– Sí, lo vi -dijo Archimboldi.

– Entonces todavía no me lo cuentes -dijo la baronesa-, ya habrá tiempo para eso.

Uno de los camareros de la cafetería le pidió un taxi. La baronesa mencionó el nombre de un hotel. En la recepción tenían una reserva a nombre de Benno von Archimboldi. Ambos siguieron al botones hasta una habitación individual. Con sorpresa, Archimboldi descubrió sobre uno de los muebles un aparato de radio.

– Deshaz tu maleta -dijo la baronesa- y arréglate un poco, esta noche cenamos con mi marido.

Mientras Archimboldi procedía a depositar en el interior de una cómoda un par de calcetines, una camisa y un calzoncillo, la baronesa se encargó de sintonizar una emisora de música de jazz. Archimboldi entró en el baño y se afeitó y se echó agua en el pelo y luego se peinó. Cuando salió las luces de la habitación, salvo la lámpara de la mesita de noche, estaban apagadas y la baronesa le ordenó que se desnudara y metiera en la cama.

Desde allí, tapado con las mantas hasta el cuello y con una agradable sensación de cansancio, observó a la baronesa, de pie, vestida tan sólo con unas bragas negras, cambiar de emisora hasta encontrar una de música clásica.

En total permaneció tres días en Hamburgo. En dos ocasiones cenó con el señor Bubis. En una habló de sí mismo y en la otra conoció a algunos de los amigos del famoso editor y casi no abrió la boca, por miedo a cometer alguna imprudencia. En el círculo íntimo del señor Bubis, al menos en Hamburgo, no había escritores. Un banquero, un noble arruinado, un pintor que ya sólo escribía monografías sobre pintores del siglo XVII y una traductora de francés, todos muy preocupados por la cultura, todos inteligentes, pero ninguno escritor.

Aun así, apenas abrió la boca.

La actitud del señor Bubis hacia él había experimentado una transformación notable, que Archimboldi achacaba a los buenos oficios de la baronesa, a quien había terminado por decirle su verdadero nombre. Se lo dijo en la cama, mientras hacían el amor, y la baronesa no necesitó preguntárselo dos veces.

La actitud de ésta, por otra parte, cuando le exigió que le dijera qué había ocurrido con el general Entrescu, fue extraña y en cierta manera iluminadora. Tras contarle que el rumano había muerto a manos de sus propios soldados en desbandada, que lo apalearon y después lo crucificaron, a la baronesa lo único que se le ocurrió preguntarle a Archimboldi, como si morir crucificado durante la Segunda Guerra Mundial fuera algo que se veía cada día, fue si el cuerpo en la cruz que él había contemplado estaba desnudo o vestido con su uniforme. La respuesta de Archimboldi fue que, a todos los efectos prácticos, estaba desnudo, pero que en realidad conservaba jirones de uniforme, los suficientes como para que los rusos que venían pisándoles los talones, al llegar a aquel lugar, se dieran cuenta de que el regalo que los soldados rumanos les dejaban tras de sí era un general.

Pero que también estaba lo suficientemente desnudo como para que los rusos pudieran verificar con sus propios ojos el tamaño descomunal de los miembros viriles rumanos, que en este caso, dijo Archimboldi, sin duda constituía un ejemplo tramposo, pues él había visto a algunos soldados rumanos desnudos y sus atributos en nada se diferenciaban, digamos, de la media alemana, mientras que el pene del general Entrescu, fláccido y amoratado como corresponde a un apaleado posteriormente crucificado, medía el doble y el triple de una verga común, ya fuera ésta rumana o alemana o, por poner un ejemplo cualquiera, francesa.

Dicho lo cual Archimboldi se quedó callado y la baronesa dijo que esa muerte no le hubiera desagradado al bravo general.

Y añadió que Entrescu, pese a los éxitos que se le atribuían en el campo militar, como táctico y como estratega siempre fue un desastre. Pero que como amante, por el contrario, era el mejor que había tenido jamás.

