La sospecha era: cabía la posibilidad de que Amalfitano fuera homosexual y que aquel joven vehemente fuera su amante, horrenda sospecha pues antes de que acabara la noche se enteraron de que el joven en cuestión era el hijo unigénito del decano Guerra, el jefe directo de Amalfitano, la mano derecha del rector, y que o mucho se equivocaban o Guerra no tenía ni idea de los líos en los que andaba metido su hijo.
– Esto puede terminar a balazos -dijo Espinoza.
Luego hablaron de otras cosas y más tarde se fueron a dormir, agotados.
Al día siguiente dieron una vuelta en coche por toda la ciudad, dejándose llevar por el azar, sin ninguna prisa, como si de verdad esperaran encontrar caminando por una acera a un viejo alemán de gran estatura. Hacia el oeste la ciudad era muy pobre, con la mayoría de las calles sin asfaltar y un mar de casas construidas con rapidez y materiales de desecho. En el centro la ciudad era antigua, con viejos edificios de tres o cuatro plantas y plazas porticadas que se hundían en el abandono y calles empedradas que recorrían a toda prisa jóvenes oficinistas en mangas de camisa e indias con bultos a la espalda, y vieron putas y jóvenes macarras holgazaneando en las esquinas, estampas mexicanas extraídas de una película en blanco y negro. Hacia el este estaban los barrios de clase media y clase alta. Allí vieron avenidas con árboles cuidados y parques infantiles públicos y centros comerciales.
Allí también estaba la universidad. En el norte encontraron fábricas y tinglados abandonados, y una calle llena de bares y tiendas de souvenirs y pequeños hoteles, donde se decía que nunca se dormía, y en la periferia más barrios pobres, aunque menos abigarrados, y lotes baldíos en donde se alzaba de vez en cuando una escuela. En el sur descubrieron vías férreas y campos de fútbol para indigentes rodeados por chabolas, e incluso vieron un partido, sin bajar del coche, entre un equipo de agónicos y otro de hambrientos terminales, y dos carreteras que salían de la ciudad, y un barranco que se había transformado en un basurero, y barrios que crecían cojos o mancos o ciegos y de vez en cuando, a lo lejos, las estructuras de un depósito industrial, el horizonte de las maquiladoras.
La ciudad, como toda ciudad, era inagotable. Si uno seguía avanzando, digamos, hacia el este, llegaba un momento en que los barrios de clase media se acababan y aparecían, como un reflejo de lo que sucedía en el oeste, los barrios miserables, que aquí se confundían con una orografía más accidentada: cerros, hondonadas, restos de antiguos ranchos, cauces de ríos secos que contribuían a evitar el agolpamiento. En la parte norte vieron una cerca que separaba a Estados Unidos de México y más allá de la cerca contemplaron, bajándose esta vez del coche, el desierto de Arizona. En la parte oeste rodearon un par de parques industriales que a su vez estaban siendo rodeados por barrios de chabolas.
Tuvieron la certeza de que la ciudad crecía a cada segundo.
Vieron, en los extremos de Santa Teresa, bandadas de auras negras, vigilantes, caminando por potreros yermos, pájaros que aquí llamaban gallinazos, y también zopilotes, y que no eran sino buitres pequeños y carroñeros. Donde había auras, comentaron, no había otros pájaros. Bebieron tequila y cervezas y comieron tacos en la terraza panorámica de un motel en la carretera de Santa Teresa a Caborca. El cielo, al atardecer, parecía una flor carnívora.
Cuando regresaron Amalfitano los esperaba en compañía del hijo de Guerra, el cual los invitó a cenar a un restaurante especializado en comida norteña. El sitio tenía cierto encanto, pero la comida les sentó fatal. Descubrieron, o creyeron descubrir, que la relación entre el profesor chileno y el hijo del decano era más socrática que homosexual y eso de alguna manera los tranquilizó, pues de forma inexplicable los tres se habían encariñado con Amalfitano.
