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10. NO HABÍA NADA

No hay comisarías, no hay hospitales, no hay nada. Al menos no hay nada que puedas conseguir con dinero. «Nos movemos por impulsos instantáneos»… «Algo así destruirá el inconsciente y quedaremos en el aire»… «¿Recuerdas ese chiste del torero que salía a la arena y no había toro, no había arena, no había nada?»… Los policías bebieron brisas anárquicas. Alguien se puso a aplaudir.

11. ENTRE LOS CABALLOS

Soñé con una mujer sin boca, dice el tipo en la cama. No pude reprimir una sonrisa. Las imágenes son empujadas nuevamente por el émbolo. Mira, le dije, conozco una historia tan triste como ésa. Es un escritor que vive en las afueras de la ciudad. Se gana la vida trabajando en un picadero. Nunca ha pedido gran cosa de la vida, le basta con tener un cuarto y tiempo libre para leer. Pero un día conoce a una muchacha que vive en otra ciudad y se enamora. Deciden casarse. La muchacha vendrá a vivir con él. Se plantea el primer problema: conseguir una casa lo suficientemente grande para los dos. El segundo problema es de dónde sacar dinero para pagar esa casa. Después todo se encadena: un trabajo con ingresos fijos (en los picaderos se trabaja a comisión, más cuarto, comida y una pequeña paga al mes), legalizar sus papeles, seguridad social, etc. Por lo pronto necesita dinero para ir a la ciudad de su prometida. Un amigo le proporciona la posibilidad de escribir artículos para una revista. Él piensa que con los cuatro primeros puede pagar el autobús de ida y vuelta y tal vez algunos días de alojamiento en una pensión barata. Escribe a su chica anunciando el viaje. Pero no puede redactar ningún artículo. Pasa las tardes sentado a una mesa de la terraza del picadero intentando escribir, pero no puede. No le sale nada, como vulgarmente se dice. El tipo reconoce que está acabado. Sólo escribe breves textos policiales. El viaje se aleja de su futuro, se pierde, y él permanece apático, quieto, trabajando de manera automática entre los caballos.

12. LAS INSTRUCCIONES

Salí de la ciudad con instrucciones dentro de un sobre. No era mucho lo que tenía que viajar, tal vez 17 o 20 kilómetros hacia el sur, por la carretera de la costa. Debía comenzar las pesquisas en los alrededores de un pueblo turístico que poco a poco había ido albergando en sus barrios suburbanos a trabajadores llegados de otras partes. Algunos tenían, en efecto, trabajos en la gran ciudad; otros no. Los lugares que debía visitar eran los de siempre: un par de hoteles, el camping, la comisaría de policía, la gasolinera, el restaurante. Más tarde probablemente visitaría otros sitios. El sol batía con fuerza las ventanas de mi coche, algo poco común si se tiene en cuenta que era octubre. Pero el aire era frío y la autopista estaba casi vacía. Dejé atrás el primer cordón de fábricas. Después un cuartel de artillería por cuyos portones abiertos pude ver a un grupo de reclutas fumando en actitud poco marcial. A los diez kilómetros de marcha me interné en una especie de bosque roto a tramos por chalets y edificios de apartamentos. Estacioné el coche detrás del camping. Anduve un rato, mientras terminaba el cigarrillo, sin saber qué haría. A unos doscientos metros, justo frente a mí, apareció el tren. Era un tren de color azul y cuatro vagones a lo sumo. Iba casi vacío. Desanduve el camino. Toqué varias veces el claxon pero nadie salió a abrirme la barrera. Dejé el coche en el bordillo del camino de entrada y pasé por debajo de la barrera. El camino de entrada era de gravilla, sombreado por altos pinos; a los lados había tiendas y roulottes camufladas por la vegetación. Recuerdo haber pensado en su similitud con la selva aunque yo nunca había estado en la selva. Al final del camino, en un recodo, se movió algo, después apareció un cubo de basura sobre una carretilla y un viejo empujándola. Le hice una seña con la mano. Al principio aparentó no verme, después se acercó sin soltar la carretilla y con gesto de resignación. Soy policía, dije. Me juró que jamás en su vida había visto a la persona que buscaba. ¿Está seguro?, le pregunté mientras le alargaba un cigarrillo. Dijo que estaba completamente seguro. Más o menos ésa fue la respuesta que me dieron todos. El anochecer me encontró dentro del coche aparcado en el Paseo Marítimo. Saqué del sobre las instrucciones. No funcionaba la luz, así que tuve que utilizar el encendedor para poder leerlas. Un par de hojas escritas a máquina con algunas correcciones hechas a mano. En ninguna parte se decía lo que yo debía hacer allí. Junto a las hojas encontré algunas fotos en blanco y negro. Las estudié con cuidado: era el mismo tramo del Paseo Marítimo en donde yo me encontraba, tal vez con un poco más de luz. «Nuestras historias son muy tristes, sargento, no intente comprenderlas»… «Nunca hemos hecho mal a nadie»… «No intente comprenderlas»… «El mar»… Arrugué las hojas y las arrojé por la ventanilla. Por el espejo retrovisor creí ver cómo el viento las arrastraba hasta desaparecer. Encendí la radio, un programa musical de la ciudad; la apagué. Me puse a fumar. Cerré la ventanilla sin dejar de observar, delante de mí, la calle solitaria y los chalets cerrados. Me pasó por la cabeza la idea de vivir en uno de ellos durante la temporada de invierno. Seguramente serían más baratos, me dije sin poder evitar los temblores.

