¿Qué pasa? -preguntó Roshan desde el final de la formación-. ¿Por qué nos dete-nemos?

Ben señaló hacía Jheeter's Gate y todos pudieron ver dos arterias de fuego que se abrían camino hacia ellos sobre los raíles a gran velocidad.

– ¡A un lado! -gritó Ben. Los cinco muchachos se lanzaron al suelo y las dos pare-des de fuego cortaron el aire junto a ellos, con la rabia de dos cuchillas de gas encendido. Su paso produjo un intenso efecto de succión, arrastró consigo trozos del tendido y sem-bró un rastro de llamas sobre el puente.

– ¿Todo el mundo está bien? -preguntó Ian, incorporándose y comprobando que parte de sus ropas humeaban y desprendían vapor.

Los demás asintieron en silencio.

Aprovechemos para cruzar antes de que se extingan las llamas -sugirió Ben.

– Ben, creo que hay alguna cosa debajo del puente -apuntó Michael.

Los demás tragaron saliva. Un extraño sonido repiqueteaba bajo la plancha de metal a sus pies. La visión de unas garras de acero arañando la lámina se iluminó en la mente de Ben.

– Pues no nos quedaremos aquí para comprobarlo -replicó Ben-. Rápido.

Los miembros de la Chowbar Society aligeraron el paso y siguieron a Ben serpen-teando por el puente hasta su extremo, sin detenerse a mirar atrás. Al pisar de nuevo tie-rra firme a escasos metros de la entrada a la estación, Ben se volvió e indicó a sus compa-ñeros que se alejasen del entramado metálico.

– ¿Qué era eso? -preguntó Ian a su espalda. Ben se encogió de hombros.

– ¡Mirad! -exclamó Seth-. ¡En el centro del puente!

Las miradas de todos se concentraron en aquel punto. Los raíles estaban adquiriendo una tonalidad rojiza que irradiaba en ambas direcciones y desprendía un ligero halo humeante. En pocos segundos, ambos raíles empezaron a combarse sobre sí mismos. La estructura entera del puente empezó a gotear gruesas lágrimas de metal fundido que caían sobre el Hooghly y producían explosiones violentas al impactar con la fría corriente.

Los cinco muchachos asistieron paralizados al sobrecogedor espectáculo de una estructura de acero de más de doscientos metros que se fundía ante sus ojos, como un bloque de manteca en una sartén ardiente. La luz ámbar del metal líquido se sumergió en el río y dibujó una densa pincelada sobre los rostros de los cinco amigos. Finalmente, el rojo incandescente dio paso a un tono metálico opaco, sin brillo, y los dos extremos se abatieron sobre el río como dos sauces de acero que hubieran quedado atrapados en la contemplación de su propia imagen.

El sonido furioso del acero chispeando en el agua se apaciguó lentamente. Entonces los cinco amigos pudieron escuchar a sus espaldas que la voz de la antigua sirena de la estación de Jheeter's Gate rasgaba la noche de Calcuta por primera vez en dieciséis años. Sin mediar palabra, se volvieron y cruzaron la frontera que los separaba del fantasmagó-rico escenario de la partida que se disponían a jugar.

Isobel abrió los ojos ante el alarido de la sirena que recorrió los túneles imitando la advertencia de un bombardeo. Sus pies y manos estaban sujetos firmemente a dos largas barras de metal herrumbrosas. La única claridad que percibía se filtraba desde la rejilla de un respiradero situado sobre ella. El eco de la sirena se perdió lentamente…

De pronto escuchó que algo se arrastraba hacia el orificio de la trampilla. Miró hacia las rendijas de luz y observó que el rectángulo de claridad se oscurecía y la trampilla se abría. Cerró los ojos y contuvo la respiración. El cierre de los ganchos metálicos que la inmovilizaban de pies y manos saltó con un chasquido y sintió una mano de largos dedos que la asía por la base del cuello y la alzaba en vertical a través de la trampilla. La mucha-cha no pudo evitar gritar de terror y su secuestrador la lanzó contra la superficie del túnel como un peso muerto.

Abrió los ojos y contempló una silueta alta y negra, inmóvil, frente a ella, una figura sin rostro.

