Supe entonces quién había enviado la carta y supe también que había llegado el momento de desenterrar viejos recuerdos que había aprendido a ignorar durante estos últimos años. No sé si alguna vez le hablé de mi hija Kylian, Mr. Carter. No soy ahora más que una anciana que espera el fin de sus días, pero hubo un tiempo en que yo también fui una madre, la madre de la más maravillosa de las criaturas que han pisado esta ciudad.
Recuerdo aquellos días como los más felices de mi vida. Kylian había contraído matrimonio con uno de los hombres más brillantes que había dado este país y fue a vivir con él a la casa que él mismo había construido en el norte de la ciudad, una casa como nunca se había conocido. El esposo de mi hija, Lahawaj Chandra Chatterghee, era ingenie-ro y escritor. Él fue uno de los primeros en diseñar la red telegráfica de este país, Mr. Car-ter, uno de los primeros en diseñar el sistema de electrificación que escribirá el futuro de nuestras ciudades, uno de los primeros en construir una red de ferrocarril en Calcuta… Uno de los primeros en todo aquello que se proponía.
Pero la felicidad de ambos no duró mucho. Chandra Chatterghee perdió la vida en el terrible incendio que destruyó la antigua estación de Jheeter’s Gate, al otro lado del Hooghly. Usted habrá visto ese edificio alguna vez. Hoy en día está abandonado, pero en su tiempo fue una de las más gloriosas construcciones que se alzaban en Calcuta. Una estructura de hierro revolucionaria, surcada por túneles, múltiples niveles y sistemas de conducción de aire y de conexión hidráulica a los raíles que ingenieros de todo el mundo venían a visitar y a admirar con asombro. Todo ello, creación del ingeniero Chandra Cha-tterghee.
La noche de la inauguración oficial Jheeter's Gate ardió inexplicablemente y un tren que transportaba a más de trescientos niños abandonados rumbo a Bombay prendió en llamas y quedó enterrado en las tinieblas de los túneles que se hundían en la tierra. Ninguno salió con vida de aquel tren, que sigue varado en las sombras de algún punto del laberinto de galerías subterráneas de la orilla oeste de Calcuta.
La noche que el ingeniero murió en aquel tren será recordada por las gentes de esta ciudad como una de las mayores tragedias que ha vivido Calcuta. Muchos lo consideraron un símbolo de que las sombras se cernían para siempre sobre esta ciudad. No faltaron los rumores de que el incendio había sido provocado por un grupo de financieros británicos a los que la nueva línea de ferrocarril podía perjudicar al demostrar que el transporte marí-timo de mercancías, uno de los grandes negocios de Calcuta desde los tiempos de Lord Clive y la compañía colonial estaba en vísperas de su caducidad. El tren era el futuro. Los rifles eran el camino sobre el cual algún día este país y esta ciudad podrían emprender el rumbo hacia un mañana libre de la invasión británica. La noche que ardió Jheeter's Gate, aquellos sueños se convirtieron en pesadillas.
Días después de la desaparición del ingeniero Chandra, mi hija Kylian, que esperaba dar a luz su primer hijo, fue objeto de las amenazas de un extraño personaje salido de las tinieblas de Calcuta, un asesino que había jurado matar a la esposa y a la descendencia del hombre a quien acusaba de todas sus desgracias. Ese hombre, ese criminal, fue el causante del incendio donde Chandra perdió la vida. Un joven oficial del ejército británico, un antiguo pretendiente de mi hija, el teniente Michael Peake, se propuso detener a aquel loco, pero la tarea demostró ser mucho más compleja de lo que él había creído.
La noche en que mi hija iba a dar a luz a su hijo, unos hombres entraron en la casa y se la llevaron de allí. Asesinos a sueldo. Gentes sin nombre ni conciencia que, por unas monedas, son fáciles de encontrar en las calles de esta ciudad. Durante una semana, el teniente, al borde de la desesperación, recorrió todos los rincones de la ciudad en busca de mi hija. Tras aquella dramática semana, Peake tuvo una terrible intuición, que resultó ser cierta. El asesino había llevado a mi hija hasta las entrañas de las ruinas de la estación de Jheeter’s Gate. Allí, entre la inmundicia y los restos de la tragedia, mi hija había dado a luz al muchacho al que usted ha convertido en un hombre, Mr. Carter.