13. LA BARRA

Las imágenes emprenden camino y sin embargo nunca llegarán a ninguna parte, simplemente se pierden, es inútil, dice la voz, y el jorobadito se pregunta ¿inútil para quién? Los puentes romanos son ahora el azar, piensa el autor mientras las imágenes aún fulguran, no demasiado lejanas, como pueblos que el automóvil va dejando atrás. (Pero en este caso el tipo no se mueve.) «He hecho un recuento de cabezas huecas y cabezas cortadas»… «Sin duda hay más cabezas cortadas»… «Aunque en la eternidad se confunden»… Le dije a mi amiga judía que era muy triste estar horas en un bar escuchando historias sórdidas. No había nadie que tratara de cambiar de tema. La mierda goteaba de las frases a la altura de los pechos, de tal manera que no pude seguir sentado y me aproximé a la barra. Historias de policías a la caza del emigrante. Bueno, nada espectacular, por supuesto, gente nerviosa por el desempleo, etc. Éstas son las historias tristes que puedo contarte.

14. TENÍA EL PELO ROJO

Recuerdo que andaba de un lado para otro sin detenerse demasiado tiempo en ningún lugar. A veces tenía el pelo rojo, los ojos eran verdes. El sargento se le acercó y le pidió los papeles. Miró hacia las montañas, allí estaba lloviendo. Hablaba poco, la mayor parte del tiempo se limitaba a escuchar las conversaciones de los jinetes del picadero vecino, de los albañiles o de los camareros del restaurante de la carretera. El sargento procuró no mirarla a los ojos, creo que dijo que era una pena que estuviera lloviendo en las vegas, después sacó una cajetilla de cigarrillos y le ofreció uno. En realidad buscaba a otra persona y pensó que ella podía darle información. La muchacha contemplaba el atardecer apoyada en la cerca del picadero. El sargento caminó por un sendero en la hierba, tenía las espaldas anchas y llevaba una chaqueta azul marino. Lentamente empezó a llover. Ella cerró los ojos en el momento en que alguien le contaba que había soñado un pasillo lleno de mujeres sin boca; luego caminó en dirección contraria al bosque. Un empleado viejo y gastado apagó las luces del picadero. Con la manga limpió los cristales de la ventana. El policía se alejó sin decir adiós. A oscuras, se sacó los pantalones en el dormitorio. Buscó su rincón mientras los vellos se le erizaban y permaneció unos instantes sin moverse. La muchacha había presenciado una violación y el sargento pensó que podía servirle de testigo. Pero en realidad él iba detrás de otra cosa. Puso sus cartas sobre la mesa. Fundido en negro. De un salto estuvo de pie sobre la cama. A través de los vidrios sucios de la ventana se veían las estrellas. Recuerdo que era una noche fría y clara, desde el lugar donde se hallaba el policía se dominaba casi todo el picadero, los establos, el bar que casi siempre estaba cerrado, las habitaciones. Ella se asomó a la ventana y sonrió. Oyó pisadas que subían la escalera. El sargento dijo que si no quería hablar no lo hiciera. «Mis nexos con el Cuerpo son casi nulos, sobre todo desde el punto de vista de ellos»… «Busco a un tipo que hace un par de temporadas vivió aquí, tengo motivos para pensar que usted lo conoció»… «Imposible olvidar a nadie con esas características físicas»… «No quiero hacerle daño»… «Bordeando la costa encontraron bosques dorados y cabañas abandonadas hasta el verano siguiente»… «El paraíso»… «La muchacha pelirroja miraba el atardecer desde el establo en llamas»…