Su descubrimiento de Archimboldi fue el menos traumático o poético de todos. Durante los tres meses que vivió en Berlín, en 1988, a la edad de veinte años, un amigo alemán le prestó una novela de un autor que ella desconocía. El nombre le causó extrañeza, ¿cómo era posible, le preguntó a su amigo, que existiera un escritor alemán que se apellidara como un italiano y que sin embargo tuviera el von, indicativo de cierta nobleza, precediendo al nombre? El amigo alemán no supo qué contestarle. Probablemente era un seudónimo, le dijo. Y también añadió, para sumar más extrañeza a la extrañeza inicial, que en Alemania no eran comunes los nombres propios masculinos terminados en vocal. Los nombres propios femeninos sí.

Pero los nombres propios masculinos ciertamente no. La novela era La ciega y le gustó, pero no hasta el grado de salir corriendo a una librería a comprar el resto de la obra de Benno von Archimboldi.

Cinco meses después, ya instalada otra vez en Inglaterra, Liz Norton recibió por correo un regalo de su amigo alemán.

Se trataba, como es fácil adivinar, de otra novela de Archimboldi.

La leyó, le gustó, buscó en la biblioteca de su college más libros del alemán de nombre italiano y encontró dos: uno de ellos era el que ya había leído en Berlín, el otro era Bitzius. La lectura de este último sí que la hizo salir corriendo. En el patio cuadriculado llovía, el cielo cuadriculado parecía el rictus de un robot o de un dios hecho a nuestra semejanza, en el pasto del parque las oblicuas gotas de lluvia se deslizaban hacia abajo pero lo mismo hubiera significado que se deslizaran hacia arriba, después las oblicuas (gotas) se convertían en circulares (gotas) que eran tragadas por la tierra que sostenía el pasto, el pasto y la tierra parecían hablar, no, hablar no, discutir, y sus palabras ininteligibles eran como telarañas cristalizadas o brevísimos vómitos cristalizados, un crujido apenas audible, como si Norton en lugar de té aquella tarde hubiera bebido una infusión de peyote.

Pero la verdad es que sólo había bebido té y que se sentía abrumada, como si una voz le hubiera repetido en el oído una oración terrible, cuyas palabras se fueron desdibujando a medida que se alejaba del college y la lluvia le mojaba la falda gris y las rodillas huesudas y los hermosos tobillos y poca cosa más, pues Liz Norton antes de salir corriendo a través del parque no había olvidado coger su paraguas.

La primera vez que Pelletier, Morini, Espinoza y Norton se vieron fue en un congreso de literatura alemana contemporánea celebrado en Bremen, en 1994. Antes, Pelletier y Morini se habían conocido durante las jornadas de literatura alemana celebradas en Leipzig en 1989, cuando la DDR estaba agonizando, y luego volvieron a verse en el simposio de literatura alemana celebrado en Mannheim en diciembre de ese mismo año (y que fue un desastre, con malos hoteles, mala comida y pésima organización). En el encuentro de literatura alemana moderna, celebrado en Zurich en 1990, Pelletier y Morini coincidieron con Espinoza. Espinoza volvió a ver a Pelletier en el balance de literatura europea del siglo XX celebrado en Maastricht en 1991 (Pelletier llevaba una ponencia titulada «Heine y Archimboldi:

caminos convergentes», Espinoza llevaba una ponencia titulada «Ernst Jünger y Benno von Archimboldi: caminos divergentes») y se podría decir, con poco riesgo de equivocación, que a partir de ese momento no sólo se leían mutuamente en las revistas especializadas sino que también se hicieron amigos o que creció entre ellos algo similar a una relación de amistad.

