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– ¿Qué es esto? -preguntó.

– Una representación teatral -dijo Heracles.

– Ya lo sé. Quiero decir qué…

El Descifrador le indicó con gestos que guardara silencio. El coro había finalizado la antistrofa y sus miembros se agrupaban en fila frente al público. Diágoras comenzó a percibir el agobio de aquel aire irrespirable; pero no era sólo el aire lo que le inquietaba: también estaba el denso afán de los espectadores. Éstos no formaban un grupo muy numeroso -había asientos vacíos- pero si solidario: erguían sus cabezas, balanceaban sus cuerpos al ritmo del canto, bebían vino en pequeños odres; uno de ellos, sentado junto a Diágoras, con los ojos desorbitados, jadeaba. Era el afán.

Diágoras recordaba haberlo observado por primera vez en las representaciones de los poetas Esquilo y Sófocles: una participación casi religiosa, un silencio tácito, inteligente, como el que yace en las palabras escritas, y cierto… ¿qué?… ¿Placer?… ¿Miedo?… ¿Embriaguez?… No podía comprenderlo. Le parecía, a veces, que aquel ritual inmenso era mucho más antiguo que la comprensión de los hombres. No se trataba exactamente de teatro: era algo previo, anárquico; no existían bellos versos que un público culto pudiera traducir a hermosas imágenes; el discurso casi nunca era racional: las madres fornicaban con sus hijos, los padres eran asesinados por éstos, las esposas atrapaban a sus cónyuges en sangrientas e inextricables redes, un crimen se pagaba con otro, la venganza era infinita, las Furias acosaban a culpables e inocentes, los cadáveres quedaban insepultos; por doquier, aullidos de dolor de un coro inclemente; y un terror opresivo, gigantesco, como el del hombre abandonado en medio del mar. Un teatro que era como el ojo de un Cíclope que acechara al público desde su caverna. Diágoras siempre se había sentido inquieto frente a aquellas obras atormentadas. ¡No le sorprendía en absoluto que disgustaran tanto a Platón! ¿Dónde se hallaban, en tales espectáculos, las doctrinas morales, las normas de conducta, el buen hacer del poeta que debe educar al pueblo, el…?

– Diágoras -susurró Heracles-: Fíjate en los dos coreutas de la derecha, en la segunda fila.

Uno de los actores se acercó a la figura que se hallaba detrás de la mesa. Por los altos coturnos que calzaba y la complicada máscara que celaba su rostro parecía tratarse del Corifeo. Emprendió un diálogo esticomítico con el personaje sedente:

CORIFEO: Vamos, Traductor: busca las claves, si es que las hay.

TRADUCTOR: Largo tiempo llevo buscándolas. Pero las palabras me confunden.

CORIFEO: Así pues, ¿piensas que es inútil persistir?

TRADUCTOR: No, pues creo que todo lo que está escrito puede descifrarse.

CORIFEO: ¿No te atemoriza llegar hasta el final?

TRADUCTOR: ¿Por qué habría de atemorizarme?

CORIFEO: Porque es posible que no existan soluciones de ningún tipo.

TRADUCTOR: Mientras tenga fuerzas, seguiré.

CORIFEO: ¡Oh, Traductor: arrastras una piedra que volverá a caer desde la cima!

TRADUCTOR: ¡Es mi Destino: vano sería pretender rebelarme!

CORIFEO: Al parecer, te impulsa una confianza ciega.

TRADUCTOR: ¡Debe haber algo tras las palabras! ¡Siempre hay un significado!

– ¿Los reconoces? -dijo Heracles.

– Oh, dioses -musitó Diágoras.

CORIFEO: Veo que es inútil hacerte cambiar de opinión.

TRADUCTOR: Ahí no te equivocas: atado estoy a esta silla y a estos papiros.

Se escucharon golpes de címbalo. El coro emprendió un rítmico estásimo:

CORO: ¡Lloro por tu destino, Traductor, que ata tus ojos a las palabras, haciéndote creer que acabarás hallando una clave en el texto que traduces! ¿Por qué Atenea, de ojos de lechuza, brindarnos quiso el luminoso conocimiento? ¡Ahí te ves, infortunado, intentando, como Tántalo, alcanzar la fútil recompensa de tus fatigas, pero los significados, huidizos, no puedes atrapar con tus manos extendidas ni con tu experta mirada! ¡Oh suplicio! [43]

Diágoras no quiso mirar más. Se levantó y caminó hacia la salida. Los címbalos resonaron tan fuertes que el sonido se hizo luz, y todos los ojos parpadearon. El coro alzó los brazos:

CORO: ¡Cuidado, Traductor, cuidado! ¡Te vigilan! ¡Te vigilan!

