Flora, al recobrar sus cuadernos, cartas y agendas, que el propio comisario Bardoz le entregó, disgustado. Sí, sí, Florita. En cinco semanas en Lyon habías hecho apostolado ante centenares de obreros, enriquecido tus estudios sociales sobre la injusticia, instalado un comité de quince personas, y, por sugerencia de los propios trabajadores, se hallaba en marcha una tercera edición de La Unión Obrera , que se vendería a un precio muy bajo, de modo que estuviera al alcance de los bolsillos más humildes.

Su palabra llegó incluso al corazón del enemigo, la Iglesia. La última reunión que tuvo en la región fue sorprendente. Con mucho secreto, unos curas que vivían en comunidad, en Oullins, bajo la dirección del abate Guillemain de Bordeaux, la invitaron a visitarlos, pues «compartían con ella muchas ideas». Fue por curiosidad, sin esperar gran cosa del encuentro. Pero, para su asombro, en el castillo de Perron, en Oullins, la recibió un grupo de religiosos revolucionarios. Se llamaban a sí mismos «los curas rebeldes». Habían leído y discutido a Proudhon, Saint-Simon, CabeTy Fourier. Pero su guía y mentor era el padre Lamennais de la última época, el sacerdote rechazado por el Vaticano, el partidario de la República, adversario y fustigador de la monarquía y la burguesía, defensor de la libertad de cultos y de reformas sociales. Como Saint-Simon y como Flora, estos «curas rebeldes» creían que la revolución debía conservar a Cristo y a un cristianismo no corrompido por el autoritarismo de la Iglesia ni las prebendas del poder. La velada resultó entretenida y Flora se despidió de los curas rebeldes diciéndoles que también habría sitio para ellos en la Unión Obrera, y aconsejándoles, medio en broma medio en serio, que, ya que habían dado tantos buenos pasos, dieran uno más y se insubordinaran contra el celibato eclesiástico.

La separación de Eléonore Blanc, el día de su partida, fue penosa. La muchacha rompió en llanto. Flora la abrazó, diciéndole al oído algo que, mientras lo decía, la asustó: «Eléonore, te quiero más que a mi propia hija».