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Martín, Carlos y Anita escuchaban a Frufrú alrededor del balancín. Los chicos en el suelo, sentados a estilo moro y Anita en la silla de hierro, de frente, con las piernas cruzadas. En la sombra del balancín, Frufrú parecía muy pequeña y se sentía un gran descanso al escucharla entre el olor de las enredaderas al atardecer y la algarabía de los pájaros antes de acostarse. Frufrú hacía sonar las pulseras de colores a cada movimiento de sus manitas.

– Pues sí, Martín. Mi viaje a Tierra de Fuego fue el viaje más horrible de todos los viajes con excepción del que hice ya de vuelta desde Tierra de Fuego a Buenos Aires, que me parece que fue lo mismo o por el estilo. Pero lo peor fue que yo creía de veras que Tierra de Fuego era el país del cocotero, aunque Corsi se había cuidado de comprarme un abrigo de pieles que parecía de esquimal y a Mari Pepa otro. Yo, la verdad, creía que aquellas pieles formaban parte de una broma de Corsi. Tengo que deciros que estábamos los tres en Buenos Aires bastante desesperados por las deudas, cuando apareció Peggy y le encargó aquel trabajo a Corsi de vender su estancia de Tierra de Fuego, pagándole los gastos de viaje y prometiéndole una buena remuneración al final. Sí, fue una especie de salvación… Pero esto no tiene sentido. No sé por dónde iba en mi relato.

– La señora yugoslava -apuntó Carlos.

– Ah, la señora yugoslava. Compartía mi camarote y parecía un ogro. Usaba gorro de dormir y tenía la frescura de llamar al camarero para quejarse de mí cuando yo daba gritos creyendo que naufragábamos. La cosa no era para menos, porque el barco subía y bajaba de tal modo que nosotras estábamos atadas a nuestras literas para no caer. Yo llamaba a gritos a Corsi y a Mari Pepa, pero no acudía nadie. La señora yugoslava fue una gran pesadilla para mí.

Anita se inclinó en su silla hasta poner su cara cerca de la de Martín.

– ¿No es maravillosa nuestra Frufrú?

– ¿Aún seguís atentos? Un día pararon las máquinas del barco y todos subimos a cubierta bien abrigados con nuestras pieles. Era el mes de abril y hacía un frío espantoso. Estábamos rodeados de niebla, y casi a oscuras.

El mar era de un color de plomo y creo que hasta arrastraba trozos de hielo y se veían unas olazas como montañas. Yo dije que como el barco parase así sus máquinas no íbamos a llegar nunca a Tierra de Fuego, y entonces me dijeron que habíamos llegado y que aquello era Tierra de Fuego. Me pareció una broma antipática por parte de Corsi, que me informaba, pero tuve que convencerme de que era cierto: allá, al fondo de la niebla, se podían ver las lucecitas de Punta Arenas. Corsi me dijo: «Valor, Frufrú. Animo, hija». Mari Pepa se reía, como ahora se ríe Anita muchas veces, desde el fondo de su capuchón. Un marinero me cogió en brazos a la fuerza sin hacer caso de mis gritos y mis pataleos y me bajó por la escala hasta una barquita que parecía un cascarón de nuez. Creo que me desmayé, aunque Corsi siempre me dice que no… Bueno, ese fue mi viaje a Tierra de Fuego.

– No es todo, Frufrú. Cuenta cómo era el hotel donde nací.

– Ya sabes tú de sobra cómo era el hotel Cosmos. No vale la pena de que gaste saliva contándolo otra vez.

Pero en la voz de Frufrú se advertía su gran satisfacción de narradora.

– Se llamaba hotel Universo, Frufrú.

– Eso dice Corsi, pero tiene menos memoria que yo. Se llame como se llame es un hotel magnífico, hecho por fuera como de troncos de árboles y dentro de él encuentras todo el lujo imaginable. Una calefacción que da gusto, chimeneas estupendas donde arden leños más gordos que yo, grandes sillones y pieles de animales por los suelos. Lo único malo para mí era despertarme por las noches y sentir que se movía toda la casa como un árbol que cediese al viento. Ah, sí. Todo eso sucede en Tierra de Fuego, la tierra de Anita. Así es tan mala esa demoña. Ella nació al cabo de un mes de nuestra terrible llegada a Punta Arenas. Nosotros no vivíamos en ese hotel, sino la mayoría del tiempo en la Estancia, rodeados de ovejas. Pero hicimos un viaje a Punta Arenas y tuvimos tanta suerte que esta niña nació allí una de aquellas noches de nieve y de viento en que el hotel se movía.

– Cuéntale a Martín cómo era yo de recién nacida.