– ¡Diágoras, espérame! -exclamó Heracles Póntor.

CORO: ¡Un peligro te acecha! ¡Ya has sido advertido, Traductor! [44]

En la fría oscuridad de la calle, bajo el ojo vigilante de la luna, Diágoras tomó aire varias veces. El Descifrador, que venía detrás, también jadeaba, pero en su caso era debido al esfuerzo de subir las escaleras.

– ¿Los reconociste? -preguntó.

Diágoras asintió.

– Llevaban máscaras, pero eran ellos.

Regresaron por las mismas calles solitarias. Heracles dijo:

– Pues bien, ¿qué significa? ¿Por qué Antiso y Eunío vienen a este lugar por las noches, embozados en largas túnicas oscuras? Tú, supongo, podrás explicármelo.

– En la Academia opinamos que el teatro es un arte imitativo vulgar -dijo Diágoras con lentitud-: Prohibimos expresamente que nuestros discípulos asistan a representaciones dramáticas, no digamos que participen en ellas. Platón cree… Bueno, todos creemos que la mayoría de los poetas son poco cuidadosos y se dedican a dar mal ejemplo a los jóvenes mostrando personajes nobles que, sin embargo, están repletos de abyectos vicios. El verdadero teatro, para nosotros, no es un entretenimiento grosero dedicado a hacer reír o gritar a la plebe. En el gobierno ideal de Platón, el…

– Por lo visto, no todos tus discípulos opinan así -lo interrumpió Heracles.

Diágoras cerró los ojos con expresión dolorida.

– Antiso y Eunío… -murmuró-. Jamás lo hubiese creído.

– Y Trámaco, probablemente, también. Lo lamento.

– Pero ¿qué clase de… obra grotesca ensayaban? ¿Y qué lugar era ése? No conozco ningún teatro cubierto en la Ciudad, salvo el Odeón.

– ¡Ah, Diágoras: Atenas respira mientras nosotros pensamos! -exclamó Heracles con un suspiro-. Hay muchas cosas que nuestros ojos no ven, pero que pertenecen también al pueblo: diversiones absurdas, oficios inverosímiles, actividades irracionales… Tú no sales nunca de tu Academia y yo nunca salgo de mi cerebro, que vienen a ser lo mismo, pero Atenas, mi querido Diágoras, no es nuestra idea de Atenas…

– ¿Ahora opinas igual que Crántor?

Heracles se encogió de hombros.

– Lo que intento decirte, Diágoras, es que la vida tiene lugares extraños que ni tú ni yo hemos visitado jamás. El esclavo que me ofreció la información me aseguró que existen en la Ciudad varios teatros clandestinos como éste. Por regla general, se trata de viejas casas adquiridas a bajo precio por comerciantes metecos, que éstos, después arriendan a los poetas. Con el dinero que recaudan, pagan sus fuertes impuestos. Por supuesto los arcontes no permiten tal actividad, pero, como acabas de ver, público no les falta… El teatro es un negocio bastante lucrativo en Atenas.

– Y respecto a la obra…

– No conozco el título ni el tema, pero sí el autor: es una tragedia de Menecmo, el escultor poeta. ¿Lo viste actuar?

– ¿A Menecmo?

– Sí, era el hombre que estaba sentado en la mesa, el que hacía de Traductor. Su máscara era pequeña y pude reconocerle. Un individuo realmente curioso: tiene un taller de escultura en el Cerámico, donde se gana la vida realizando frisos para las casas de nobles atenienses, y escribe tragedias que nunca estrena oficialmente, sino para un grupo de «escogidos», poetas mediocres como él, en estos teatrillos ocultos. He hecho algunas averiguaciones en su barrio. Según parece, usa su taller para algo más que para trabajar: organiza fiestas nocturnas al estilo siracusano, orgías que harían palidecer a un Mórico. Los principales invitados son los mozalbetes que le sirven de modelos en sus mármoles y de coreutas en sus obras…

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[43] Sí, suplicio. ¿Nos encontramos ante un mensaje del autor dirigido a sus posibles traductores? ¿Cabe pensar que el secreto de La caverna de las ideas es de tal naturaleza que su anónimo creador ha querido curarse en salud, intentando desanimar a todo el que pretenda descifrarlo? (N. del T.)

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[44] Podrá parecer gracioso -y lo será, sin duda-, pero aquí, en mi casa, de noche, inclinado sobre los papeles, he dejado de traducir al llegar a estas palabras y he mirado hacia atrás, inquieto. Por supuesto, sólo hay oscuridad (suelo trabajar con una luz en el escritorio, y nada más). Debo atribuir mi conducta al misterioso hechizo de la literatura, que a estas horas de la noche llega a confundir las mentes, como diría Hornero. (N. del T.)