En 1992, en la reunión de literatura alemana de Augsburg, volvieron a coincidir Pelletier, Espinoza y Morini. Los tres presentaban trabajos archimboldianos. Durante unos meses se había hablado de que el propio Benno von Archimboldi pensaba acudir a esta magna reunión que congregaría, además de a los germanistas de siempre, a un nutrido grupo de escritores y poetas alemanes, pero a la hora de la verdad, dos días antes de la reunión, se recibió un telegrama de la editorial hamburguesa de Archimboldi excusando la presencia de éste. Por lo demás, la reunión fue un fracaso. A juicio de Pelletier lo único interesante fue una conferencia pronunciada por un viejo profesor berlinés sobre la obra de Arno Schmidt (he ahí un nombre propio alemán terminado en vocal) y poca cosa más, juicio compartido por Espinoza y, en menor medida, por Morini.

El tiempo libre que les quedó, que fue mucho, lo dedicaron a pasear por los, en opinión de Pelletier, parvos lugares interesantes de Augsburg, ciudad que a Espinoza también le pareció parva, y que a Morini sólo le pareció un poco parva, pero parva al fin y al cabo, empujando, ora Espinoza, ora Pelletier, la silla de ruedas del italiano, cuya salud en aquella ocasión no era muy buena, sino más bien parva, por lo que sus dos compañeros y colegas estimaron que un poco de aire fresco no le iba a sentar mal, más bien todo lo contrario.

En el siguiente congreso de literatura alemana, celebrado en París en enero de 1992, sólo asistieron Pelletier y Espinoza.

Morini, que también había sido invitado, se encontraba por aquellos días con la salud más quebrantada de lo habitual, por lo que su médico le desaconsejó, entre otras cosas, viajar, aunque el viaje fuera corto. El congreso no estuvo mal y pese a que Pelletier y Espinoza tenían la agenda completa encontraron un hueco para comer juntos en un restaurancito de la rue Galande, cerca de Saint-Julien-le-Pauvre, en donde, aparte de hablar de sus respectivos trabajos y aficiones, se dedicaron, durante los postres, a especular con la salud del melancólico italiano, una salud mala, una salud quebradiza, una salud infame que sin embargo no le había impedido empezar un libro sobre Archimboldi, un libro que, según explicó Pelletier que le había dicho el italiano en el otro lado del teléfono, no sabía si en serio o en broma, podía ser el gran libro archimboldiano, el pez guía que iba a nadar durante mucho tiempo al lado del gran tiburón negro que era la obra del alemán. Ambos, Pelletier y Espinoza, respetaban los estudios de Morini, pero las palabras de Pelletier (pronunciadas como en el interior de un viejo castillo o como en el interior de una mazmorra excavada bajo el foso de un viejo castillo) sonaron como una amenaza en el apacible restaurancito de la rue Galande y contribuyeron a poner punto final a una velada que se había iniciado bajo los auspicios de la cortesía y de los deseos satisfechos.

Nada de esto agrió la relación que Pelletier y Espinoza mantenían con Morini.

Se volvieron a encontrar los tres en la asamblea de literatura de lengua alemana celebrada en Bolonia, en 1993. Y también participaron los tres en el número 46 de la revista Estudios Literarios, de Berlín, un monográfico dedicado a la obra de Archimboldi. No era la primera vez que colaboraban con la revista berlinesa. En el número 44 había aparecido un texto de Espinoza sobre la idea de Dios en la obra de Archimboldi y Unamuno. En el número 38 Morini publicó un artículo sobre el estado de la enseñanza de la literatura alemana en Italia. Y en el 37 Pelletier dio a la luz una perspectiva de los escritores alemanes del siglo XX más importantes en Francia y en Europa, texto que concitó, dicho sea de paso, más de una protesta e incluso algún exabrupto.

El número 46, sin embargo, es el que nos importa, pues allí no sólo quedaron patentes los dos grupos archimboldianos antagónicos, el de Pelletier, Morini y Espinoza contra el de Schwarz, Borchmeyer y Pohl, sino también porque en ese número apareció publicado un texto de Liz Norton, brillantísimo según Pelletier, bien argumentado según Espinoza, interesante según Morini, y que además (y sin que nadie se lo pidiera) se alineaba con las tesis del francés, del español y del italiano, a quienes citaba en varias ocasiones, demostrando que conocía perfectamente bien sus trabajos y monografías aparecidos en revistas especializadas o en editoriales minoritarias.