A él, Ben, y a su hermana, a quien yo he tratado de convertir en una mujer y a la que, al igual que usted, di un nombre, el nombre que su madre siempre soñó para ella: Sheere.
El teniente Peake, poniendo en peligro su vida, consiguió arrebatar a los dos niños de las manos del asesino. Pero aquel criminal, ciego de rabia, juró perseguir su rastro y aca-bar con su vida tan pronto como alcanzaran la edad adulta para vengarse de su padre fallecido, el ingeniero Chandra Chatterghee. Tal era su único propósito: destruir cualquier vestigio de la obra y la vida de su enemigo, a cualquier precio.
Kylian murió con la promesa de que su alma no descansaría hasta saber que sus hijos estaban a salvo. El teniente Peake, el hombre que la había amado en silencio tanto como su propio esposo, dio su vida por hacer que la promesa que selló sus labios pudiera hacerse realidad. El 25 de mayo de 1916 el teniente Peake consiguió cruzar el Hooghly y entregar-me a los niños. Su destino, al día de hoy, me es todavía desconocido.
Decidí que el único modo de salvar la vida de los niños era separarlos y ocultar su identidad y su paradero. El resto de la historia de Ben, usted la conoce mejor que yo. En cuanto a Sheere, la tomé a mi cuidado y emprendí un largo viaje por todo el país y crié a la niña en la memoria del gran hombre que fue su padre y de la gran mujer que le dio la vida, mi hija. Nunca le expliqué más de lo que creí necesario. En mi ingenuidad llegué a pensar que la distancia en el espacio y en el tiempo borraría la huella del pasado, pero nada puede cambiar nuestros pasos perdidos. Cuando recibí aquella carta, supe que mi huida había tocado fin y que era el momento de volver a Calcuta para advertirle de lo que estaba sucediendo. No fui sincera con usted aquella noche en la carta que le escribí, Mr. Carter, pero obré de corazón, creyendo en conciencia que aquello era lo que debía hacer.
Tomé a mi nieta, incapaz de dejarla sola ahora que el asesino ya conocía nuestro paradero, y emprendimos el viaje de vuelta. Durante todo el trayecto, no podía apartar de mi mente una idea que cobraba una evidencia obsesiva a medida que nos acercábamos a nuestro punto de destino. Tenía la certeza de que ahora, en el momento en que Ben y Sheere dejaban atrás su infancia y se convertían en adultos, aquel asesino había desper-tado de la oscuridad de nuevo para cumplir su vieja promesa y supe, con la claridad que sólo la cercanía de la tragedia nos otorga, que esta vez no se detendría ante nada ni ante nadie…»
Thomas Carter permaneció en silencio durante un largo intervalo de tiempo, sin apartar los ojos de sus manos sobre el escritorio. Cuando alzó la vista, comprobó que Ar-yami seguía allí, que cuanto había escuchado no eran imaginaciones suyas y resolvió que la única decisión razonable que se sentía capaz de tomar en aquel momento era la de escanciar de nuevo un chorro de brandy en su copa y brindar en solitario a su propia salud.
– No me cree…
– No he dicho eso -puntualizó Carter.
– No ha dicho nada -matizó Aryami-. Eso es lo que me preocupa.
Carter saboreó el brandy y se preguntó bajo qué infausto pretexto había tardado diez años en desentrañar los embriagadores encantos del licor espirituoso que guardaba en su vitrina con el celo reservado a una reliquia sin utilidad práctica.
– No es fácil creer lo que acaba de explicarme, Aryami -respondió Carter-. Pónga-se en mi lugar.
– Sin embargo, usted se hizo cargo del muchacho hace dieciséis años -dijo Aryami.
– Me hice cargo de un niño abandonado, no de una historia improbable. Ése es mi deber y mi trabajo. Este edificio es un orfanato y yo, su director. Eso es todo y no hay más.