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– ¿Entonces tú eres doctora? -le preguntó para ayudarla a esconder la emoción que la avergonzaba.

– Sí -dijo Emilia aceptando por primera vez, en voz alta, que también esa pasión la había tomado desde niña y que tampoco de esa quería separarse jamás.

– No te amohines, hay cosas que no tienen remedio -dijo el viejo acariciando con su mano huesuda y temblorosa la mano curva y clara de la muchacha-. Tú no lo sabes, pero le llevas muchas vidas a tu hombre -dijo y dedicó la siguiente media hora de su conversación a informarle cuántas reencarnaciones parecía llevar encima el espíritu que ella albergaba en su cuerpo.

Eran más de las seis de la tarde y un temblor de copas y juramentos tenía en vilo al lugar entero, cuando Daniel regresó a la mesa cargado de historias. Una más fantástica que la otra, las resumió durante la siguiente hora y media. Para Emilia, lo que pusieron en claro era que de todo ese pleito entre villistas, zapatistas y carrancistas, lo único definitivo era que los verdaderos perdedores serían los liberales, los de en medio, los como ellos.

– De nada sirve lamentar los tiempos en que se vive -dijo Refugio que para ayudarse a oír la cantidad de crímenes indescifrables, traiciones completas y esperanzas a medias de las que habló Daniel, había empezado a beber anís con brandy desde que lo vio llegar a la mesa.

– Refugio tiene una hija que está enferma -dijo Emilia interrumpiendo la euforia con que Daniel contaba las idas y vueltas de la revolución, como si fueran las anécdotas de un libro de suspenso.

– Nunca te importa lo que importa -contestó Daniel. La besó condescendiente y sugirió que empleara el resto de la tarde en visitar a la hija de Refugio, mientras él terminaba una conversación.

Emilia fue con don Refugio hasta el corralón en que vivía por el pueblo de Mixcoac. Ahí conoció a su nieta, frágil y risueña, empeñada en esconder la enfermedad que le había tomado el cuerpo con una violencia cuyos síntomas escondía. A solas, mientras Emilia la revisaba haciéndole preguntas, la muchacha le pidió guardar el secreto en tomo a la gravedad de todo lo que le sucedía, que dijera que así la tenía el hambre, total, había tanta hambre y tanta gente con su aspecto que quién iba a imaginarse algo peor.

– Si uno se ha de morir -le dijo-, mejor dar la sorpresa que andar fastidiando desde antes.

Su mal no tenía remedio. Emilia lo supo casi de mirarla. Pero descansar y comer bien la ayudaría a vivir más tiempo del que viviría trabajando hasta que su cuerpo, como el de un animal derrotado, no pudiera moverse. Le pidió que se dejara ayudar, que se estuviera quieta, que no madrugara para la ordeña, ni fuera con su marido a repartir la leche por la ciudad.

– No me pida que me muera desde hoy -le contestó la muchacha con un aplomo irrefutable.

Emilia prometió volver al día siguiente y se dejó acompañar por don Refugio y su pena borracha hasta la puerta de su casa en la colonia Roma.

– Se va a morir mi Eulalia ¿verdad? -le preguntó cuando iban de camino, sin detenerse a escuchar respuesta-. De remate, se van a ir estos cabrones que tanta hambre y tanto susto han traído, para que vengan unos todavía más cabrones. Eso te lo profetizo desde ahora: van a ganar los otros. Y sólo porque saben bien que eso quieren, ni siquiera porque sean más valientes o más vivos que éstos.

Emilia lo abrazó sin darle respuesta y entró a la casa. No tenía qué decir. Hubiera querido llenar su silencio con un palabrerío mentiroso que confundiera la certezas del viejo, pero no lo sintió digno de esa treta. Eran casi las once. Subió las escaleras segura de que Daniel ya estaría de regreso, pero Consuelo no sabía nada de él y se dedicó a estorbar sus cavilaciones con un parloteo sobre lo imposible que había sido conseguir en el mercado algo decente para ofrecerles de cenar. Todos los ultramarinos habían cerrado, no se sabía qué billetes valían ni por cuánto tiempo y a ella le urgía salir de los impresos por el gobierno en boga porque si, como decía la gente, acababan ganando los carrancistas, al cabo de un año ella tendría dos baúles de inservibles bilimbiques sobre los que llorar su dispendio.

