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Diágoras se volvió hacia Heracles.

– No te atreverás a insinuar… -dijo.

Heracles se encogió de hombros y suspiró, como si se viera en la obligación de dar una mala noticia y ello le causara cierto pesar.

– Ven -dijo-. Detengámonos aquí y hablemos.

Se hallaban en una zona despejada, junto a una Stoa de paredes decoradas con pinturas que evocaban rostros humanos. El artista había suprimido todos los rasgos salvo los ojos, que permanecían abiertos y vigilantes. A lo lejos, en la calle observada por la luna, ladró un perro.

– Diágoras -dijo Heracles con lentitud-, pese al breve tiempo que llevamos tratándonos, creo conocerte un poco, y sospecho que lo mismo te ocurre a ti conmigo. Lo que voy a decirte no te va a agradar, pero es la verdad, o parte de ella. Y tú me has pagado para saberla.

– Habla -dijo Diágoras-. Te escucharé.

Empleando un tono tan delicado como las alas de un pequeño pájaro, Heracles comenzó:

– Trámaco, Antiso y Eunío han llevado… y llevan… una vida, digamos, un tanto disipada. No me preguntes el motivo: no creo que debas sentirte responsable como mentor. Pero el hecho es éste: que la Academia les aconseja rechazar las emociones vulgares del placer físico, así como participar en obras teatrales, pero ellos se relacionan con hetairas y hacen de coreutas… -alzó una mano con rapidez, como si hubiera percibido que Diágoras se hallaba a punto de interrumpirle-. En teoría, esto no es malo, Diágoras. Incluso puede que algunos de tus colegas mentores lo conozcan y lo permitan. A fin de cuentas, son cosas de jóvenes. Pero en el caso de Antiso y Eunío… y probablemente de Trámaco… Bien, digamos que exageraron un poco. Conocieron a Menecmo, aún no sé cómo, y se convirtieron en fervientes… discípulos de su… peculiar «escuela» nocturna. El esclavo que contraté para que siguiera a Antiso anoche me dijo que, después de actuar en el teatro que hemos visto, Eunío y Antiso se marcharon con Menecmo a su taller… y participaron en una pequeña fiesta.

– Una fiesta… -los ojos de Diágoras se movían, vigilantes, en sus órbitas, como si quisieran abarcar de una sola mirada toda la figura del Descifrador-. ¿Qué fiesta?

Los ojos del viejo vigilaban, asomados… el taller de esculturas… un hombre maduro… varios adolescentes… reían… resplandores de las lámparas… mientras los adolescentes aguardaban… una mano… cintura… El viejo se pasó la lengua por los labios… la caricia… un jovencito, mucho más hermoso… completamente desnudo… el vino derramado… Así, decía… El viejo, sorprendido… mientras el escultor… acercándose… lento y suave… más suave… Ah, gimió… al tiempo que los demás jóvenes… redondeces. Entonces, volcados todos… postura extraña… piernas… desesperante… en la penumbra… con el sudor… Espera, le oyó murmurar… «Increíble», pensó el viejo. [45]

– Es ridiculo -dijo Diágoras con voz ronca-. ¿Por qué no dejan la Academia entonces?

– No lo sé -Heracles se encogió de hombros-. Quizá por las mañanas quieren pensar como hombres y por las noches gozar como animales. No tengo la menor idea al respecto. Pero éste no es el problema más grave. Lo cierto es que sus familias desconocen la doble vida que llevan. La viuda Etis, por ejemplo, se siente satisfecha por la educación que Trámaco estaba recibiendo en la Academia… Y no hablemos del noble Praxínoe, el padre de Antiso, que es prítano de la Asamblea, o de Trisipo, el padre de Eunío, un antiguo y glorioso estratego… ¿Qué ocurriría, me pregunto, si la actividad nocturna de tus alumnos llegara a trascender?

– Sería horrible para la Academia… -murmuró Diágoras.

– Sí, pero ¿y para ellos? Más aún ahora, al cumplir la edad de la efebía, cuando adquieren derechos legales… ¿Cómo crees que reaccionarían sus nobles padres, que tanto han deseado que se eduquen según los ideales del maestro Platón? Yo creo que los primeros interesados en que nada de esto se sepa son tus alumnos… no digamos el propio Menecmo.

Y, como si ya no tuviera nada más que decir, Heracles reanudó la marcha por la solitaria calle. Diágoras lo siguió en silencio, vigilando su rostro. Heracles dijo:

– Todo lo que te he contado hasta aquí se aproxima mucho a la verdad. Ahora procederé a explicarte mi hipótesis, que considero bastante probable. En mi opinión, todo iba bien para ellos hasta que Trámaco decidió delatarles…

– ¿Qué?

