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– Martín, pescatore, como dice papá… No te conocía en plan de discurso, caray. Tú debías ser cura. Un cura muy elegante, no como estos del pueblo que echaron de misa a la pobre Frufrú el primer verano que vinimos, con el pretexto de que era escandaloso su vestido… Imagínate. Y Frufrú que es tan devota… ¿No sabes que es muy devota? Es graciosísimo. Dice ella que mi madre -la voz de Carlos sufrió un ligero cambio que Martín, metido en sus pensamientos, no percibió-, dice que mi madre era devota también. ¡Qué cosas! Yo, chico, como papá y como Anita, soy totalmente indiferente. Nunca me ha preocupado el problema ese. Ni lo entiendo, la verdad. Pero tú, pescatore, deberías ser cura. Le diré a papá que sabes latín.

– Tú, Carlos, no sabes nada de mí. Te llevarías una sorpresa si supieses cómo soy yo realmente.

– ¿Sabes que estás muy pesado hoy, Martín? Sé de ti todo lo que me importa. Sé que eres un buen amigo. ¿No es bastante? Aún no sabes boxear bien, pero ya aprenderás. Con paciencia y una caña, como dicen por aquí, aprenderás a boxear. Nadas regularcillo aunque presumas, y ahora mismo te desafío a una zambullida a ver quién resiste más debajo del agua.

Martín puso otra vez su mano sobre el hombro de Carlos al ver que éste iba a ponerse en pie.

– Espera. Alguna vez tengo que hablarte aunque lo tomes a broma.

– Esta tarde, hombre. Tenemos todo el verano para hablar. Ya podías haberme dicho eso poco a poco, cada día un trocito de discurso, pescador. Te sugiero que lo cuentes por la tarde después de la merienda, cuando Oswaldo se empeñe en recitar. Si le hablas en latín será la monda, chico. Le vas a dar un susto de miedo. Y Ana se quedará con la boca abierta. Admira mucho a los intelectuales, hijo mío… Y ninguno de nosotros sospechamos que tú pudieras ser un intelectual. Ahora, que es malo para la salud, como dice papá. Pronto tendrás que usar gafas y te quedarás calvo si sigues pensando tanto.

– Carlos, escúchame, hombre. No te puedes imaginar lo que llegué a ver ayer. Un día sin importancia en que está uno solo sentado en las dunas: no sucede nada ni pasa nada alrededor y de pronto se ve claro.

Carlos se puso en pie y, volviéndose hacia el sombrajo, metió los dedos en la boca y dio un largo silbido. Martín, de pie, a su lado, siguió hablando, pero Carlos no le escuchaba y calló al fin. Carlos silbó otra vez sin que Anita, a quien llamaba, le hiciese caso. Estaba ella sentada en la arena, a los pies del poeta, fumando, y ni volvió la cabeza.

– No te das cuenta de que tu hermana quiere que la dejes sola con su pretendiente. Las mujeres son así.

– Oswaldo no es un pretendiente. Es un amigo de mi padre y además es un hombre casado. Yo conocí a la mujer este invierno. Es tan gorda como él.

Carlos volvió a silbar, impaciente.

Martín, separado unos pasos de su amigo, le miró tratando de recoger su figura con ojos desinteresados de artista. Tal como Martín concebía ahora la pintura, Carlos no le resultaba un modelo a propósito. Era curioso que nunca hubiese intentado dibujar a sus amigos, ni siquiera en invierno, recordándolos.

– ¿Y si nos acercásemos?

Carlos, a pesar de su atrevimiento para todo, temía los sofiones de Anita. En todos aquellos días no había hecho otra cosa que rondar por los alrededores de su hermana. Anita toleraba esta escolta, pero había amenazado a Carlos con no quedarse en Beniteca si la molestaba mucho.

– Lo mejor es que nos vayamos al solarium. Sabes perfectamente que si Anita nos ve ir hacia allá viene detrás de nosotros.

– No. No la conoces. Está empeñada en demostrarme que no me necesita. Con eso de ser persona mayor se ha vuelto una lata apestosa. Eso es lo que es.

– Pues vamonos.

– No, vamos a esperar un poco. Anda, cuéntame todo lo que quieras, pescador. Dices que tienes vocación de cura, ¿no?

