Siempre mantuve la fantasía de que aquella visión encarnaba la sombra de una madre que Ben nunca llegó a conocer y en algún lugar de mi corazón, albergaba la esperanza infantil de que, si algún día lograba rendirme al sueño, una aparición como aquélla velara también por mí. Aquél fue el único secreto que nunca compartí con nadie, ni siquiera con Ben.

La última noche de la Chowbar Society

Calcuta, 25 de mayo de 1932.

En todos los años que Thomas Carter había estado al frente del St. Patricks, había impartido clases de Literatura, Historia y Aritmética con la destreza altanera del experto en nada y entendido en todo. La única materia en la que nunca fue capaz de preparar a sus alumnos fue en la de decir adiós. Año tras año, desfilaban ante él los rostros entre ilusionados y aterrados de aquéllos a quienes la ley pronto pondría lejos de su influencia y de la protección de la institución que dirigía. Al verlos cruzar las puertas del St. Patricks, Thomas Carter solía comparar a aquellos jóvenes con libros en blanco, en cuyas páginas él era el encargado de escribir los primeros capítulos de una historia que nunca se le permitiría acabar.

Bajo su semblante adusto y severo, poco proclive a los despliegues emotivos y a los discursos efectistas, nadie temía más que Thomas Carter la fecha fatídica en que aquellos libros escapaban para siempre de su escritorio. Pronto pasarían a manos desconocidas y plumas poco escrupulosas a la hora de escribir epílogos sombríos y alejados de los sueños y expectativas con que sus pupilos alzaban el vuelo en solitario por las calles de Calcuta.

La experiencia le había forzado a renunciar a su deseo de conocer los pasos que sus alumnos emprendían una vez que a su mano ya no se le permitía guiarlos. Para Thomas Carter, el adiós solía venir acompañado del sabor amargo de la decepción, al comprobar, tarde o temprano, que cuando la vida había privado de pasado a aquellos muchachos, parecía haberles robado también su futuro.

Aquella calurosa noche de mayo, mientras escuchaba las voces de los chicos en la modesta fiesta organizada en el patio delantero del edificio, Thomas Carter contempló desde la oscuridad de su despacho las luces de la ciudad brillando bajo la bóveda de estrellas y las bandadas de nubes negras que se escapaban hacia el horizonte, manchas de tinta en una copa de agua cristalina.

Una vez más, había declinado la invitación a acudir a la fiesta y había permanecido en silencio postrado en su butaca, sin más lumbre que los reflejos multicolores de los faroles de velas y papel con que Vendela y los chicos habían decorado los árboles del patio y la fachada del St. Patricks al modo de un buque engalanado para su botadura.

Tiempo habría de pronunciar sus palabras de despedida en los días que restaban para el cumplimiento de la ordenanza oficial de devolver a los chicos a las calles de las que los había rescatado.

Tal como venía siendo costumbre en los últimos tiempos, Vendela no tardó en llamar a su puerta. Por una vez, entró sin esperar respuesta y cerró la puerta a sus espaldas. Carter observó el rostro excepcionalmente risueño de la enfermera jefe y sonrió en la penumbra.

– Nos hacemos viejos, Vendela -dijo el director del orfanato.

– Usted se hace viejo, Thomas -corrigió Vendela-. Yo maduro. ¿No piensa bajar a la fiesta? A los chicos les gustaría verle. Les he dicho que no era usted exactamente el alma de una fiesta… Pero si no me han escuchado en todos estos años, no iban a empezar a hacerlo hoy.

Carter encendió la lamparilla de su escritorio e invitó a Vendela a que tomara asiento con un gesto.

– ¿Cuántos años llevamos juntos, Vendela? -preguntó Carter.

– Veintidós, Mr. Carter -precisó ella-. Más de lo que soporté a mi difunto esposo, que en gloria esté.

Carter rió la broma de Vendela.

– ¿Cómo ha conseguido aguantarme todo este tiempo? – invitó Carter-. No se reprima. Hoy es fiesta y me siento benevolente.

