Изменить стиль страницы

Y yo no quería dejarlo solo. Ni a él ni a Ernesto San Epifanio. Así que salí detrás de ellos, a una distancia prudente, y mientras caminaba empecé a buscar en mi bolso o en mi viejo morral oaxaqueño mi navaja de la suerte y esta vez sí que la encontré sin ninguna dificultad y me la metí en un bolsillo de mi falda plisada, una falda plisada gris, con dos bolsillos a los lados, que rara vez me ponía y que era un regalo de Elena. Y en aquel momento no pensé en las consecuencias que tal acto podía acarrearme a mí y a otros que sin ninguna duda se verían implicados. Pensé en Ernesto, que aquella noche iba vestido con un saco de color lila y una camisa de color verde oscuro de cuello y puño duro, y pensé en las consecuencias del deseo. Y también pensé en Arturo, que de golpe y porrazo había ascendido involuntariamente a la categoría de veterano de las guerras floridas y que, vaya una a saber por qué oscuros motivos, aceptaba las responsabilidades que tal equívoco traía consigo.

Y los seguí: los vi caminar a paso ligero por Bucareli hasta Reforma y luego los vi cruzar Reforma sin esperar la luz verde, ambos con el pelo largo y arremolinado porque a esa hora por Reforma corre el viento nocturno que le sobra a la noche, la avenida Reforma se transforma en un tubo transparente, en un pulmón de forma cuneiforme por donde pasan las exhalaciones imaginarias de la ciudad, y luego empezamos a caminar por la avenida Guerrero, ellos un poco más despacio que antes, yo un poco más deprimida que antes, la Guerrero, a esa hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975, sino a un cementerio del año 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha terminado por olvidarlo todo.

Y ya para entonces habíamos cruzado por Puente de Alvarado y habíamos entrevisto a las últimas hormigas humanas que trasegaban amparadas por la oscuridad de la plaza San Fernando, y yo entonces empecé a sentirme francamente nerviosa porque a partir de ese momento entrábamos de verdad en el reino del rey de los putos a quien el elegante Ernesto (un hijo, por lo demás, de la sufrida clase trabajadora del DF) tanto temía.

8

Así que allí estaba, amiguitos, la madre de la poesía mexicana con su navaja en el bolsillo siguiendo a dos poetas que aún no habían cumplido los veintiún años, a través de ese río turbulento que era y es la avenida Guerrero, similar no al Amazonas, para qué vamos a exagerar, sino al Grijalva, el río que en su día cantó Efraín Huerta (si la memoria no me engaña), aunque el Grijalva nocturno que era y es la avenida Guerrero había perdido desde tiempos inmemoriales su condición primigenia de inocencia. Es decir, aquel Grijalva que fluía en la noche era, bajo todos los aspectos, un río condenado por cuya corriente se deslizaban cadáveres o prospectos de cadáveres, automóviles negros que aparecían, desaparecían y volvían a aparecer, los mismos o sus silenciosos ecos enloquecidos, como si el río del infierno fuera circular, cosa que, ahora que lo pienso, probablemente sea.

Lo cierto es que yo caminé detrás de ellos y ellos se adentraron en la avenida Guerrero y luego torcieron en la calle Magnolia y por los gestos que hacían se diría que platicaban animadamente, aunque no era la hora ni el lugar más idóneo para el ejercicio del diálogo. De los locales de la calle Magnolia (no muy numerosos, por cierto) desfallecía una música tropical que invitaba al recogimiento y no a la fiesta o al baile, de vez en cuando atronaba un grito, recuerdo que pensé que la calle parecía una espina o una flecha clavada a un costado de la avenida Guerrero, imagen que no hubiera desagradado a Ernesto San Epifanio. Luego ellos se detuvieron delante del letrero luminoso del hotel Trébol, lo que también tenía su gracia, pues era o me pareció que era (estaba muy nerviosa) como si un establecimiento sito en la calle Berlín se llamara París, y entonces parecieron discutir la estrategia que a partir de ese momento seguirían: Ernesto, en el último momento, me dio la impresión de querer dar media vuelta y alejarse lo más rápido posible de allí, Arturito, por el contrario, se mostraba dispuesto a seguir, completamente identificado con el papel de tipo duro que yo había contribuido a darle y que él, aquella noche carente de todo, hasta de aire, aceptaba como una hostia de carne amarga, esa hostia que nadie tiene derecho a tragar.

