– ¿Es bueno? -le preguntó la baronesa, medio dormida y sin levantarse.
– Es mejor que bueno -dijo Bubis dando vueltas por la habitación.
Luego se puso a hablar, sin dejar de moverse, sobre Europa, sobre mitología griega y sobre algo que vagamente se asemejaba a una investigación policial, pero la baronesa se durmió otra vez y no lo escuchó.
Durante el resto de la noche Bubis, quien solía sufrir insomnios a los cuales sabía sacarles el máximo provecho, intentó leer otros manuscritos, intentó repasar las cuentas de su contable, intentó escribir cartas a sus distribuidores, todo en vano.
Con las primeras luces del día volvió a despertar a su mujer y le hizo prometer que cuando él ya no estuviera al frente de la editorial, eufemismo con que designaba su muerte, ella no abandonaría a ese Archimboldi.
– ¿Abandonarlo en qué sentido? -le preguntó la baronesa, aún medio dormida.
Bubis tardó en contestar.
– Protégelo -dijo.
Tras unos segundos, añadió:
– Protégelo en la medida de nuestras posibilidades como editores.
Estas últimas palabras la baronesa Von Zumpe no las oyó, pues había vuelto a quedarse dormida. Durante un rato Bubis estuvo contemplando su rostro, similar al de una pintura prerrafaelita. Después se levantó de los pies de la cama y se dirigió en bata hacia la cocina, en donde se preparó un sándwich de queso con picles, una receta que le había enseñado en Inglaterra un escritor austriaco exiliado.
– Qué sencillo es preparar una cosa así y qué reparador es -le había dicho el austriaco.
Sencillo, sin duda. Y apetitoso, de un sabor extraño. Pero reparador en modo alguno, pensó el señor Bubis, para soportar una dieta de esta naturaleza hay que tener un estómago de acero.
Más tarde se dirigió a la sala y abrió las cortinas para que entrara la luz grisácea de la mañana. Reparador, reparador, reparador, pensaba el señor Bubis mientras mordisqueaba distraídamente su sándwich. Necesitamos algo más reparador que un bocadillo de queso con cebollitas en vinagre. ¿Pero dónde buscarlo, dónde encontrarlo y qué hacer con él cuando lo hayamos encontrado? En ese momento oyó que la puerta de servicio se abría y escuchó, con los ojos cerrados, los pasitos menudos de la criada que venía cada mañana. Se hubiera quedado así durante muchas horas. Una estatua. En lugar de eso dejó el sándwich en la mesa y se dirigió hacia su habitación, en donde procedió a vestirse para empezar otro día de trabajo.
Lüdicke se hizo acreedor de dos recensiones favorables y una desfavorable y en total se vendieron trescientos cincuenta ejemplares de la primera edición. La rosa ilimitada, que salió al cabo de cinco meses, obtuvo una reseña favorable y tres reseñas desfavorables y se vendieron doscientos cinco ejemplares. Ningún otro editor se hubiera atrevido a publicarle un tercer libro a Archimboldi, pero Bubis no sólo estaba dispuesto a publicarle el tercer libro sino también el cuarto, el quinto y todos los que hiciera falta publicar y Archimboldi tuviera a bien confiarle a él.
Durante ese tiempo, por lo que respecta a la cuestión económica, las entradas de dinero de Archimboldi se hicieron un poco, sólo un poco, mayores. La Casa de la Cultura de Colonia le pagó por dos lecturas públicas en sendas librerías de la ciudad, cuyos libreros, no está de más decirlo, conocían personalmente al señor Bubis, lecturas que por otra parte no suscitaron un interés demasiado notorio. A la primera de ellas, en donde el autor leyó páginas escogidas de su novela Lüdicke, asistieron quince personas, contando a Ingeborg, y sólo tres, al finalizar, se atrevieron a comprar el libro. A la segunda de las lecturas, páginas escogidas de La rosa ilimitada, asistieron nueve, contando otra vez a Ingeborg, y al finalizar ésta quedaban en la sala, cuyas pequeñas dimensiones mitigaron en parte la ofensa, sólo tres personas, entre las que se hallaba, por supuesto, Ingeborg, quien horas después le confesaría a Archimboldi que ella también, en determinado momento, había pensado en abandonar la sala.
También la Casa de Cultura de Colonia, en colaboración con las recién constituidas y algo despistadas autoridades culturales de Baja Sajonia, le organizó una serie de conferencias y lecturas que empezaron en Oldenburgo con algo de pompa y boato, para proseguir de inmediato en una serie de pueblos y aldeas, cada vez más pequeños, cada vez más dejados de la mano de Dios, adonde ningún escritor había aceptado acudir, gira que terminó en villorrios pesqueros de Frisia en los cuales Archimboldi, imprevisiblemente, encontró los auditorios más nutridos y en donde muy poca gente se fue antes de que terminara la función.
