– Seguramente -dije yo.
– No he salido al pasillo, Liz -dijo Morini.
– Yo te vi allí. Te habías levantado. La silla de ruedas estaba en el pasillo, de cara a mí, pero tú estabas al final del pasillo, en la sala, de espaldas a mí -dije.
– Debió ser un sueño -dijo Morini.
– La silla de ruedas estaba de cara a mí y tú estabas de espaldas a mí -dije.
– Tranquilízate, Liz -dijo Morini.
– No me pidas que me tranquilice, no me trates como a una estúpida. La silla de ruedas me miraba, y tú, que estabas de pie, tan tranquilo, no me mirabas. ¿Lo entiendes?
Morini se concedió unos segundos para reflexionar, apoyado en los codos.
– Creo que sí -dijo-, mi silla te vigilaba mientras yo te ignoraba, ¿no? Como si la silla y yo fuéramos una sola persona o un solo ente. Y la silla era mala, precisamente porque te miraba, y yo también era malo, porque te había mentido y no te miraba.
Entonces me eché a reír y le dije que para mí, bien pensado, él jamás iba a ser malo, y tampoco la silla de ruedas, puesto que le prestaba un servicio tan necesario.
El resto de la noche lo pasamos juntos. Le dije que se hiciera a un lado y me dejara sitio y Morini me obedeció sin decir nada.
– ¿Cómo pude tardar tanto en darme cuenta de que me querías? -le dije más tarde-. ¿Cómo pude tardar tanto en darme cuenta de que yo te quería?
– La culpa es mía -dijo Morini en la oscuridad-, soy muy torpe.
Por la mañana Espinoza regaló a los recepcionistas y vigilantes y camareros del hotel algunas de las alfombras y sarapes que atesoraba. También regaló alfombras a las dos mujeres que iban a hacerle la limpieza del cuarto. El último sarape, uno muy bonito, en donde predominaban las figuras geométricas en rojo, verde y lila, lo metió en una bolsa y le dijo al recepcionista que se lo subiera a Pelletier.
– Un regalo anónimo -dijo.
El recepcionista le guiñó el ojo y dijo que así se haría.
Cuando Espinoza llegó al mercado de las artesanías ella estaba sentada en una banqueta de madera leyendo una revista de música popular, llena de fotos en color, en donde había noticias sobre cantantes mexicanos, sus bodas, divorcios, giras, discos de oro y platino, sus temporadas en la cárcel, sus muertes en la miseria.
Se sentó a su lado, en el bordillo de la acera, y dudó si saludarla con un beso o no. Enfrente había un puesto nuevo que vendía figuritas de barro. Desde donde estaba Espinoza distinguió unas horcas diminutas y se sonrió tristemente. Le preguntó a la muchacha dónde estaba su hermano y ella le respondió que se había ido a la escuela, como todas las mañanas.
Una mujer muy arrugada, vestida de blanco como si se fuera a casar, se detuvo a hablar con Rebeca y entonces él cogió la revista, que la muchacha había dejado bajo la mesa, encima de una lonchera, y la estuvo hojeando hasta que la amiga de Rebeca se marchó. Intentó decir algo en un par de ocasiones, pero no pudo. El silencio de ella, sin embargo, no era desagradable ni implicaba rencor o tristeza. No era denso sino transparente. Casi no ocupaba espacio. Incluso, pensó Espinoza, uno podría acostumbrarse a este silencio y ser feliz. Pero él no se iba a acostumbrar jamás, eso también lo sabía.
Cuando se cansó de estar sentado se fue a un bar y pidió una cerveza en la barra. A su alrededor sólo había hombres y nadie estaba solo. Espinoza abarcó el bar con una mirada terrible y de inmediato se percató de que los hombres bebían pero también comían. Masculló la palabra joder y escupió en el suelo, a pocos centímetros de sus propios zapatos. Luego se tomó otra y volvió al puesto con la botella a medias. Rebeca lo miró y sonrió. Espinoza se sentó en la acera, junto a ella, y le dijo que iba a volver. La muchacha no dijo nada.
– Voy a volver a Santa Teresa -dijo-, en menos de un año, te lo juro.
