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El hombre acarició con cariño el ondulado contorno de los músculos del brazo izquierdo de su pupilo.

– ¿Seguro? Tu piel está helada, pobre hijo mío… y pareces temblar.

Se acercó aún más, provisto de la confianza que le otorgaba el afecto que sentía por él, y, con un suave gesto, un movimiento casi maternal de sus dedos, le apartó los rizos castaños arrollados en la frente. Una vez más se maravilló de la hermosura de aquel rostro intachable, de la belleza de aquellos ojos color miel que lo contemplaban parpadeando. Dijo:

– Escucha, hijo: tus compañeros y yo hemos notado que te ocurre algo. Últimamente no eres el mismo de siempre…

– No, maestro, yo…

– Escucha -insistió el hombre con suavidad, y acarició el terso óvalo del rostro del muchacho tomándolo con delicadeza del mentón, como se coge una copa de oro puro-. Eres mi mejor alumno, y un maestro conoce muy bien a su mejor alumno. Desde hace casi un mes parece que nada te interesa, no intervienes en los diálogos pedagógicos… Espera, no me interrumpas… Te has alejado de tus compañeros, Trámaco… Claro que te ocurre algo, hijo. Dime tan sólo qué es, y juro ante los dioses que procuraré ayudarte, ya que mis fuerzas no son escasas. No se lo diré a nadie si no quieres. Tienes mi palabra. Pero confía en mí…

Los ojos castaños del muchacho se hallaban fijos en los del hombre, muy abiertos. Quizá demasiado abiertos. Durante un instante hubo silencio y quietud. Entonces el muchacho movió lentamente sus rosados labios, húmedos y fríos, como si fuera a hablar, pero no dijo nada. Sus ojos continuaban dilatados, saltones, como pequeñas cabezas de marfil con inmensas pupilas negras. El hombre advirtió algo extraño en aquellos ojos, y se quedó tan absorto contemplándolos que apenas percibió que el muchacho retrocedía unos pasos sin interrumpir su mirada, el blanco cuerpo aún rígido, los labios apretados…

El hombre continuó inmóvil mucho tiempo después de que el muchacho huyera.

– Estaba muerto de terror -dijo Diágoras tras un hondo silencio.

Heracles cogió otro higo de la fuente. Un trueno se agitó en la distancia como la sinuosa vibración de un crótalo.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo dijo él?

– No. Ya te he contado que huyó antes de que yo pudiese pronunciar una palabra más, tan confuso me encontraba… Pero, aunque carezco de tu poder para leer el rostro de los hombres, he visto demasiadas veces el miedo y creo que sé reconocerlo. El de Trámaco era el horror más espantoso que he contemplado jamás. Toda su mirada estaba llena de eso. Al descubrirlo, no supe reaccionar. Fue como… como si sus ojos me hubieran petrificado con su propio espanto. Cuando miré a mi alrededor, ya se había marchado. No volví a verle. Al día siguiente, uno de sus amigos me dijo que se había ido a cazar. Me extrañó un poco, ya que el estado de ánimo en que yo lo había encontrado la víspera no me parecía el más indicado para disfrutar de aquel ejercicio, pero…

– ¿Quién te dijo que se había ido a cazar? -lo interrumpió Heracles atrapando la cabeza de otro higo de entre los múltiples que asomaban por el borde de la fuente.

– Eunío, uno de sus mejores amigos. El otro era Antiso, el hijo de Praxínoe…

– ¿También alumnos de la Academia?

– Sí.

– Bien. Prosigue, por favor.

Diágoras se pasó una mano por la cabeza (en la sombra de la pared, un animal reptante deslizose por la untuosa superficie de la esfera) y dijo:

– Precisamente aquel día quise hablar con Antiso y Eunío. Los encontré en el gimnasio…

Manos que se alzan, culebreantes, jugando con la lluvia de diminutas escamas; brazos esbeltos, húmedos; la risa múltiple, los comentarios jocosos fragmentados por el ruido del agua, los párpados apretados, las cabezas alzadas; un empujón, y nuevo eco de carcajadas derramándose. La visión, desde arriba, podría evocar una flor formada por cuerpos de adolescentes, o un solo cuerpo con varias cabezas; brazos como pétalos ondulantes; el vapor acariciando la desnudez untuosa y múltiple; una húmeda lengua de agua deslizándose por la boca de una gárgola; movimientos… gestos sinuosos de la flor de carne… De repente, el vapor, con su denso aliento, nubla nuestra visión [9].

