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Pues hace usted mal. Ya ve qué útiles resultan.

– ¿Lo ayudan a todo?

– Menos a venderlas.

– ¿Usted vende enciclopedias?

– Las hago, las empasto, las vendo.

– Las pasea.

– Vine a venderlas, pero me encontré con que les ha dado por la revolución. Ahora nadie compra nada para los días de ocio. Y el ministro ese que me dijo que viniera, pues se ha marchado.

El hombre, un español de habla educada y modales de intelectual, le contó a Emilia que había pasado por México hacía cuatro años, y que entonces le encargaron dos docenas de enciclopedias para las bibliotecas. Había vuelto con ellas, pero ni quien lo reconociera, ni quien las quisiera. Iba a tener que cambiarlas por unos días de hotel y un pasaje de vuelta, si alguien se las cambiaba. Si no, tendría que dedicarse a componer refrigeradores hasta juntar para el regreso.

Un dejo en su modo de hablar y en sus ojos inteligentísimos lo hacían tan atractivo y cercano como si fuera un conocido de siempre. Algo por el estilo debió pensar él de Emilia. Fueron a sentarse a una mesa y se pusieron a hablar como si les regalaran el tiempo. Ésa era una cosa buena de la guerra: todo estaba como suspendido, esperando a que algo que dependía de otros se resolviera en algún momento.

Mientras, el tiempo no iba a ninguna parte y la gente metida en él tampoco tenía que moverse demasiado. Esperar era la gran actividad de los que luchaban contra nadie. Y para esperar no había mejor cosa que un buen rato de conversación. Así que Ignacio Cardenal, el editor engañado, y Emilia Sauri, la médico sin hospital, pasaron el resto de la tarde platicando, como si se la debieran.

Bajo los rizos en desorden de su cabeza, Cardenal tenía una mente noble y un corazón ingenioso. Le describió a Emilia su vida y sus amores en España. Tenía una esposa guapísima a la que recordó como la mujer más fiera y bien plantada de Bilbao, y tres hijas paridas a semejanza suya y con los mismos ojos con que él había conseguido enamorar a la madre. Habló de su desproporcionado amor a los libros y de la bancarrota en que había ido dejando a su familia por causa de tan inútil amorío. Comparándose con el editor en quiebra, Emilia respondió hablando de Daniel, de la medicina, de sus maestros, de sus viajes, de su destino sin destino, de sus dudas. Salieron del restorán y caminaron por los alrededores del hotel como si la ciudad no estuviera llena de asaltantes y percances a la vuelta de cada esquina, como si el atardecer rebosara de luz y las chispas de lluvia que había dejado el aguacero no mojaran su cabeza y sus hombros. Les pareció hermosa la ciudad lastimada y oscura que recorrieron hablando sin tregua de sus vidas. Hubieran podido caminar toda la noche, pero un atisbo de sensatez y un hambre para la que no encontraron nada en su recorrido, los devolvieron al hotel cerca de las nueve, seguros de que en esa ciudad no había comida sino en sitios privilegiados. Se conocían para entonces bastante mejor que algunos que se llaman amigos de toda la vida. Comparaban el tamaño de sus manos cuando Daniel entró al comedor, impetuoso y sonriente, como si fueran las cuatro y cuarto.

– ¿Quién es éste? -le preguntó a Emilia señalando al español como a un intruso.

– Éste es el señor con el que he pasado la tarde conversando. ¿Quién eres tú? -le preguntó Emilia.

– Mucho gusto señor -dijo Daniel sin mirarlo, pero sin quitar sus manos de los hombros de Emilia.

– El gusto es mío -dijo Ignacio sabiendo a la perfección quién era Daniel y quiénes sus antepasados-. Usted será el caballero que tuvo a esta señora esperándolo toda la tarde.

– Yo no pretendo ser un caballero. Y la señora es mi mujer.

– No me dijo que estuviese casada -aclaró Ignacio.

– Más que casada -dijo Daniel mirando a Emilia.

– Peor que casada -dijo Emilia encarándolo-. Ignacio es mi amigo, le conté todo y no entiende cómo alguien con mi cabeza puede estar metida en algo así.