– Es posible que la conciencia le remordiera al saber que traicionaba las normas de la Academia, quién sabe. Sea como fuere, mi teoría es ésta: que Trámaco decidió hablar. Contarlo todo.

– No hubiera sido tan terrible -se apresuró a decir Diágoras-. Yo habría comprendido…

Heracles lo interrumpió.

– No sabemos cuánto es todo, recuérdalo. No conocemos muy bien la índole exacta de la relación que mantenían, y mantienen, con el tal Menecmo…

Heracles hizo una pausa para crear un silencio lo suficientemente explícito. Diágoras murmuró:

– ¿Pretendes decirme que… su terror en el jardín…?

La expresión de Heracles evidenció que no era ése el aspecto que él consideraba más importante. Pero dijo:

– Sí, quizá. Sin embargo, debes tener en cuenta que yo nunca quise investigar el supuesto terror que afirmas haber visto en los ojos de Trámaco, sino…

– … algo que viste en su cadáver y que no has querido contarme -se impacientaba Diágoras.

– Exacto. Lo que ocurre es que ahora todo encaja. El hecho de haberte ocultado este detalle, Diágoras, obedecía a que sus implicaciones son tan desagradables que deseaba, en primer lugar, establecer alguna clase de hipótesis que pudiera explicarlo. Pero creo que ha llegado el momento de revelártelo.

De improviso, Heracles se llevó una mano a la boca. A Diágoras le pareció, por un instante, que el Descifrador pretendía amordazarse a sí mismo para no hablar. Pero, luego de acariciarse la pequeña barba plateada, Heracles dijo:

– A primera vista, se trata de algo muy simple. El cuerpo de Trámaco, como sabes, se hallaba cubierto de mordiscos, pero… no del todo. Quiero decir que sus brazos estaban casi ilesos. Y ése fue el detalle que me sorprendió. Lo primero que hacemos cuando nos atacan es alzar los brazos, y en ellos recibimos los primeros golpes. ¿Cómo se explica que una manada entera de lobos atacara al pobre Trámaco sin herirle apenas los brazos? Sólo existe una posible explicación: los lobos encontraron a Trámaco, como mínimo, inconsciente, y comenzaron a devorarlo sin necesidad de enfrentarse a él… Se fueron directamente a lo más seguro: incluso le arrancaron el corazón…

– Ahórrame los detalles -replicó Diágoras-. Lo que no comprendo es cómo se relaciona todo esto con… -de repente se interrumpió. El Descifrador lo vigilaba con fijeza, como si los ojos de Diágoras expresaran mejor su pensamiento que las palabras-. Un momento: has dicho que los lobos encontraron a Trámaco, como mínimo, inconsciente…

– Trámaco nunca se fue a cazar -continuó Heracles, impasible-. Mi hipótesis es que iba a contarlo todo. Probablemente, Menecmo…, y me gustaría pensar que fue Menecmo…, lo citó aquel día en las afueras de la Ciudad para llegar a alguna clase de trato con él. Hubo una discusión… y quizás una pelea. O puede que Menecmo ya tuviera pensado silenciar a Trámaco de la peor forma posible. Después, los lobos, por azar, hicieron desaparecer las pruebas. Ahora bien, esto es tan sólo una hipótesis…

– Cierto, porque Trámaco podía estar simplemente durmiendo cuando los lobos lo encontraron -apuntó Diágoras.

Heracles negó con la cabeza.

– Un hombre que duerme es capaz de despertarse y defenderse… No, no lo creo: las heridas de Trámaco demuestran que no se defendió. Los lobos encontraron un cuerpo inmóvil.

– Pero puede que…

– … que perdiera el conocimiento por cualquier otra causa, ¿no? Es lo que pensé al principio, por eso no quería revelarte mis sospechas. Pero, si es así, ¿por qué Antiso y Eunío han empezado a tener miedo después de la muerte de su amigo? Antiso, incluso, ha decidido marcharse de Atenas…

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[45] «La mayor parte de este pasaje -que, sin duda, describía la fiesta de Menecmo y los adolescentes observada por Eumarco- se ha perdido. Las palabras fueron escritas con una tinta más soluble, y muchas de ellas se evaporaron con el paso del tiempo. Los espacios vacíos parecen ramas desnudas donde antes los pájaros de los vocablos se posaban», comenta Montalo sobre este corrupto fragmento. Y se pregunta a continuación: «¿Cómo reconstruirá cada lector su propia orgía con las palabras que quedan?». (N. del T.)