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El Rey evocó dos noches en las que Ernesto se había sumergido voluntariamente y habló de contraer obligaciones, las obligaciones que todo acto, por gratuito o accidental que sea, conlleva. Habló del corazón. El corazón de los hombres, que sangra como las mujeres (creo que se refería a la menstruación) y que obliga a los verdaderos hombres a responsabilizarse de sus actos, cualesquiera que éstos sean. Y habló de las deudas: no había nada más despreciable que una deuda mal saldada. Eso dijo. No habló de deuda no saldada sino mal saldada. Luego calló y esperó a escuchar lo que tenían que decir sus visitantes.

El primero fue Ernesto San Epifanio. Dijo que él no tenía ninguna deuda con el Rey. Dijo que lo único que hizo fue acostarse dos noches seguidas con él (dos noches locas, precisó), tal vez a sabiendas de que se estaba metiendo en la cama con el rey de los putos, y sin calibrar, por ende, los peligros «y responsabilidades» que con tal acción contraía, pero que lo había hecho inocentemente (aunque al decir la palabra inocente Ernesto no pudo reprimir una risilla nerviosa, que acaso contradecía el adjetivo autoadjudicado), guiado sólo por el deseo y por la aventura, y no por el secreto designio de convertirse en el esclavo del Rey.

Tú eres mi puto esclavo, dijo interrumpiéndolo el Rey. Yo soy tu puto esclavo, dijo el hombre o el muchacho que estaba en el fondo de la habitación. Tenía una voz aguda y doliente que me hizo pegar un respingo. El Rey se volvió y lo mandó a callar. Yo no soy tu puto esclavo, dijo Ernesto. El Rey miró a Ernesto con una sonrisa paciente y malévola. Le preguntó quién creía que era. Un poeta homosexual mexicano, dijo Ernesto, un poeta homosexual, un poeta, un (el Rey no entendió nada), y después añadió algo sobre el derecho que tenía (el derecho inalienable) de acostarse con quien quisiera y no por ello ser considerado un esclavo. Si esto no fuera tan patético me moriría de risa, dijo. Pues muérete de risa, dijo el Rey, antes de que te condecoren. Su voz de pronto se había vuelto dura. Ernesto se ruborizó. Yo lo veía de perfil y noté cómo su labio inferior temblaba. Te vamos a martirizar, dijo el Rey. Te vamos a dar cran hasta que revientes, dijo el contralor del reino. Te vamos a dar fierro hasta condecorarte los meros pulmones, hasta condecorarte el mero corazón, dijo el Rey. Lo curioso, sin embargo, fue que dijeron todo lo anterior sin mover los labios y sin que saliera sonido alguno de sus bocas.

Deja de molestarme, dijo Ernesto con voz exangüe.

El pobre muchacho subnormal del fondo de la habitación se puso a temblar y se cubrió con una manta. Poco después todos pudimos escuchar sus gemidos ahogados.

Entonces habló Arturo. ¿Quién es?, dijo.

¿Quién es quién, buey?, dijo el Rey. ¿Quién es ése?, dijo Arturo y señaló el bulto de la cama. El contralor dirigió una mirada inquisitiva hacia el fondo de la habitación y después miró a Arturo y a Ernesto con una sonrisa vacía. El Rey no se volvió. ¿Quién es?, dijo Arturo. ¿Quién chingados eres tú?, dijo el Rey.

El muchacho del fondo de la habitación se estremeció bajo la manta. Parecía que daba vueltas. Enredado o ahogado, quien lo mirara ya no podía precisar si su cabeza estaba cerca de la almohada o a los pies de la cama. Está enfermo, dijo Arturo. No era una pregunta, ni siquiera una afirmación. Fue como si lo dijera para sí mismo y fue, al mismo tiempo, como si flaqueara, y qué curioso, en ese momento escuché su voz y en vez de ponerme a pensar en lo que había dicho o en la enfermedad de aquel pobre muchacho, pensé que Arturo había recuperado (y aún no había perdido) el acento chileno durante los meses que había pasado en su país. Acto seguido me puse a pensar qué pasaría si yo, es un suponer, volviera a Montevideo. ¿Recuperaría mi acento? ¿Dejaría, paulatinamente, de ser la madre de la poesía mexicana? Yo soy así. Pienso las cosas más peregrinas e inoportunas en los peores momentos.

