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– Hace mucho tiempo que no cruzabas el umbral de mi modesto hogar -dijo la boca sin aguardar una respuesta-. Eres bienvenido.

– Te lo agradezco.

– Tu voz… Aún la recuerdo. Y tu rostro. Pero el olvido llega pronto, aunque nos veamos con frecuencia…

– No nos vemos con frecuencia -repuso Heracles.

– Es cierto: tu vivienda está muy cerca de la mía, pero tú eres un hombre y yo una mujer. Yo ocupo mi puesto de déspoina, de ama de casa solitaria, y tú de hombre que conversa en el ágora y opina en la Asamblea… Yo sólo soy una mujer viuda. Tú eres un hombre viudo. Ambos cumplimos con nuestro deber de atenienses.

La boca se cerró, y los pálidos labios se fruncieron formando una línea curva muy fina, casi invisible. ¿Una sonrisa? A Heracles le resultaba difícil saberlo. Detrás de la sombra de Etis, escoltándola, aparecieron dos esclavas; ambas lloraban, o sollozaban, o simplemente entonaban un único sonido, entrecortado, como tañedoras de oboe. «Debo soportar su crueldad», pensó él, «porque acaba de perder a su único hijo varón».

– Te ofrezco mis condolencias -dijo.

– Son aceptadas.

– Y mi ayuda. Para todo lo que necesites.

Inmediatamente supo que no había debido añadir aquello: era excederse en los límites de su visita, querer acortar la interminable distancia, resumir todos los años de silencio en dos palabras. La boca se abrió como un pequeño pero peligroso animal agazapado, o dormido, que de repente percibiera una presa.

– Tu amistad con Meragro queda pagada de esta forma -repuso ella, secamente-. No es preciso que digas nada más.

– No se trata de mi amistad con Meragro… Lo considero un deber.

– Oh, un deber -la boca dibujó (ahora sí) una vaga sonrisa-. Un sagrado deber, claro. ¡Sigues hablando como siempre, Heracles Póntor!

Ella avanzó un paso: la luz descubrió la pirámide de su nariz, los pómulos -surcados por arañazos recientes- y las ascuas negras de sus ojos. No se hallaba tan envejecida como Heracles esperaba: seguía conservando -así lo creyó él- la marca del artista que la había creado. Los colpos del oscuro peplo se derramaban en lentas ondas sobre su pecho; una mano, la izquierda, desaparecía bajo el chal; la derecha se aferraba a la prenda para cerrarla. Fue en esta mano donde Heracles advirtió su vejez, como si los años hubieran descendido por sus brazos hasta ennegrecer los extremos. Allí, sólo allí, en aquellos ostensibles nudillos y en la deforme posición de los dedos, Etis era vieja.

– Te agradezco ese deber -murmuró ella, y en su voz había, por primera vez, cierta profunda sinceridad que lo estremeció-. ¿Cómo te has enterado tan pronto?

– Hubo un alboroto en la calle cuando trajeron el cuerpo. Todos los vecinos se despertaron.

Se escuchó un grito. Después otro. Durante un absurdo momento, Heracles pensó que procedían de la boca de Etis, que se hallaba cerrada: como si ella hubiera rugido hacia dentro y todo su delgado cuerpo se estremeciera, resonante, con el producto de su garganta.

Pero entonces el grito penetró en la habitación vestido de negro, empujó a las esclavas, y, en cuclillas, corrió de una pared a otra y se dejó caer en una esquina, ensordecedor, retorciéndose como si fuera presa de la enfermedad sagrada. Por último se deshizo en un llanto inagotable.

