La parte de Amalfitano
No sé qué he venido a hacer a Santa Teresa, se dijo Amalfitano al cabo de una semana de estar viviendo en la ciudad. ¿No lo sabes? ¿Realmente no lo sabes?, se preguntó. Verdaderamente no lo sé, se dijo a sí mismo, y no pudo ser más elocuente.
Tenía una casita de una sola planta, tres habitaciones, un baño completo más un aseo, cocina americana, un salón comedor con ventanas que daban al poniente, un pequeño porche de ladrillos en donde había un banco de madera desgastado por el viento que bajaba de las montañas y del mar, desgastado por el viento que venía del norte, el viento de las aberturas, y por el viento con olor a humo que venía del sur. Tenía libros que conservaba desde hacía más de veinticinco años. No eran muchos. Todos viejos. Tenía libros que había comprado hacía menos de diez años y que no le importaba prestar o perder o que se los robaran. Tenía libros que a veces recibía perfectamente lacrados y con remitentes desconocidos y que ya ni siquiera abría. Tenía un patio ideal para sembrarlo de césped y plantar flores, aunque él no sabía qué flores eran las más indicadas para plantar allí, no cactus o cactáceas sino flores. Tenía tiempo (eso creía) para dedicarlo al cultivo de un jardín. Tenía una verja de madera que necesitaba una mano de pintura. Tenía un sueldo mensual.
Tenía una hija que se llamaba Rosa y que siempre había vivido con él. Parecía difícil que eso fuera así, pero era así.
A veces, durante las noches, recordaba a la madre de Rosa y a veces se reía y otras veces le daba por llorar. La recordaba mientras estaba encerrado en su estudio y Rosa dormía en su habitación. La sala estaba vacía y quieta y con la luz apagada.
En el porche, si alguien se hubiera dedicado a escuchar con atención, habría oído el zumbido de unos pocos mosquitos.
Pero nadie escuchaba. Las casas vecinas estaban silenciosas y oscuras.
Rosa tenía diecisiete años y era española. Amalfitano tenía cincuenta y era chileno. Rosa tenía pasaporte desde los diez años. Durante algunos de sus viajes, recordaba Amalfitano, se habían encontrado en situaciones raras, pues Rosa pasaba las aduanas por la puerta de los ciudadanos comunitarios y Amalfitano por la puerta reservada a los no comunitarios. La primera vez Rosa tuvo un berrinche y se puso a llorar y no quería separarse de su padre. En otra ocasión, pues las colas avanzaban con ritmos muy distintos, rápida la de los comunitarios, más lenta y con mayor celo la de los no comunitarios, Rosa se perdió y Amalfitano tardó media hora en encontrarla. A veces los policías de aduanas veían a Rosa, tan pequeñita, y le preguntaban si viajaba sola o si alguien la esperaba a la salida. Rosa contestaba que viajaba con su padre, que era sudamericano, y que tenía que esperarlo allí mismo. En una ocasión a Rosa le revisaron su maleta pues sospecharon que el padre podía pasar droga o armas amparado en la inocencia y en la nacionalidad de su hija. Pero Amalfitano nunca había comerciado con drogas y tampoco con armas.
La que sí viajaba siempre armada, recordaba Amalfitano mientras se fumaba un cigarrillo mexicano sentado en su estudio o de pie en el porche a oscuras, era Lola, la madre de Rosa, que nunca se desprendía de una navaja de acero inoxidable con abertura de fuelle. Una vez los detuvieron en un aeropuerto, antes de que naciera Rosa, y le preguntaron qué hacía allí esa navaja. Es para pelar fruta, dijo Lola. Naranjas, manzanas, peras, kiwis, ese tipo de frutas. El policía se la quedó mirando durante un rato y luego la dejó pasar. Un año y algunos meses después de este incidente nació Rosa. Dos años después Lola se marchó de casa y aún llevaba consigo la navaja.
El pretexto que usó Lola fue el de ir a visitar a su poeta favorito, que vivía en el manicomio de Mondragón, cerca de San Sebastián. Amalfitano escuchó sus argumentos durante toda una noche mientras Lola preparaba su mochila y le aseguraba que no tardaría en volver a casa junto a él y junto a su niña.