Vendela se encogió de hombros y jugueteó con una tira de serpentina escarlata que se había enredado en sus cabellos.

– La paga no está mal y los chicos me agradan.

¿No piensa bajar, verdad?

Carter negó lentamente.

– No quiero aguar la fiesta a los muchachos -explicó Carter-. Además, no sería capaz de soportar ni un minuto las bromas extravagantes de Ben.

– Ben está calmado esta noche -dijo Vendela-. Triste, supongo. Los chicos ya le han entregado a Ian su billete.

El rostro de Carter se iluminó. Los miembros de la Chowbar Society (cuya existencia clandestina, contra todo pronóstico, había sido largamente conocida por Carter) llevaban meses reuniendo dinero para adquirir un billete de barco a Southampton con el que se proponían obsequiar a su amigo Ian como despedida. Ian había manifestado su deseo de estudiar Medicina durante años y Carter, a sugerencia de Isobel y Ben, había escrito a varias escuelas inglesas recomendando al muchacho y auspiciando la concesión de una beca. La notificación de la beca había llegado un año atrás, pero el costo del viaje hasta Londres excedía todas las previsiones.

Ante el problema, Roshan sugirió organizar un robo en las oficinas de una compañía naviera a dos bloques del orfanato. Siraj propuso organizar una rifa. Carter extrajo una suma de su parca fortuna personal y Vendela hizo lo propio. No era suficiente.

Por ello, Ben decidió escribir un drama en tres actos titulado Los espectros de Calcuta (un fantasmagórico galimatías donde morían hasta los tramoyistas), el cual, con Isobel como primera figura en el papel de Lady Windmare, el resto del grupo en papeles secundarios y una puesta en escena subida de tono a cargo del propio Ben, se representó con notable éxito de público, aunque no de crítica, en diversas escuelas de la ciudad. Como resultado, se recaudó la suma restante para financiar el viaje de Ian. Tras el estreno, Ben se entregó a un encendido panegírico sobre el arte comercial y el infalible instinto del público para reconocer una obra maestra.

– Le saltaban las lágrimas al recibirlo -explicó vendala.

– Ian es un muchacho formidable, un tanto inseguro, pero formidable. Hará buen uso de ese billete y de la beca -afirmó Carter con orgullo.

– Preguntó por usted. Quería agradecerle su ayuda.

– ¿No le habrá dicho que puse dinero de mi bolsillo? -preguntó Carter, alarmado.

– Lo hice, pero Ben lo desmintió alegando que se había usted gastado todo el presupuesto de este año en deudas de juego -apuntó Vendela.

La algarabía de la fiesta seguía chispeando en el patio. Carter frunció el ceño.

– Ese muchacho es el diablo. Si no se marchase de aquí ya, le echaría.

– Usted adora a ese muchacho, Thomas -rió Vendela, incorporándose-. Y él lo sabe.

La enfermera se dirigió hacia la puerta y se volvió al llegar al umbral. No se rendía fácilmente.

– ¿Por qué no baja?

– Buenas noches, véndala -atajó Carter.

– Es usted un viejo soso.

– No toquemos el tema de la edad o me veré obligado a perder mi condición de caballero…

Véndala murmuró palabras ininteligibles ante la inutilidad de su insistencia y dejó a solas a Carter. El director del St. Patricks apagó de nuevo la luz de su escritorio y, sigilosamente, se acercó a la ventana a vislumbrar el escenario de la fiesta entre las rendijas de la persiana, un jardín de bengalas encendidas y la luz cobriza de los faroles que teñía rostros familiares y sonrientes bajo la luna llena. Carter suspiró. Aunque ninguno de ellos lo sabía, todos tenían un billete de ida a algún lugar, pero sólo Ian conocía el destino del suyo.

– Veinte minutos y será medianoche -anunció Ben.

Sus ojos brillaban mientras observaba las tracas de fuego dorado que esparcían una lluvia de briznas encendidas en el aire.