– Para Elea ha sido mucho peor -dijo Etis en tono de disculpa, como si quisiera pedirle perdón a Heracles por la conducta de su hija-: Trámaco no sólo era su hermano; también era su kyrios, su protector legal, el único hombre que Elea ha conocido y amado…

Etis se volvió hacia la muchacha que, recostada en el oscuro rincón, las piernas encogidas como si quisiera ocupar el mínimo espacio o deseara ser absorbida por las sombras como una negra telaraña, elevaba ambas manos frente al rostro, con ojos y boca desmesuradamente abiertos (sus facciones eran sólo tres círculos que abarcaban todo el semblante), estremecida por violentos sollozos. Etis dijo:

– Basta, Elea. No debes salir del gineceo, ya lo sabes, y menos en este estado. Manifestar así el dolor frente a un invitado… ¡qué! ¡No es propio de una mujer digna! ¡Regresa a tu habitación! -pero la muchacha acreció el llanto. Etis exclamó, alzando la mano-: ¡No te lo ordenaré otra vez!

– Permitidme, ama -rogó una de las esclavas y, apresuradamente, se arrodilló junto a Elea y le dirigió tenues palabras que Heracles no acertó a escuchar. Pronto, los sollozos se convirtieron en incomprensibles balbuceos.

Cuando Heracles volvió a mirar a Etis, advirtió que ella lo miraba a él.

– ¿Qué ocurrió? -dijo Etis-. El capitán de la guardia me contó, tan sólo, que un cabrero lo había encontrado muerto no muy lejos del Licabeto…

– Aschilos el médico afirma que fueron los lobos.

– ¡Muchos lobos harían falta para acabar con mi hijo!

«Y no pocos para acabar contigo, oh noble mujer», pensó él.

– Fueron muchos, sin duda -asintió.

Etis empezó a hablar con extraña suavidad, sin dirigirse a Heracles, como si rezara una plegaria a solas. En la palidez de su rostro anguloso, las bocas de sus rojizos arañazos sangraban de nuevo.

– Se marchó hace dos días. Me despedí de él como tantas otras veces, sin preocuparme, pues ya era un hombre y sabía cuidarse… «Voy a pasarme todo el día cazando, madre», me dijo. «Llenaré mi alforja para ti de codornices y tordos. Tenderé trampas con mis redes para las liebres»… Pensaba regresar esa misma noche. No lo hizo. Yo quería reprochárselo cuando llegara, pero…

Su boca se abrió de repente, como preparada para pronunciar una enorme palabra. Permaneció así un instante, la mandíbula tensa, la oscura elipse de las fauces inmovilizada en el silencio [3]. Entonces volvió a cerrarla con suavidad y murmuró:

– Pero ahora no puedo enfrentarme a la Muerte y regañarla… porque no regresaría con el semblante de mi hijo para pedirme perdón… ¡Mi hijito querido!…

«En ella, una leve ternura es más terrible que el rugido del héroe Esténtor», pensó Heracles, admirado.

– Los dioses, a veces, son injustos -dijo, a modo de mero comentario, pero también porque, en el fondo, lo creía así.

– No los menciones, Heracles… ¡Oh, no menciones a los dioses! -la boca de Etis temblaba de cólera-. ¡Fueron los dioses quienes clavaron sus colmillos en el cuerpo de mi hijo y sonrieron cuando arrancaron y devoraron su corazón, aspirando con deleite el tibio aroma de su sangre! ¡Oh, no menciones a los dioses en mi presencia!…

A Heracles le pareció que Etis intentaba, en vano, apaciguar su propia voz, que ahora resonaba con fuertes rugidos por entre sus fauces, provocando el silencio a su alrededor. Las esclavas habían vuelto la cabeza para contemplarla; aun la misma Elea había enmudecido y escuchaba a su madre con mortal reverencia.

– ¡Zeus Cronida ha derribado el último roble de esta casa, aún verde!… ¡Maldigo a los dioses y a su casta inmortal!…

Sus manos se habían alzado, abiertas, en un gesto temible, directo, casi exacto. Después, bajando lentamente los brazos al tiempo que el tono de sus gritos, añadió, con súbito desprecio:

– ¡La mejor alabanza que pueden esperar los dioses es nuestro silencio!…

Y aquella palabra -«silencio»- fue rota por un triple clamor. El sonido se hundió en los oídos de Heracles y lo acompañó mientras salía de la funesta casa: un grito ritual, tripartito, de las esclavas y de Elea, las bocas abiertas, desencajadas, formando una sola garganta rota en tres notas distintas, agudas y ensordecedoras, que arrojaron fuera de sí, en tres direcciones, el fúnebre rugido de las fauces [4].