– ¿Tu amigo? ¿Cuándo han podido ser amigos un hombre y una mujer? ¿Y cuándo se mete uno con la cabeza en algo así? -siguió preguntando Daniel.

– Yo no dije que alguien con su cabeza -corrigió Cardenal-. Dije que alguien con la sabiduría de sus emociones.

– ¿Y éste qué sabe de tus emociones y sus sabidurías?

– Suficiente -dijo Emilia.

– ¿Me podrá decir entonces qué demonios quieres de mí? -preguntó Daniel.

– Te lo puedo decir yo -contestó Emilia-. Quiero que te estés quieto.

Daniel soltó una carcajada de potro feliz, echó hacia atrás el pedazo de pelo que le caía sobre los ojos y pidió un brandy para celebrar la demanda. Esa mañana, cuando él despertó, ¿quién sino ella era la que había entrado en movimiento? ¿Quién sino ella se había ido a buscar líos en la Cruz Roja, a meter su limpísimo coño a ese lugar lleno de enfermos contagiosos?, preguntó.

– Estás borracho -dijo Emilia nerviosa y arrebatada.

– Todos estamos borrachos. Este lío no es sino una borrachera. De poder. De sangre. De altruismo trasnochado. De alcohol en el mejor de los casos. Pero todos andamos borrachos todo el tiempo. Tú, por ejemplo: ¿qué tienes que andar buscando la muerte entre moribundos? ¿Qué buscas metiéndoles la mano en la boca a los enfermos de peste?

– ¿Cómo sabes que lo hice?

– Porque me voy, pero no te dejo -contestó Daniel-. Todo lo sé de ti. Desde cómo te brilla la entrepierna hasta la estupidez con que haces filantropía.

Emilia dejó su asiento, se acercó a él, le pasó la mano por el cabello y lo besó en la boca con sabor a brandy de toda la tarde.

Sin moverse de su silla, Ignacio Cardenal disfrutó el espectáculo. Si lo daban frente a él con tantísima frescura, no tenía por qué disimular su arrobo. El modo en que esa pareja había pasado sin más del pleito al beso, le pareció memorable.

– Os merecéis -opinó, riéndose.

– Tú lo has dicho, cabrón -dijo Daniel, abandonando los labios que había sorbido como caramelos.

Durante la siguiente semana los tres fueron juntos al teatro en que una cupletista cantaba conjurando el desastre, a la zarzuela cuyas penas menores ayudaban a la gente a llorar sin vergüenza sus penas mayores, y también al circo, que Emilia no lograba separar del opresivo atardecer adolescente en que supo que Daniel estaba en la cárcel.

El espectáculo parecía repetirse idéntico: dos payasos, una caballista infalible, un domador de leones escuálidos, tres enanos en conflicto, un acróbata exhausto, cinco bailarinas de edad imprecisa. Todo lo celebraron ellos como si no lo hubieran visto nunca, como si la faramalla del circo fuera la perfecta gemela del desvarío en que vivían. Cuando tras columpiarse un rato la trapecista saltó al instante de vacío que se abría bajo ella, Emilia buscó el oído de Daniel y le dijo: "De todos los riesgos que he corrido por usted, el único que no hubiera corrido nunca es el de no haberlos corrido".

No sólo ellos vivían en vilo, la ciudad toda parecía suspendida entre un columpio y otro. Los combates en las afueras se oían como si estuvieran dentro. En las noches, sus habitantes buscaban farra como si fueran soldados con licencia. Cada día era el último, cada día algo se iba perdiendo y algo llegaba a marcar las costumbres y el sol de otra manera.

Daniel trabajaba desde temprano. Escribía crónicas y artículos para varios periódicos extranjeros. Pasaba el día entre revolucionarios de un bando y de otro. A unos los veía en sus oficinas y reuniones públicas, a otros a escondidas, por la noche, en sus casas o en las de quienes los albergaban corriendo toda clase de peligros. Los había conocido a unos y a otros cuando formaban parte del mismo ejército empeñado en echar de la presidencia al que asesinó a Madero. No había participado en las discusiones y litigios que los dividieron después. Creía por eso que todos tenían su parte de razón en el pleito y se negaba a darle a cualquiera de los bandos el derecho sobre su conciencia.