– No por el tamaño de su verga -aclaró la baronesa para despejar cualquier equívoco que Archimboldi, a su lado en la cama, pudiera hacerse-, sino por una especie de virtud zoomórfica:

charlando era más divertido que un cuervo y en la cama se convertía en una mantarraya.

A lo que Archimboldi opinó que, por lo poco que había podido observar durante la corta visita que Entrescu y su séquito realizaron al castillo de los Cárpatos, él creía que el cuervo era, precisamente, su secretario, el tal Popescu, opinión que fue desechada de inmediato por la baronesa, para quien Popescu sólo era una cacatúa, una cacatúa que volaba detrás de un león.

Sólo que el león no tenía garras o si las tenía no estaba dispuesto a usarlas, ni colmillos para desgarrar a nadie, únicamente un sentido un tanto ridículo de su propio destino, un destino y una noción de destino que en cierta manera era el eco del destino y la noción de destino de Byron, poeta al que Archimboldi, por esas casualidades que se dan en las bibliotecas públicas, había leído y que en modo alguno le parecía posible equiparar, ni siquiera disfrazado de eco, con el execrable general Entrescu, añadiendo de paso que la noción de destino no era algo que se pudiera separar del destino de un individuo (de un pobre individuo), sino que eran la misma cosa en sí: el destino, materia inasible hasta hacerse irremediable, era la noción de destino que cada uno tenía de sí mismo.

A lo que la baronesa respondió diciendo con una sonrisa que cómo se notaba que Archimboldi no había follado nunca con Entrescu. Lo que propició que Archimboldi le confesara a la baronesa que era cierto, que él nunca se metió en la cama con Entrescu, pero que en cambio fue testigo ocular de una de las famosas encamadas del general.

– La mía, supongo -dijo la baronesa.

– Supones bien -dijo Archimboldi, tuteándola por primera vez.

– ¿Y tú dónde estabas? -dijo la baronesa.

– En una cámara secreta -dijo Archimboldi.

Entonces a la baronesa le entró una risa incontenible y entre hipidos dijo que no le extrañaba que se hubiera puesto como seudónimo el nombre de Benno von Archimboldi. Observación que Archimboldi no entendió pero que aceptó de buena gana, poniéndose acto seguido a reír con ella.

Así que Archimboldi, al cabo de tres días muy instructivos, regresó a Colonia en un tren nocturno en donde la gente dormía hasta en los pasillos, y pronto estuvo otra vez en su buhardilla comunicándole a Ingeborg las excelentes noticias que traía de Hambugo, noticias que, al compartir, los embargaron de alegría, tanta que de repente se pusieron a cantar y luego a bailar, sin temer que el suelo cediera bajo sus saltos. Después hicieron el amor y Archimboldi le contó cómo era la editorial, el señor Bubis, la señora Bubis, la correctora que se llamaba Uta y que era capaz de enmendarle las faltas gramaticales a Lessing, a quien despreciaba con un fervor hanseático, pero no a Lichtenberg, a quien amaba, la administrativa o jefa de prensa que se llamaba Anita y que prácticamente conocía a todos los escritores de Alemania pero a quien sólo le gustaba la literatura francesa, la secretaria que se llamaba Martha y que era filóloga y que le había regalado algunos libros de la editorial que a él le interesaban, el almacenero que se llamaba Rainer Maria y que, pese a su juventud, había sido ya poeta expresionista, simbolista y decadente.

También le habló de los amigos del señor Bubis y del catálogo del señor Bubis. Y cada vez que Archimboldi concluía una oración Ingeborg y él se reían, como si se estuvieran contando una historia irresistiblemente cómica. Después Archimboldi se puso a trabajar en serio en su segundo libro y en menos de tres meses lo terminó.

Aún no había salido de la imprenta Lüdicke cuando el señor Bubis recibió el manuscrito de La rosa ilimitada, que leyó en dos noches, al cabo de las cuales, profundamente alterado, despertó a su mujer y le dijo que iban a tener que publicar el nuevo libro de ese Archimboldi.