– Alguien ha venido por ti -murmuró la faz invisible-. No les hagamos esperar.

Al instante, dos pupilas ardientes se encendieron sobre aquel rostro, fósforos prendiendo en la oscuridad. La figura la agarró por el brazo y la arrastró a través del tú-nel. Tras lo que le parecieron horas de agónica caminata en la oscuridad, Isobel distinguió la silueta fantasmal de un tren detenido en las sombras. Se dejó arrastrar hasta el vagón de cola y no opuso resistencia cuando fue empujada al interior con fuerza, donde quedó encerrada.

Isobel había caído de bruces sobre la superficie carbonizada del vagón y notó una profunda punzada de dolor en el vientre. Un objeto le había abierto un corte de varios centímetros. Gimió. El terror se apoderó de ella totalmente al percibir unas manos que la aferraban y trataban de darle la vuelta. Gritó y se enfrentó al rostro sucio y exhausto de lo que parecía ser un muchacho todavía mas asustado que ella.

– Soy yo, Isobel -murmuró Siraj-. No tengas miedo.

Por primera vez en su vida, Isobel dejó que sus lágrimas fluyesen sin freno frente a Siraj y abrazó el cuerpo huesudo y débil de su amigo.

Ben y sus compañeros se detuvieron al pie del reloj, con sus agujas caídas, que se alzaba en el andén principal de Jheeter"s Gate. A su alrededor se desplegaba un amplio e insondable escenario de sombras y luces angulosas que entraban desde la claraboya de acero y cristal, y que dejaban entrever los rastros de lo que algún día había sido la más suntuosa estación de tren jamás soñada, una catedral de hierro erigida al dios del ferroca-rril.

Al contemplarla desde allí, los cinco muchachos pudieron imaginar el semblante que Jheete’rs Gate había lucido antes de la tragedia. Una majestuosa bóveda luminosa tendida por arcos invisibles que parecían suspendidos del cielo y cubrían hileras e hileras de andenes alineados en curva, en forma de ondas dibujadas por una moneda en un estanque. Grandes carteles que anunciaban las salidas y llegadas de los trenes. Lujosos quioscos de metal labrado y relieves victorianos. Escalinatas palaciegas que ascendían por conductos de acero y cristal hacia los niveles superiores y creaban pasillos suspendidos en el aire. Las multitudes deambulando por sus salas y abordando largos expresos que habrían de llevarlos a todos los puntos del país… De todo aquel esplendor apenas quedaba más que un oscuro reflejo truncado, convertido en el amago de antesala al infierno que sus túneles parecían prometer.

Ian se fijó en las agujas del reloj, deformadas por las llamas, y trató de imaginar la magnitud del incendio. Seth se unió a él, ambos evitaron comentarios.

– Deberíamos separarnos en grupos de dos para esta búsqueda. El lugar es inmenso- Indicó Ben.

– No creo que sea una buena idea -replicó Seth, que no podía borrar de su mente la imagen del puente derrumbándose sobre las aguas.

Aunque lo hiciéramos así, solamente somos cinco. -apuntó Ian. -¿Quién irá solo?

– Yo -repuso Ben. Los demás le observaron con una mezcla de alivio y preocupación.

– Sigue sin parecerme una buena idea -repitió Seth.

– Ben tiene razón -apoyó Michael-. Por lo que hemos visto hasta ahora, poco importa si somos cinco o cincuenta.

– Hombre de pocas palabras, pero siempre llenas de ánimo -comentó Roshan.

– Michael -sugirió Ben-, tú y Roshan podéis registrar los niveles. Ian y Seth se ocuparán de este nivel.

Nadie parecía dispuesto a discutir el reparto de destinos. Tan poco apetecible parecía uno como otro.

– Y tú, -¿dónde piensas buscar? -. -preguntó Ian, intuyendo la respuesta.

– En los túneles.

– Con una condición -Indicó Seth, tratando de imponer el sentido común.

Ben asintió.

– Sin heroísmos ni estupideces -explicó Seth-. El primero que vea un indicio de algo se para, marca el lugar y vuelve a buscar al resto.

– Suena razonable -convino Ian.