»Supongamos -dijo la señora Bubis- que en este momento llaman a la puerta y aparece mi viejo amigo el crítico de arte.
Se sienta aquí, en el sofá, a mi lado, y uno de ustedes saca un dibujo sin firmar y nos asegura que es de Grosz y que desea venderlo. Yo miro el dibujo y sonrío y luego saco mi chequera y lo compro. El crítico de arte mira el dibujo y no se deprime e intenta hacerme reconsiderar. Para él no es un dibujo de Grosz.
Para mí es un dibujo de Grosz. ¿Quién de los dos tiene razón?
»O planteemos la historia de otra manera. Usted -dijo la señora Bubis señalando a Espinoza- saca un dibujo sin firmar y dice que es de Grosz e intenta venderlo. Yo no me río, lo observo fríamente, aprecio el trazo, el pulso, la sátira, pero nada en el dibujo concita mi goce. El crítico de arte lo observa cuidadosamente y, como es natural en él, se deprime y acto seguido hace una oferta, una oferta que excede sus ahorros y que, si es aceptada, lo sumirá en largas tardes de melancolía. Yo intento disuadirlo. Le digo que el dibujo me parece sospechoso porque no me provoca la risa. El crítico me responde que ya era hora de que viera la obra de Grosz con ojos de adulto y me felicita.
¿Quién de los dos tiene razón?
Después volvieron a hablar de Archimboldi y la señora Bubis les mostró una curiosísima reseña que había aparecido en un periódico de Berlín tras la publicación de Lüdicke, la primera novela de Archimboldi. La reseña, firmada por un tal Schleiermacher, intentaba fijar la personalidad del novelista con pocas palabras.
Inteligencia: media.
Carácter: epiléptico.
Cultura: desordenada.
Capacidad de fabulación: caótica.
Prosodia: caótica.
Uso del alemán: caótico.
Inteligencia media y cultura desordenada son fáciles de entender.
¿Qué quiso decir, sin embargo, con carácter epiléptico?, ¿que Archimboldi padecía epilepsia, que no estaba bien de la cabeza, que sufría ataques de naturaleza misteriosa, que era un lector compulsivo de Dostoievski? No había en el apunte ninguna descripción física del escritor.
– Nunca supimos quién era el tal Schleiermacher -dijo la señora Bubis-, incluso a veces mi difunto marido bromeaba diciendo que la nota la había escrito el propio Archimboldi. Pero tanto él como yo sabíamos que no había sido así.
Cerca del mediodía, cuando ya era prudente marcharse, Pelletier y Espinoza se atrevieron a realizar la única pregunta que juzgaban importante: ¿podía ella ayudarlos a entrar en contacto con Archimboldi? Los ojos de la señora Bubis se iluminaron.
Como si estuviera presenciando un incendio, le dijo después Pelletier a Liz Norton. Pero no un incendio en su punto crítico, sino uno que, después de meses de arder, estuviera a punto de apagarse. La respuesta negativa se tradujo en un ligero movimiento de cabeza que hizo que Pelletier y Espinoza de pronto comprendieran la inutilidad de su ruego.
Aún se quedaron un rato más. De alguna parte de la casa llegaba en sordina la música de una canción popular italiana.
Espinoza le preguntó si ella lo conocía, si alguna vez, mientras su marido vivía, había visto personalmente a Archimboldi. La señora Bubis dijo que sí y luego tarareó el estribillo final de la canción. Su italiano, según ambos amigos, era muy bueno.
– ¿Cómo es Archimboldi? -dijo Espinoza.
– Muy alto -dijo la señora Bubis-, muy alto, un hombre de estatura verdaderamente elevada. Si hubiera nacido en esta época probablemente habría jugado al baloncesto.
Aunque por la manera en que lo dijo, lo mismo hubiera dado que Archimboldi fuera un enano. En el taxi que los llevó hasta el hotel los dos amigos pensaron en Grosz y en la risa cristalina y cruel de la señora Bubis y en la impresión que les había dejado aquella casa llena de fotos en donde, sin embargo, faltaba la foto del único escritor que a ellos les interesaba.