Se reía, y Martín, a la fuerza, sonrió también. Volvieron a sentarse en la arena. Martín tenia la impresión de que si no hablaba ahora de todo lo que había pensado en aquellas tardes en que Carlos con Anita, el señor Corsi y el perrito Tití se iban de paseo en el coche con Oswaldo y en todo el largo día anterior; si no lo decía ahora no lo diría nunca. Y ni siquiera sabía cómo empezar. Una de las cosas que habría querido darles a entender a los dos hermanos era su convicción de que tanto Carlos como Anita, a pesar de su hechizo, eran enormemente inferiores a él en inteligencia. Sentado este punto -y no sabía cómo sentarlo-, lo demás era fácil. Era necesario hacerles ver que él, Martín, había llegado a ver la amistad de los Corsi como algo sin importancia al compararla con toda aquella vida que se le presentó delante del espíritu. Aquella vida que había estallado como una ola dentro de su pecho.

– Fuera bromas ya con eso de cura… Tengo una vocación de pintor como una catedral. ¿Por qué no lo vas a saber tú? Pensar que hace dos años, cuando llegué a Beniteca, quería ser militar. ¡Qué absurdo! Mi abuela, que es una mujer muy sencilla, pero fina, lista, ¿comprendes?, adivinó que yo sería pintor. Y un médico amigo de mi familia, hombre inteligentísimo que me ha hecho leer mucho, siempre ha dicho que en mis dibujos hay verdadera genialidad.

Carlos silbó burlonamente.

– ¡Caramba! ¡Genio nada menos!… Esto hay que contárselo a Oswaldo, chico. Se nos muere de envidia cuando lo sepa.

– Genio, sí. ¿Por qué no? Ahora nos reímos los dos, pero yo te lo demostraré. Creo que podría prescindir de tu misma amistad desde este momento, si fuera necesario. Puedo prescindir de todo. Eso es de lo que me di cuenta ayer. Poder prescindir de todo es tener la fuerza y la base para crear.

Carlos le puso la mano en la cabeza.

– ¡Eh, tú! Has tomado una insolación.

– Nada de insolación. Necesito que me escuches un momento; hace un rato, mientras decía esas palabras de la epístola a los Pisones… «spectatum admisi»…

– ¿Epístola a los qué?… Me parece como un chiste sucio, eso de Pisones.

– No me harás creer, por vacía que tengas la cabeza, que no sabes quién era Horacio.

– Un romano antiguo con toga y una corona de laurel en la cabeza.

Martín sonrió y Carlos siguió hablando mientras dibujaba en el aire con las manos una invisible vestidura.

– Algo así como yo cuando acompañaba a Anita en el recitado aquel de Berenice.

– Si me haces reír ya no te puedo contar lo que he pensado antes.

– Cuenta, genio pescador, cuenta. Vas a estallar.

– Sí, porque estoy en desacuerdo completo con Horacio no sólo en cuanto a pintura, sino en cuanto a cualquier arte. Lo he visto claramente. Si un pintor pusiera a una cabeza humana una cerviz de caballo y le pegase miembros, emplumase la figura e hiciese que un pecho hermoso de mujer acabase en pez horrible no sólo no sería torpe, sino que habría roto los moldes. Hay que romper con una tradición que le oprime a uno. Hay que romper con todo. Horacio habla luego de la libertad del artista, pero yo no admito ni los límites contra el absurdo.

Carlos volvió a hacer ademán de tocarle la frente, y luego, encogiéndose de hombros, dijo algo que a Martín le serenó por completo y le quitó toda su exaltación.

– Bueno, chico. De pintura no entiendo ni quiero entender tampoco. No me interesa. Ahora, lo que dices, es absurdo. Crees que has descubierto algo, ¿verdad? Pues no has descubierto nada. Yo he visto muchos cuadros que parecen ese que describe Horacio. Todo eso de romper moldes está descubierto ya.

Se puso en pie y volvió a silbar mirando hacia su hermana. Martín siguió sentado en el suelo, pensativo, tan nervioso que empezó a morderse las uñas. Abstraído no sintió llegar a Anita que venía corriendo hacia ellos después de dejar a su padre dormitando y a Oswaldo con la palabra en la boca. Martín no se dio cuenta de su presencia hasta que ella se echó encima de sus hombros, riendo.

– A éste le conviene una buena zambullida, Ana. Está más loco que una cabra. Hablando latín y todo eso. Así se ha despertado hoy.