Y entonces los dos héroes entraron en el hotel Trébol. Primero Arturo Belano y luego Ernesto San Epifanio, poetas forjados en México DF, y tras ellos entré yo, la barrendera de León Felipe, la destrozajarrones de don Pedro Garfias, la única persona que se quedó en la Universidad en septiembre de 1968, cuando los granaderos violaron la autonomía universitaria. Y el interior del hotel, al primer vistazo, me resultó decepcionante. En casos así es como si una se tirara con los ojos cerrados en una piscina de fuego y luego abriera los ojos. Yo me tiré. Yo abrí los ojos. Y lo que vi no tenía nada de terrible. Una recepción diminuta, con dos sofás en los que el paso del tiempo había causado estragos que no tienen nombre, un recepcionista moreno, chaparro y con una enorme mata de pelo negro azabache, un tubo fluorescente que colgaba del techo, suelo de baldosas verdes, una escalera cubierta por una moqueta de plástico gris sucio, una recepción de ínfima categoría aunque para una porción de la colonia Guerrero tal vez ese hotel fuera considerado un lujo razonable.

Tras parlamentar con el recepcionista los dos héroes subieron por las escaleras y yoentré en el hotel y le dije al recepcionista que venía con ellos. El chaparro parpadeó y quiso decir algo, quiso enseñar los colmillos, pero para entonces yo ya estaba en el primer piso y a través de una nube de desinfectante y luz mortecina se desnudó ante mis ojos un pasillo que estaba desnudo desde los primeros días de la Creación, y abrí una puerta que se acababa de cerrar y accedí, testigo invisible, a la cámara real del rey de los putos de la colonia Guerrero.

Por descontado, amiguitos, el Rey no estaba solo. En la habitación había una mesa y sobre la mesa había un tapete verde, pero los ocupantes de la habitación no jugaban a las cartas sino que llevaban a cabo las cuentas del día o de la semana, es decir, sobre la mesa había papeles con nombres y números escritos, y había dinero.

Nadie se sorprendió de verme.

El Rey era fuerte y debía de rondar los treinta años. Tenía el pelo castaño, de esa tonalidad de castaño que en México no sabré nunca si en serio o en broma llaman güero, y vestía una camisa blanca, un poco transpirada, que permitía al espectador casual apreciar como al descuido unos antebrazos musculosos y velludos. Junto a él estaba sentado un tipo gordito, con bigotes y patillas desmesuradas, probablemente el contralor del reino. Al fondo de la habitación, en las penumbras que envolvían la cama, un tercer hombre nos vigilaba y nos escuchaba moviendo la cabeza. Yo lo primero que pensé fue que ese hombre no estaba bien. Al principio fue el único que me dio miedo, pero conforme pasaron los minutos el temor se transformó en conmiseración: pensé que el hombre que estaba semirrecostado en la cama (en una posición que, por otra parte, debía de requerir un gran esfuerzo) no podía ser sino alguien enfermo, tal vez un subnormal, tal vez un sobrino subnormal o sedado del Rey, y eso me hizo reflexionar que por mala que sea la situación que uno pasa (en este caso la situación por la que pasaba Ernesto San Epifanio) siempre hay otro que lo pasa peor.

Recuerdo las palabras del Rey. Recuerdo su sonrisa al ver a Ernesto y su mirada inquisitiva al ver a Arturo. Recuerdo la distancia que el Rey puso entre su persona y sus visitantes con un solo gesto, el de coger el dinero y guardárselo en un bolsillo. Después hablaron.