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[3] Las metáforas e imágenes relacionadas con «bocas» o «fauces», así como con «gritos» o «rugidos», ocupan (como el lector atento puede haber notado ya) toda la segunda parte de este capítulo. Me parece obvio que nos encontramos ante un texto eidético. (N. del T.)

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[4] Sorprende que Montalo, en su erudita edición del original, ni siquiera haga referencia a la fuerte eidesis que revela el texto, al menos a lo largo de todo este primer capítulo. Sin embargo, también es posible que desconozca tan curioso recurso literario. A modo de ejemplo para el lector curioso, y también por relatar con sinceridad cómo he venido a descubrir la imagen oculta en este capítulo (pues un traductor debe ser sincero en sus notas; la mentira es privilegio del escritor), referiré la breve charla que mantuve ayer con mi amiga Helena, a la que considero una colega docta y llena de experiencia. Salió a colación el tema, y le comenté, entusiasmado, que La caverna de las ideas, la obra que he empezado a traducir, es un texto eidético. Se quedó inmóvil observándome, la mano izquierda sosteniendo por el rabillo una de las cerezas del plato cercano.

– ¿Un texto qué? -dijo.

– La eidesis -expliqué- es una técnica literaria inventada por los escritores griegos antiguos para transmitir claves o mensajes secretos en sus obras. Consiste en repetir metáforas o palabras que, aisladas por un lector perspicaz, formen una idea o una imagen independiente del texto original. Arginuso de Corinto, por ejemplo, ocultó mediante eidesis una completísima descripción de una joven a la que amaba en un largo poema aparentemente dedicado a las flores del campo. Y Epafo de Macedonia…

– Qué interesante -sonrió, aburrida-. ¿Y se puede saber qué oculta tu anónimo texto de La caverna de las ideas?

– Lo sabré cuando lo traduzca por completo. En el primer capítulo, las palabras más repetidas son «cabelleras», «melenas» y «bocas» o «fauces» que «gritan» o «rugen», pero…

– ¿«Melenas» y «fauces que rugen»?… -me interrumpió ella con sencillez-. Puede estar hablando de un león, ¿no?

Y se comió la cereza.

Siempre he odiado esa capacidad de las mujeres para llegar a la verdad sin agotarse tomando el atajo más corto. Fui yo, entonces, quien me quedé inmóvil, observándola con los ojos muy abiertos. -Un león, pues claro… -musité. -Lo que no entiendo -prosiguió Helena sin darle importancia al asunto- es por qué el autor consideraba tan secreta la idea de un león como para ocultarla mediante… ¿cómo has dicho?

– Eidesis. Lo sabremos cuando termine de traducirlo: un texto eidético sólo se comprende cuando se lee de cabo a rabo -mientras decía eso pensaba: «Un león, claro… ¿Cómo es que no se me había ocurrido antes?».

Bien -Helena dio por terminada la conversación,

flexionó las largas piernas, que había mantenido estiradas sobre una silla, depositó el plato de cerezas en la mesa y se levantó-. Pues sigue traduciendo, y ya me contarás.

– Lo sorprendente es que Móntalo no haya notado nada en el manuscrito original… -dije.

– Pues escríbele una carta -sugirió-. Quedarás bien y ganarás méritos.

Y, aunque al pronto fingí no estar de acuerdo (para que no notara que me había resuelto todos los problemas de un plumazo), eso es lo que he hecho. (N. del T.)

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[5] «La textura es untuosa; los dedos se deslizan por la superficie como impregnados en aceite; cierta fragilidad de escamas se percibe en el área central», afirma Montalo respecto de los trozos de papiro del manuscrito al comienzo del capítulo segundo. ¿Acaso se emplearon hojas procedentes de distintas plantas en su elaboración? (N. del T.)