Durante tres días vivieron como sumergidos en un mundo submarino. Buscaban en la tele las noticias más bizarras y peregrinas, releían novelas de Archimboldi que de pronto ya no entendían, se echaban largas siestas, por las noches eran los últimos en abandonar la terraza, hablaban de sus infancias como nunca antes lo habían hecho. Por primera vez se sintieron, los tres, como hermanos o como soldados veteranos de una compañía de choque a quienes ya no les interesa la mayoría de las cosas. Se emborrachaban y se levantaban muy tarde y sólo de vez en cuando condescendían a salir con Amalfitano a pasear por la ciudad, a visitar los lugares de interés de la ciudad que acaso podían atraer a un hipotético turista alemán entrado en años.
Y sí, en efecto, asistieron a la barbacoa de borrego, y sus movimientos fueron medidos y discretos, como los de tres astronautas recién llegados a un planeta donde todo era incierto.
En el patio donde se celebraba la barbacoa contemplaron múltiples agujeros humeantes. Los profesores de la Universidad de Santa Teresa demostraron inusitadas dotes para las labores del campo. Dos de ellos hicieron una carrera a caballo. Otro cantó un corrido de 1915. En un tentadero de reses bravas algunos ensayaron la suerte del lazo, con desigual fortuna. Cuando apareció el rector Negrete, que había permanecido encerrado en la casa mayor con un tipo que parecía ser el capataz del rancho, procedieron a desenterrar la barbacoa, y un olor a carne y a tierra caliente se extendió por el patio bajo la forma de una delgada cortina de humo que los envolvió a todos como la niebla que precede a los asesinatos y que se esfumó de manera misteriosa, mientras las mujeres llevaban los platos a la mesa, dejando impregnadas las vestimentas y las pieles con su aroma.
Aquella noche, tal vez por efecto de la barbacoa y de la bebida ingerida, los tres tuvieron pesadillas, que al despertar, aunque se esforzaron, no pudieron recordar. Pelletier soñó con una página, una página que miraba al derecho y al revés, de todas las formas posibles, moviendo la página y a veces moviendo la cabeza, cada vez más rápido, aunque sin encontrarle ningún sentido. Norton soñó con un árbol, un roble inglés que ella levantaba y movía de un lugar a otro de la campiña, sin que ningún sitio la satisficiera plenamente. El roble a veces carecía de raíces y otras veces arrastraba unas raíces largas como serpientes o como la cabellera de la Gorgona. Espinoza soñó con una chica que vendía alfombras. Él quería comprar una alfombra, cualquier alfombra, y la chica le enseñaba muchas alfombras, una detrás de otra, sin parar. Sus brazos delgados y morenos nunca estaban quietos y eso a él le impedía hablar, le impedía decirle algo importante, cogerla de la mano y sacarla de allí.
A la mañana siguiente Norton no bajó a desayunar. La llamaron por teléfono, pensando que se sentía mal, pero Norton les aseguró que sólo tenía ganas de dormir, que se las arreglaran sin ella. Desanimados, esperaron a Amalfitano y luego salieron en coche hacia el noreste de la ciudad, en donde se estaba instalando un circo. Según Amalfitano, en el circo había un ilusionista alemán llamado Doktor Koenig. Lo supo la noche anterior, al volver de la barbacoa y encontrar un anuncio publicitario no más grande que un folio que alguien se había tomado la molestia de dejar en todos los jardines del barrio. Al día siguiente, en la esquina donde esperaba el autobús para la universidad, vio un cartel en color pegado sobre una pared azul celeste que anunciaba a las estrellas del circo. Entre ellas estaba el ilusionista alemán y Amalfitano pensó que ese tal Doktor Koenig podía ser el disfraz de Archimboldi. Examinada con frialdad, la idea era estúpida, pensó, pero tal como estaba de decaído el ánimo de los críticos, le pareció pertinente sugerir una visita al circo.
Cuando se lo dijo a los críticos éstos lo miraron como se mira al más tonto de la clase.
– ¿Qué podría hacer Archimboldi en un circo? -dijo Pelletier ya en el coche.
– No lo sé -dijo Amalfitano-, ustedes son los expertos, yo sólo sé que es el primer alemán que encontramos.