– ¿De qué manera? -quiso saber Espinoza.
– Preguntándolo en la recepción -dijo Amalfitano-. Ahí deben tener una lista completa de todos los hoteles y moteles de los alrededores.
– Claro -dijeron Pelletier y Norton.
Mientras acababan de desayunar especularon una vez más sobre cuáles podían ser los motivos que habían impulsado a Archimboldi a viajar hasta ese lugar. Amalfitano supo entonces que nunca nadie había visto en persona a Archimboldi. La historia le pareció, sin que pudiera decir a ciencia cierta por qué, divertida, y les preguntó los motivos por los que querían encontrarlo si estaba claro que Archimboldi no quería que nadie lo viera. Porque nosotros estudiamos su obra, dijeron los críticos.
Porque se está muriendo y no es justo que el mejor escritor alemán del siglo XX se muera sin poder hablar con quienes mejor han leído sus novelas. Porque queremos convencerlo de que vuelva a Europa, dijeron.
– Yo creía -dijo Amalfitano- que el mejor escritor alemán del siglo veinte era Kafka.
Bueno, pues entonces el mejor escritor alemán de la posguerra o el mejor escritor alemán de la segunda mitad del siglo XX, dijeron los críticos.
– ¿Han leído a Peter Handke? -les preguntó Amalfitano-.
¿Y Thomas Bernhard?
Uf, dijeron los críticos y a partir de este momento hasta que dieron por concluido el desayuno Amalfitano fue atacado hasta quedar reducido a una especie de Periquillo Sarniento abierto en canal y sin una sola pluma.
En la recepción les dieron la lista de los hoteles de la ciudad.
Amalfitano sugirió que podían llamar desde la universidad, ya que al parecer la relación entre Guerra y los críticos era óptima, o el respeto que sentía Guerra por los críticos era reverencial y no exento de temblores, temblores a su vez no exentos de vanidad o coquetería, aunque también hay que añadir que tras la coquetería o los temblores se agazapaba la astucia, pues si bien la disposición favorable de Guerra estaba dictada por el deseo del rector Negrete, no se le ocultaba a Amalfitano que Guerra pensaba sacar tajada de la visita de los ilustres profesores europeos, sobre todo si se tiene en cuenta que el futuro es un misterio y que uno nunca sabe a ciencia cierta en qué momento se tuerce el camino y hacia qué extraños lugares lo encaminan sus pasos. Pero los críticos se negaron a utilizar el teléfono de la universidad e hicieron las llamadas con cargo a sus propias habitaciones.
Para ganar tiempo, Espinoza y Norton llamaron desde la habitación de Espinoza, y Amalfitano y Pelletier desde la habitación del francés. Al cabo de una hora el resultado no podía ser más descorazonador. En ningún hotel se había registrado ningún Hans Reiter. Al cabo de dos horas decidieron suspender las llamadas y bajar al bar a beber una copa. Sólo quedaban unos pocos hoteles y algunos moteles de las afueras de la ciudad.
Al observar la lista con mayor detenimiento, Amalfitano les dijo que la mayoría de los moteles que aparecían en la lista eran lugares de paso, prostíbulos encubiertos, sitios en donde resultaba difícil imaginarse a un turista alemán.
– No estamos buscando a un turista alemán sino a Archimboldi -le respondió Espinoza.
– Eso es cierto -dijo Amalfitano, y se imaginó, efectivamente, a Archimboldi en un motel.
La pregunta es qué vino a hacer Archimboldi a esta ciudad, dijo Norton. Después de discutir un rato los tres críticos llegaron a la conclusión, y Amalfitano estuvo de acuerdo con ellos, de que sólo podía haber venido a Santa Teresa a ver a un amigo o a recabar información para una próxima novela o por ambas razones. Pelletier se inclinó por la posibilidad del amigo.
– Un viejo amigo -conjeturó-, es decir un alemán como él.
– Un alemán al que no ha visto desde hace muchos años, podríamos decir desde el fin de la Segunda Guerra Mundial -dijo Espinoza.
– Un compañero del ejército, alguien que significó mucho para Archimboldi y que desapareció apenas terminó la guerra o incluso puede que antes de que terminara la guerra -dijo Norton.
– Alguien que sabe, sin embargo, que Archimboldi es Hans Reiter -dijo Espinoza.
– No necesariamente, tal vez el amigo de Archimboldi no tiene ni idea de que Hans Reiter y Archimboldi son la misma persona, él sólo conoce a Reiter y sabe cómo ponerse en contacto con Reiter y poco más -dijo Norton.
– Pero eso no es tan fácil -dijo Pelletier.
– No, no es tan fácil, pues presupone que Reiter, desde la última vez que vio a su amigo, digamos que en 1945, no ha cambiado de dirección -dijo Amalfitano.