Pues aquél, sin duda, era uno de los peores momentos y yo incluso pensé que el Rey nos podía matar con total impunidad y tirar nuestros cadáveres a los perros, los perros mudos de la colonia Guerrero, o hacernos alguna cosa peor. Pero entonces Arturo carraspeó (o eso me pareció) y se sentó en una silla desocupada frente al Rey (pero la silla antes no estaba allí) y se tapó la cara con las manos (como si estuviera mareado o temiera desmayarse) y el Rey y el contralor del reino lo miraron con curiosidad, como si nunca hubieran visto a un matón tan lánguido en sus vidas. Entonces Arturo dijo, sin quitarse las manos de la cara, que aquella noche tenían que resolverse definitivamente todos los problemas que tenía Ernesto San Epifanio. La mirada de curiosidad del Rey se le derritió en la cara. Eso pasa siempre con las miradas de curiosidad: tienden a convertirse en otra cosa a las primeras de cambio; se derriten, pero no se acaban de derretir; se quedan a medio camino, la curiosidad es larga y aunque la ida parece corta (porque estamos predispuestos a ella), el regreso se hace interminable: una pesadilla inconclusa. Y la mirada del Rey aquella noche era fiel reflejo de eso: una pesadilla inconclusa de la que hubiera querido escapar mediante la violencia.

Pero entonces Arturo empezó a hablar de otras cosas. Habló del muchacho enfermo que temblaba en la cama del fondo y dijo que él también se iba a venir con nosotros y habló de la muerte y habló del muchacho que temblaba (aunque ya no temblaba) y cuyo rostro se asomaba ahora recogiendo las puntas de la manta y mirándonos, y habló de la muerte, y se repitió una y otra vez y siempre regresaba a la muerte, como si le dijera al rey de los putos de la colonia Guerrero que sobre el tema de la muerte no tenía ninguna competencia, y en ese momento yo pensé: está haciendo literatura, está haciendo cuento, todo es falso, y entonces, como si Arturito Belano me hubiera leído el pensamiento, se volvió un poco, apenas un movimiento de hombros, y me dijo: dámela, y extendió la palma de su mano derecha.

Y yo puse sobre la palma de su mano derecha mi navaja abierta y él dijo gracias y volvió a darme la espalda. Y entonces el Rey le preguntó si estaba pedernal. No, dijo Arturo, o puede que sí, pero no mucho. Y entonces el Rey le preguntó si Ernesto era su cuaderno. Y Arturo dijo que sí, lo que demostraba claramente que de pedernal nada y de literatura mucho. Y entonces el Rey se quiso levantar, tal vez para darnos las buenas noches y acompañarnos hasta la puerta, pero Arturo dijo no te muevas pinche cabrón, que no se mueva nadie, las putas manos quietas y sobre la mesa, y sorprendentemente el Rey y el contralor le obedecieron. Yo creo que en ese momento Arturo se dio cuenta de que había ganado o que al menos había ganado la mitad de la pelea o el primer round y también se debió de dar cuenta de que si el conflicto se dilataba todavía podía perder. Es decir, que si la pelea era a dos rounds sus posibilidades eran enormes, pero que si la pelea era a diez rounds, o a doce, o a quince, sus posibilidades se perdían en la inmensidad del reino. Así que siguió adelante y le dijo a Ernesto que fuera a ver al muchacho del fondo de la habitación. Y Ernesto lo miró como diciéndole no vayas demasiado lejos, amigo mío, pero dado que las cosas no estaban como para discutir, pues lo obedeció. Y desde el fondo de la habitación Ernesto dijo que el chavo aquel estaba más para allá que para acá. Yo lo vi a Ernesto. Yo lo vi avanzar trazando un semicírculo por la cámara real hasta llegar al lecho y ya allí destapar al joven esclavo y tocarlo o tal vez darle un pellizco en un brazo y susurrarle palabras en el oído y acercar su oreja a los labios del muchacho y luego tragar saliva (yo lo vi tragar saliva reclinado sobre aquella cama que poseía las características de un pantano y de un desierto al mismo tiempo) y luego decir que estaba más para allá que para acá. Como se nos muera este chavo vuelvo y te mato, dijo Arturo. Entonces yo abrí la boca por primera vez aquella noche: ¿nos lo vamos a llevar?, pregunté. Se viene con nosotros, dijo Arturo. Y Ernesto, que seguía en el fondo de la habitación, se sentó en la cama, como si de pronto se sintiera terriblemente desanimado y dijo: ven a verlo tú mismo, Arturo. Y yo vi que Arturo movía la cabeza negativamente varias veces. No quería verlo. Y entonces miré a Ernesto y me pareció por un momento que el fondo de la habitación, con la cama como vela arrasada, se despegaba del resto de la habitación, se alejaba del edificio del hotel Trébol navegando por un lago que a su vez navegaba por un cielo clarísimo, uno de los cielos del valle de México pintado por el Dr. Atl. La visión fue tan clara que sólo faltó que Arturo y yo nos pusiéramos de pie y les dijéramos adiós con las manos. Y nunca como entonces me pareció Ernesto tan valiente. Y a su manera, también el muchacho enfermo.