Emilia la oyó como a un ruido más en mitad de la tormenta que sentía acercarse sin otro aviso que la pasión con que había visto a Daniel coquetear con la política en el restorán. Sabía de siempre que a él no le bastaba la guerra de sus cuerpos juntos para vivir en paz, que no quería vivir en paz, y que por más intentos que su imaginación hiciera para conservarlo, él buscaría siempre en otras partes un sostén para su índole inquieta y su idólatra veneración por la aventura. Tal vez de eso estuvieran hechos los temperamentos políticos, de una incapacidad para detenerse demasiado en el mundo privado, pero ella estaba cansándose de lidiar con un hombre cuyo empeño parecía puesto en negarse la dicha de una intimidad bien arropada.

Un rato dio pasos de un lado a otro de la sala hasta que llamó su atención la silla en que años antes había pasado una noche de vigilia esperando a que el mismo Daniel, con su risa indisciplinada y su cuerpo enredador, llamara a la puerta. Ese solo recuerdo bastó para hacerle correr desde la frente hasta las piernas toda la rabia que le provocaban siempre sus inútiles reflexiones. Y no quiso permitirse una más. Le dio las buenas noches a Consuelo y se puso un camisón de seda francesa que el inglés guardaba en un ropero para solaz de sus pasajeras amantes.

Se metió en la cama sintiendo la tersura de la tela contra su cuerpo de recién casada y negándose a llorar ni una lágrima que lamentara su desierta noche de bodas.

Daniel volvió en la madrugada. Entró sigiloso a la recámara en que Emilia dormía imperturbable como una escultura entre las sábanas. La penumbra empezaba a romperse cuando metió a la cama su cuerpo aún embriagado por una mezcla de noticias, disquisiciones y tragos. Emilia lo sintió acercarse y despertó abriendo enormes unos ojos de pregunta que en el acto volvió a cerrar. Su melena en desorden cubría las dos almohadas, Daniel se acostó sobre la oscuridad anárquica de esos rizos liándose en su olor como un buen agüero, luego rodeó con un brazo la cintura ladeada y profunda que casi rompía en dos el talle de Emilia y pegó su cuerpo desnudo al único sitio que presintió despierto en el de ella.

El sol de las nueve los alcanzó volteados al revés, sobre sí mismos, ajenos a cualquiera de las pasiones que en otro momento pretendían separarlos. Preso en el cuerpo de esa mujer de la que salían estrellas mientras iba gimiendo su nombre como si lo bendijera, Daniel volvió a sentir que el mundo era un desperfecto por el que resultaba estúpido vagar. Se bebió a Emilia como a una pócima que apaciguó hasta la última de sus inquietudes, durmió un rato largo sin que un solo deseo le turbara los sueños. Cuando despertó era mediodía y el lugar que junto a su cuerpo debía ocupar Emilia había perdido su tibieza desde horas atrás.

Salió de la recámara medio desnudo y llamándola a gritos como si la hubiera perdido en mitad de una batalla. Al verlo la señora Consuelo le dijo que Emilia se había ido hacía dos horas a visitar el hospital de la Cruz Roja. Daniel oyó esa información como un insulto y maldijo el momento en que a ella le había dado por la medicina. Estando el país como estaba, por qué no se le había ocurrido ser cantante o general, por qué médico, por qué esa profesión que ejercía, sin siquiera tener título, con el orgullo y la contundencia de una sabia, esa profesión que la hacía inaccesible cuando era urgente, cuando él la necesitaba como otros una cirugía. Profesión de mierda, profesión incapaz de olvidar el horror, profesión que todo lo abandonaba para no abandonar a un enfermo, profesión de locos, de masoquistas, de engreídos. Profesión para hombres feos, para viejas inmundas, para cuanto desencantado de la debilidad humana quisiera ser heroico, pero no profesión para la Emilia que acababa de abandonar su cuerpo, porque nada, mucho menos la mugre y el dolor, merecía el trato con la mujer cuyas secretas delicias y tesoros le pertenecían sólo a él y desde siempre.