Lola, sobre todo en los últimos tiempos, solía afirmar que conocía al poeta y que esto había sucedido durante una fiesta a la que asistió en Barcelona, antes de que Amalfitano entrara en su vida. En esta fiesta, que Lola definía como una fiesta salvaje, una fiesta atrasada que emergía de pronto en medio del calor del verano y de una caravana de coches con las luces rojas encendidas, se había acostado con él y habían hecho el amor toda la noche, aunque Amalfitano sabía que no era verdad, no sólo porque el poeta era homosexual, sino porque la primera noticia que tuvo Lola de su existencia se la debía a él, que le había regalado uno de sus libros. Después Lola se encargó de comprar el resto de la obra del poeta y de escoger a sus amigos entre las personas que creían que el poeta era un iluminado, un extraterrestre, un enviado de Dios, amigos que a su vez acababan de salir del manicomio de Sant Boi o que se habían vuelto locos después de repetidas curas de desintoxicación. En realidad, Amalfitano sabía que tarde o temprano su mujer emprendería el camino de San Sebastián, así que prefirió no discutir, ofrecerle parte de sus ahorros, rogarle que volviera al cabo de unos meses y asegurarle que cuidaría bien de la niña. Lola parecía no oír nada. Cuando tuvo hecha su mochila se fue a la cocina, preparó dos cafés y se quedó quieta, esperando a que amaneciera, pese a que Amalfitano trató de buscar temas de conversación que le interesaran o que, al menos, le hicieran más leve la espera. A las seis y media de la mañana sonó el timbre y Rosa dio un salto. Me vienen a buscar, dijo, y ante su inmovilidad Amalfitano se tuvo que levantar y preguntar por el interfono quién era. Oyó que una voz muy frágil decía soy yo. ¿Quién es?, dijo Amalfitano. Ábreme, soy yo, dijo la voz. ¿Quién?, dijo Amalfitano. La voz, sin abandonar su tono de fragilidad absoluta, pareció enojarse por el interrogatorio. Yo yo yo yo, dijo.
Amalfitano cerró los ojos y abrió la puerta del edificio. Escuchó el sonido de poleas del ascensor y volvió a la cocina. Lola seguía sentada, bebiendo a sorbos las últimas gotas de café. Creo que es para ti, dijo Amalfitano. Lola no hizo el menor signo de haberlo oído. ¿Te vas a despedir de la niña?, dijo Amalfitano.
Lola levantó la mirada y le contestó que era mejor no despertarla.
Tenía los ojos azules enmarcados por unas ojeras profundas.
Después sonó dos veces el timbre de la casa y Amalfitano fue a abrir. Una mujer muy pequeña, de no más de un metro cincuenta de altura, pasó junto a él después de mirarlo brevemente y murmurar un saludo ininteligible, y se dirigió directamente a la cocina, como si conociera las costumbres de Lola mejor que Amalfitano. Cuando Amalfitano volvió a la cocina se fijó en la mochila de la mujer, que ésta había dejado en el suelo junto al refrigerador, más pequeña que la de Lola, casi una mochila en miniatura. La mujer se llamaba Inmaculada pero Lola le decía Imma. Un par de veces, al volver del trabajo, Amalfitano la había encontrado en su casa, y entonces la mujer le había dicho su nombre y la manera en que debía llamarla.
Imma era el diminutivo de Immaculada, en catalán, pero la amiga de Lola no era catalana ni se llamaba Immaculada, con doble eme, sino Inmaculada, y Amalfitano, por cuestión fonética, prefería llamarla Inma, aunque cada vez que lo hacía era reprendido por su mujer, hasta que decidió no llamarla de ninguna manera. Desde la puerta de la cocina las observó. Se sentía mucho más sereno de lo que había imaginado. Lola y su amiga tenían la vista clavada en la mesa de formica aunque a Amalfitano no le pasó desapercibido que de vez en cuando ambas levantaban la vista y se cruzaban miradas de una intensidad que él desconocía. Lola preguntó si alguien quería más café. Se está dirigiendo a mí, pensó Amalfitano. Inmaculada movió la cabeza de un lado a otro y luego dijo que no tenían tiempo, que lo mejor era ponerse en movimiento pues dentro de poco los caminos de salida de Barcelona estarían bloqueados. Habla como si Barcelona fuera una ciudad medieval, pensó Amalfitano.