– Eras muy gorda. Igual que ahora, pero muy gorda y de tamaño pequeño… No sé por qué esas carcajadas.

No creas que eras bonita. Carlos era guapísimo desde que nació, pero tú no lo eras. Siempre has tenido la misma nariz de patata. A pesar de todo, Corsi se volvió loco contigo, hija. Sí, fue una gran sorpresa descubrir que Corsi tenía sentido paternal. Nunca lo demostró con los gemelos de Peggy, aunque no puede dudarse de que son hijos suyos ya que se le parecen como dos gotas de agua, aunque no son guapos esos ñiños. Tú tampoco eres guapa y ya ves… Mari Pepa se puso tan oronda con el entusiasmo de Corsi que nos hizo la faena de traer otro niño al año justo. Entonces Corsi se puso serio y dijo que no quería convertirse en un patriarca. Pero no te pongas triste, Carlos, sabes muy bien que a ti te quiere tanto como a esta demoña de tu hermana. Corsi pasa por hombre interesado y, sin embargo, bien se ve que no lo es, ya que los gemelos de Peggy tienen mucho dinero y nunca les ha hecho caso y a vosotros, que no dais más que disgustos, Corsi os quiere como a las ñiñas de sus ojos. ¿Qué pasa, Martín? ¿Qué pasa, ñiño? ¿Quieres preguntarme algo?

– No se atreve -Carlos se levantó, estirándose entre la luz azul del atardecer-. Martín piensa que mis padres no se casaron nunca y no se atreve a preguntarlo.

– No pienso eso.

– Sería una gran tontería pensarlo. Se casaron poco antes de nacer Carlos. Antes de nacer Anita no fue posible porque aún estaba pendiente el divorcio de Corsi con Peggy. ¿Comprendes, Martín? El matrimonio de Peggy era sólo civil. Peggy quería su divorcio y nos pagó a Corsi y a mí para que huyésemos juntos de su casa… Pero esto es otra historia… La cosa es que hasta poco antes de nacer Carlos, Corsi y Mari Pepa no pudieron casarse porque Corsi quería también matrimonio civil, aunque Mari Pepa se hubiese conformado sólo con el matrimonio católico.

– Pero luego nos abandonó, ¿verdad Frufrú?

Carlos dijo esto con una falsa indiferencia que hizo que Martín le mirase. Anita también miró a su hermano con el ceño fruncido.

– ¿Has visto Frufrú, lo que dice este idiota?

Frufrú levantó sus manos haciendo ademán de espantarlos como a las gallinas.

– Carlos, ya sabes que Corsi me tiene prohibido hablar de muertes. Trae mala suerte eso. Mari Pepa murió y debes creerlo. Si viviese yo te lo diría… Ahora marchaos -batió palmas para espabilarlos y, como no se movían suspiró-. Anda, anda… Os prometo que otro día os contaré una cosa que estuve pensando esta mañana. Una historia espeluznante de cómo en esta misma finca hubo un hombre terrible escondido en la torre. Ya veréis qué historia… ¿Por qué tanta risa? Bueno, así me gusta.

Sus risas les volvían niños otra vez. Las risas de Carlos, las de Anita y las del mismo Martín. Le parecía a Martín que tenía los mismos recuerdos que sus amigos. Se preguntó si Carlos y Anita habrían llegado a conocer alguna vez, de verdad, a aquella Peggy, la mujer primera de su padre, que por alguna misteriosa razón siempre mandaba dinero. «Sí no llega el dinero de Peggy…» «Cuando llegó el dinero de Peggy…» «Peggy nos dio dinero…» Martín había oído hablar de Peggy centenares de veces en aquellos tres veranos. Peggy en los relatos de Frufrú aparecía lo mismo montando a caballo que conduciendo un automóvil. En Estados Unidos, en Venezuela, en Argentina -países a un tiempo tan desconocidos y tan fáciles de imaginar en escenas de películas-, Peggy también en la finca del inglés, allí al lado de ellos, en cualquier conversación. ¿Cómo entenderían estas historias Eugenio y Adela si él, Martín, se las explicase? No las entenderían de ninguna manera. Y al señor Corsi ¿lo entenderían si él les contara que de niño había conocido en un circo a Frufrú y de mayor había partido a Frufrú en varios pedazos a la vista del público en un escenario? Todo le parecía a Martín que lo había visto él con sus propios ojos. Y aquel mar casi del polo con trozos de hielo, en Tierra de Fuego. Todo. Aquellos paisajes, aquellas vidas, aquellas personas eran también la vida del verano, como las lagartijas y los lagartos y las chicharras y los grillos y la calina brillante que comía los colores del día y convertía en humo los gestos.