Las neblinas se despejan otra vez: distinguimos una pequeña habitación -un vestuario, a juzgar por la colección de túnicas y mantos colgados de las paredes enjalbegadas- y varios cuerpos adolescentes en diversos grados de desnudez, uno de ellos tendido bocabajo sobre un diván, sin vestigios de ropa, recorrido por la avidez de unas manos morenas que, deslizándose, proporcionan un lento masaje a sus músculos. Se escuchan risas: los adolescentes bromean después de la ducha. El siseo del vapor de las marmitas con agua hirviendo decrece hasta desaparecer. La cortina de la entrada se aparta, y las múltiples risas cesan. Un hombre alto y enjuto, de lustrosa calva y barba bien recortada, saluda a los adolescentes, que se apresuran a responderle. El hombre habla; los adolescentes permanecen atentos a sus palabras aunque intentan no interrumpir sus actividades: continúan vistiéndose o desvistiéndose, frotando con largos paños sus bien formados cuerpos o untando con aceitosos ungüentos los ondulados músculos.

El hombre se dirige sobre todo a dos de los jóvenes: uno de espeso pelo negro y mejillas con perenne rubor que, inclinado hacia el suelo, se ata las sandalias; y el otro, el efebo desnudo que recibe el masaje y cuyo rostro -ahora lo vemos- es hermosísimo.

La habitación exuda calor, como los cuerpos. Entonces un remolino de niebla serpentea ante nuestros ojos, y la visión desaparece.

– Les pregunté sobre Trámaco -explicó Diágoras-. Al principio no comprendían muy bien lo que quería de ellos, pero ambos admitieron que su amigo había cambiado, aunque no se explicaban la causa. Entonces Lisilo, otro alumno que por casualidad se hallaba allí, me hizo una increíble revelación: que Trámaco frecuentaba, en secreto, desde hacía unos meses, a una hetaira del Pireo llamada Yasintra. «Quizás ella sea quien le ha hecho cambiar, maestro», añadió socarronamente. Antiso y Eunío, muy tímidos, confirmaron la existencia de aquella relación. Quedé asombrado, y en cierto modo dolido, pero al mismo tiempo experimenté un considerable alivio: que mi pupilo me ocultara sus infamantes visitas a una prostituta del puerto era preocupante, desde luego, teniendo en cuenta la noble educación que había recibido, pero si el problema se reducía a eso pensé que no había nada que temer. Me propuse abordarle de nuevo, en ocasión más propicia, y discutir con él razonablemente aquella desviación de su espíritu…

Diágoras hizo una pausa. Heracles Póntor había encendido otra lámpara adosada a la pared, y las sombras de las cabezas se multiplicaron: troncos de cono de Heracles que se movían, gemelos, en el muro de adobe, y esferas de Diágoras, pensativas, quietas, perturbadas por la asimetría del pelo blanco derramado sobre su nuca y la bien recortada barba. Cuando reanudó su narración, la voz de Diágoras parecía afectada por una repentina afonía:

– Pero entonces… aquella misma noche, de madrugada, los soldados de frontera llamaron a mi puerta… Un cabrero había hallado su cuerpo en el bosque, cerca del Licabeto, y había avisado a la guardia… Cuando lo identificaron, sabiendo que en su casa no había hombres para recibir la noticia y que su tío Daminos no se hallaba en la Ciudad, me llamaron a mí…

Hizo otra pausa. Se escuchó la tormenta lejana y la suave decapitación de un nuevo higo. El semblante de Diágoras se hallaba contraído, como si cada palabra le costara ahora un gran esfuerzo. Dijo:

– Por extraño que pueda parecerte, me sentí culpable… Si me hubiese ganado su confianza aquella tarde, si hubiera logrado que me dijese lo que le ocurría… quizá no se habría marchado a cazar… y aún estaría vivo -elevó los ojos hacia su obeso interlocutor, que lo escuchaba retrepado en la silla con pacífico semblante, como si estuviera a punto de dormirse-. Puedo confesarte que he pasado dos días espantosos pensando que Trámaco improvisó su fatídica jornada de caza para huir de mí y de mi torpeza… Así que tomé una decisión esta tarde: quiero saber lo que le ocurría, qué le aterrorizaba tanto y hasta qué punto mi intervención hubiera podido ayudarle… Por eso acudo a ti. En Atenas se dice que para conocer el futuro es necesario el oráculo de Delfos, pero para saber el pasado basta con contratar al Descifrador de Enigmas…

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[9] Este curioso párrafo, que parece describir de forma poética la ducha de los adolescentes en el gimnasio, contiene, en apretada síntesis pero bien remachados, casi todos los elementos eidéticos del segundo capítulo: entre ellos, «humedad», «cabeza» y «ondulación». Se hace notar también la repetición de «múltiple» y la palabra «escamas», que ha aparecido anteriormente. La imagen de la «flor de carne» me parece una simple metáfora no eidética. (N. del T.)