Y aunque ambos se resistían a admitirlo, consideraban (o intuían) que era más importante el relámpago que habían entrevisto en el barrio de las putas que la revelación, cualquiera que ésta fuera, que habían presentido en casa de la señora Bubis.
Dicho en una palabra y de forma brutal, Pelletier y Espinoza, mientras paseaban por Sankt Pauli, se dieron cuenta de que la búsqueda de Archimboldi no podría llenar jamás sus vidas.
Podían leerlo, podían estudiarlo, podían desmenuzarlo, pero no podían morirse de risa con él ni deprimirse con él, en parte porque Archimboldi siempre estaba lejos, en parte porque su obra, a medida que uno se internaba en ella, devoraba a sus exploradores.
Dicho en una palabra: Pelletier y Espinoza comprendieron en Sankt Pauli y después en la casa de la señora Bubis ornada con las fotografías del difunto señor Bubis y sus escritores, que querían hacer el amor y no la guerra.
Por la tarde, y sin permitirse más confidencias que las estrictamente necesarias, es decir las confidencias generales, diríase abstractas, compartieron otro taxi hasta el aeropuerto y mientras esperaban sus respectivos aviones hablaron del amor, de la necesidad del amor. Pelletier fue el primero en marcharse.
Cuando Espinoza se quedó solo, su avión salía media hora más tarde, se puso a pensar en Liz Norton y en las probabilidades reales que tenía de conseguir enamorarla. La imaginó a ella y luego se imaginó a sí mismo, juntos, compartiendo un piso en Madrid, yendo al supermercado, trabajando ambos en el departamento de alemán, imaginó su estudio y el estudio de ella, separados por una pared, y las noches en Madrid a su lado, comiendo con amigos en buenos restaurantes y volviendo a casa, un baño enorme, una cama enorme.
Pero Pelletier se adelantó. Tres días después del encuentro con la editora de Archimboldi, apareció en Londres sin avisar y tras contarle a Liz Norton las últimas novedades la invitó a cenar en un restaurante de Hammersmith, que previamente le había recomendado un colega del departamento de ruso de la universidad, en donde comieron goulash y puré de garbanzos con remolacha y pescado macerado en limón con yogur, una cena con velas y violines, y rusos auténticos e irlandeses disfrazados de rusos, desde todo punto de vista desmesurada y desde el punto de vista gastronómico más bien pobretona y dudosa, que acompañaron con copas de vodka y una botella de vino de Burdeos y que a Pelletier le salió por un ojo de la cara, pero que valió la pena porque después Norton lo invitó a su casa, formalmente para hablar de Archimboldi y de las pocas cosas que sobre éste había revelado la señora Bubis, sin olvidar las despectivas palabras que había escrito el crítico Schleiermacher acerca de su primer libro, y después ambos se pusieron a reír y Pelletier besó a Norton en los labios, con mucho tacto, y la inglesa correspondió a su beso con otro mucho más ardiente, tal vez producto de la cena y del vodka y del Burdeos, pero que a Pelletier le pareció prometedor, y luego se acostaron y follaron durante una hora hasta que la inglesa se quedó dormida.
Aquella noche, mientras Liz Norton dormía, Pelletier recordó una tarde ya lejana en la que Espinoza y él vieron una película de terror en una habitación de un hotel alemán.
La película era japonesa y en una de las primeras escenas aparecían dos adolescentes. Una de ellas contaba una historia.
La historia trataba de un niño que estaba pasando sus vacaciones en Kobe y que quería salir a la calle a jugar con sus amigos, justo a la hora en que daban por la tele su programa favorito.
Así que el niño ponía una cinta de vídeo y lo dejaba listo para grabar el programa y luego salía a la calle. El problema entonces consistía en que el niño era de Tokio y en Tokio su programa se emitía en el canal 34, mientras que en Kobe el canal 34 estaba vacío, es decir era un canal en donde no se veía nada, sólo niebla televisiva.
Y cuando el niño, al volver de la calle, se sentaba delante del televisor y ponía el vídeo, en vez de su programa favorito veía a una mujer con la cara blanca que le decía que iba a morir.