La escritura de Archimboldi, el proceso de creación o la cotidianidad en que se desarrollaba apaciblemente este proceso, adquirió robustez y algo que, a falta de una palabra mejor, llamaremos confianza. Esta «confianza» no significaba, ciertamente, la abolición de la duda, ni mucho menos que el escritor creyera que su obra tuviera algún valor, pues Archimboldi tenía una visión de la literatura (y la palabra visión también es demasiado rimbombante) en tres compartimientos que sólo de una manera muy sutil se comunicaban entre sí: en el primero estaban los libros que él leía y releía y que consideraba portentosos y a veces monstruosos, como las obras de Döblin, que seguía siendo uno de sus autores favoritos, o como la obra completa de Kafka. En el segundo compartimiento estaban los libros de los autores epigonales y de aquellos a quienes llamaba la Horda, a quienes veía básicamente como sus enemigos. En el tercer compartimiento estaban sus propios libros y sus proyectos de libros futuros, que veía como un juego y que también veía como un negocio, un juego en la medida del placer que experimentaba al escribir, un placer semejante al del detective antes de descubrir al asesino, y un negocio en la medida en que la publicación de sus obras contribuía a engordar, aunque fuese modestamente, su salario como portero de bar.
Un trabajo, el de portero de bar, que, por supuesto, no abandonó, en parte porque se había acostumbrado a él y en parte porque la mecánica del trabajo se había acoplado perfectamente a la mecánica de la escritura. Cuando terminó su tercera novela, La máscara de cuero, el viejo que le alquilaba la máquina de escribir y a quien Archimboldi le había regalado un ejemplar de La rosa ilimitada le ofreció venderle la máquina a un precio razonable. El precio, sin duda, era razonable para el antiguo escritor, sobre todo si uno tenía en cuenta que ya casi nadie le alquilaba la máquina, pero para Archimboldi todavía constituía, además de una tentación, un lujo. Así que, tras pensárselo durante algunos días y hacer cuentas, le escribió a Bubis pidiéndole, por primera vez, un adelanto sobre un libro que aún no había empezado. Naturalmente, le explicaba en la carta para qué necesitaba el dinero y le prometía solemnemente que le entregaría su próximo libro en un lapso no menor de seis meses.
La respuesta de Bubis no se hizo esperar. Una mañana unos repartidores de la sucursal de Olivetti en Colonia le hicieron entrega de una espléndida maquina de escribir nueva y Archimboldi sólo tuvo que firmar unos papeles de conformidad.
Dos días después le llegó una carta de la secretaria de la editorial en donde le comunicaba que, por orden del jefe, había sido cursada una orden de compra de una máquina de escribir a su nombre. La máquina, decía la secretaria, es un obsequio de la editorial. Durante algunos días Archimboldi anduvo como mareado de felicidad. En la editorial creen en mí, se repetía en voz alta, mientras la gente pasaba a su lado, en silencio o, como él, hablando sola, una imagen usual en Colonia durante aquel invierno.
De La máscara de cuero se vendieron noventa y seis ejemplares, lo que no era mucho, se dijo con resignación Bubis al revisar las cuentas, pero no por ello el apoyo que la editorial le brindaba a Archimboldi decayó. Al contrario, por aquellos días Bubis tuvo que viajar a Frankfurt y aprovechando su estancia se desplazó por el día a Maguncia a visitar al crítico literario Lothar Junge, que vivía en una casita en las afueras, junto a un bosque y una colina, una casita en la que se oía cantar a los pájaros, algo que a Bubis le pareció increíble, mira, si se oye hasta el canto de los pájaros, le dijo a la baronesa Von Zumpe, con los ojos muy abiertos y una sonrisa de oreja a oreja, como si lo último que hubiera esperado encontrar en aquella parte de Maguncia fuera un bosque y una población de pájaros cantores y una casita de dos pisos, con los muros encalados y de dimensiones de cuento de hadas, es decir, una casita pequeña, una casita de chocolate blanco con travesaños de madera a la vista como trozos de chocolate negro, y rodeada por un jardincito en donde las flores parecían recortes de papel, y un césped cuidado con manía matemática, y un senderito de grava que hacía ruido, un ruido que ponía los nervios o los nerviecitos de punta cuando uno caminaba por él, todo trazado con tiralíneas, con escuadra y compás, como le hizo notar a media voz Bubis a la baronesa poco antes de golpear con la aldaba (que tenía la forma de la cabeza de un cerdo) en la puerta de madera maciza.