– Estadísticamente no hay ningún alemán nacido en 1920 que no haya cambiado de dirección al menos una vez en su vida -dijo Pelletier.
– Así que puede que el amigo no se haya puesto en contacto con él sino que sea el propio Archimboldi quien se puso en contacto con su amigo -dijo Espinoza.
– Amigo o amiga -dijo Norton.
– Yo me inclino a creer más en un amigo que en una amiga -dijo Pelletier.
– A menos que no se trate ni de un amigo ni de una amiga y todos nosotros estemos aquí dando palos de ciego -dijo Espinoza.
– Pero, entonces, qué vino a hacer Archimboldi a este lugar -dijo Norton.
– Tiene que ser un amigo, un amigo muy querido, lo suficientemente querido como para forzar a Archimboldi a hacer este viaje -dijo Pelletier.
– ¿Y si estamos equivocados? ¿Y si Almendro nos mintió o se confundió o le mintieron a él? -dijo Norton.
– ¿Qué Almendro? ¿Héctor Enrique Almendro? -dijo Amalfitano.
– Ese mismo, ¿lo conoces? -dijo Espinoza.
– No personalmente, pero yo no le daría excesivo crédito a una pista de Almendro -dijo Amalfitano.
– ¿Por qué? -dijo Norton.
– Bueno, es el típico intelectual mexicano preocupado básicamente en sobrevivir -dijo Amalfitano.
– Todos los intelectuales latinoamericanos están preocupados básicamente en sobrevivir, ¿no? -dijo Pelletier.
– Yo no lo expresaría con esas palabras, hay algunos que están más interesados en escribir, por ejemplo -dijo Amalfitano.
– A ver, explícanos eso -dijo Espinoza.
– En realidad no sé cómo explicarlo -dijo Amalfitano-. La relación con el poder de los intelectuales mexicanos viene de lejos.
No digo que todos sean así. Hay excepciones notables.
Tampoco digo que los que se entregan lo hagan de mala fe. Ni siquiera que esa entrega sea una entrega en toda regla. Digamos que sólo es un empleo. Pero es un empleo con el Estado. En Europa los intelectuales trabajan en editoriales o en la prensa o los mantienen sus mujeres o sus padres tienen buena posición y les dan una mensualidad o son obreros y delincuentes y viven honestamente de sus trabajos. En México, y puede que el ejemplo sea extensible a toda Latinoamérica, salvo Argentina, los intelectuales trabajan para el Estado. Esto era así con el PRI y sigue siendo así con el PAN. El intelectual, por su parte, puede ser un fervoroso defensor del Estado o un crítico del Estado. Al Estado no le importa. El Estado lo alimenta y lo observa en silencio.
Con su enorme cohorte de escritores más bien inútiles, el Estado hace algo. ¿Qué? Exorciza demonios, cambia o al menos intenta influir en el tiempo mexicano. Añade capas de cal a un hoyo que nadie sabe si existe o no existe. Por supuesto, esto no siempre es así. Un intelectual puede trabajar en la universidad o, mejor, irse a trabajar a una universidad norteamericana, cuyos departamentos de literatura son tan malos como los de las universidades mexicanas, pero esto no lo pone a salvo de recibir una llamada telefónica a altas horas de la noche y que alguien que habla en nombre del Estado le ofrezca un trabajo mejor, un empleo mejor remunerado, algo que el intelectual cree que se merece, y los intelectuales siempre creen que se merecen algo más. Esta mecánica, de alguna manera, desoreja a los escritores mexicanos. Los vuelve locos. Algunos, por ejemplo, se ponen a traducir poesía japonesa sin saber japonés y otros, ya de plano, se dedican a la bebida. Almendro, sin ir más lejos, creo que hace ambas cosas. La literatura en México es como un jardín de infancia, una guardería, un kindergarten, un parvulario, no sé si lo podéis entender. El clima es bueno, hace sol, uno puede salir de casa y sentarse en un parque y abrir un libro de Valéry, tal vez el escritor más leído por los escritores mexicanos, y luego acercarse a casa de los amigos y hablar. Tu sombra, sin embargo, ya no te sigue. En algún momento te ha abandonado silenciosamente. Tú haces como que no te das cuenta, pero sí que te has dado cuenta, tu jodida sombra ya no va contigo, pero, bueno, eso puede explicarse de muchas formas, la posición del sol, el grado de inconsciencia que el sol provoca en las cabezas sin sombrero, la cantidad de alcohol ingerida, el movimiento como de tanques subterráneos del dolor, el miedo a cosas más contingentes, una enfermedad que se insinúa, la vanidad herida, el deseo de ser puntual al menos una vez en la vida. Lo cierto es que tu sombra se pierde y tú, momentáneamente, la olvidas. Y así llegas, sin sombra, a una especie de escenario y te pones a traducir o a reinterpretar o a cantar la realidad.