– No jures -dijo la muchacha mientras sonreía complacida.
– Volveré contigo -dijo Espinoza bebiendo hasta la última gota de su cerveza-. Y puede que entonces nos casemos y tú te vengas a Madrid conmigo.
Pareció que la muchacha decía: sería bonito, pero Espinoza no la entendió.
– ¿Qué?, ¿qué? -dijo.
Rebeca permaneció callada.
Cuando volvió, de noche, encontró a Pelletier leyendo y bebiendo whisky junto a la piscina. Se sentó en la tumbona de al lado y le preguntó cuáles eran los planes. Pelletier sonrió y puso el libro sobre la mesa.
– He encontrado en mi habitación tu regalo -dijo-, es muy apropiado y no carece de encanto.
– Ah, el sarape -dijo Espinoza, y se dejó caer de espaldas sobre la tumbona.
En el cielo se veían muchas estrellas. El agua verdeazulada de la piscina danzaba sobre las mesas y los macizos de flores y cactus, en una cadena de reflejos que llegaba hasta un muro de ladrillo de color crema, detrás del cual había una pista de tenis y unos baños sauna que había evitado con éxito. De vez en cuando oían raquetazos y voces en sordina que comentaban el juego.
Pelletier se levantó y dijo caminemos. Se dirigió hacia la pista de tenis, seguido por Espinoza. Las luces de la pista estaban encendidas y dos tipos con panzas prominentes se esforzaban en un juego torpe, provocando la risa de dos mujeres que los observaban sentadas en un banco de madera, debajo de un parasol similar a los que rodeaban la piscina. Al fondo, detrás de una reja de alambre, estaba el baño sauna, una caja de cemento con dos ventanas diminutas, como los ojos de buey de un buque hundido. Sentado sobre el muro de ladrillos, Pelletier dijo:
– No vamos a encontrar a Archimboldi.
– Hace días que lo sé -dijo Espinoza.
Luego dio un salto y luego otro, hasta que pudo sentarse en el borde del muro, las piernas colgando hacia la pista de tenis.
– Sin embargo -dijo Pelletier-, estoy seguro de que Archimboldi está aquí, en Santa Teresa.
Espinoza se miró las manos, como si temiera haberse hecho daño. Una de las mujeres se levantó de su asiento e invadió la pista. Al llegar junto a uno de los hombres, le dijo algo al oído y después volvió a salir. El hombre que había hablado con la mujer levantó los brazos hacia arriba, abrió la boca y echó la cabeza atrás, aunque sin proferir el más mínimo sonido. El otro hombre, vestido, al igual que el primero, de blanco impoluto, esperó a que la algarabía silenciosa de su contrincante cesara y cuando acabaron los visajes de éste le lanzó la pelota. El partido se reanudó y las mujeres se volvieron a reír.
– Créeme -dijo Pelletier con una voz muy suave, como la brisa que soplaba en ese instante y que impregnaba todo con un aroma de flores-, sé que Archimboldi está aquí.
– ¿En dónde? -dijo Espinoza.
– En alguna parte, en Santa Teresa o en los alrededores.
– ¿Y por qué no lo hemos hallado? -dijo Espinoza.
Uno de los tenistas se cayó al suelo y Pelletier sonrió:
– Eso no importa. Porque hemos sido torpes o porque Archimboldi tiene un gran talento para esconderse. Es lo de menos.
Lo importante es otra cosa.
– ¿Qué? -dijo Espinoza.
– Que está aquí -dijo Pelletier, y señaló la sauna, el hotel, la pista, las rejas metálicas, la hojarasca que se adivinaba más allá, en los terrenos del hotel no iluminados. A Espinoza se le erizaron los pelos del espinazo. La caja de cemento en donde estaba la sauna le pareció un búnker con un muerto en su interior.
– Te creo -dijo, y en verdad creía lo que decía su amigo.
– Archimboldi está aquí -dijo Pelletier-, y nosotros estamos aquí, y esto es lo más cerca que jamás estaremos de él.
No sé cuánto tiempo vamos a durar juntos, decía Norton en su carta. Ni a Morini (creo) ni a mí nos importa. Nos queremos y somos felices. Sé que vosotros lo comprenderéis.