– Todos estos días has estado hecho un idiota -se pone los anteojos de sol, se quita el abrigo Pochita-. No decías una palabra, soñabas con los ojos abiertos. Uy, qué infierno es esto. Nunca te he visto tan cambiado, Panta.

– Estaba un poco inquieto con mi nuevo destino, pero ya pasó-saca la cartera, alarga unos billetes al chofer Panta-. Sí, maestro, al número 549, el Hotel Lima. Espera, mamá, te ayudo a bajar.

– ¿Eres militar, no?-lanza su bolsa de viaje sobre una silla, se descalza Pochita-. Sabías que te podían mandar a cualquier lado. Iquitos no está mal, Panta, ¿no ves que parece un sitio simpático?

– Tienes razón, me he portado como un tonto-abre el ropero, cuelga un uniforme, un terno Panta-. Quizá me había encariñado mucho con Chiclayo; palabra que ya pasó. Bueno, a deshacer maletas. Qué calorcito éste ¿no, chola?

– Por mí, me quedaría viviendo toda la vida en el hotel-se tumba de espaldas en la cama, se despereza Pochita-. Te hacen todo, no hay que preocuparse de nada.

– ¿Y estaría bien recibir al cadete Pantoja en un hotelito?-se quita la corbata, la camisa Panta.

– ¿Al cadete Pantoja?-abre los ojos, desabotona su blusa, apoya un codo en la almohada Pochita-. ¿De veras? ¿Ya podemos encargarlo, Pantita?

– ¿No te prometí cuando llegue el tercer fideo?-estira su pantalón, lo dobla y lo cuelga Panta-. Será loretano, qué te parece.

– Maravilloso, Panta -ríe, aplaude, rebota en el colchón Pochita-. Uy, qué felicidad, el cadetito, Pantita Junior.

– Hay que encargarlo cuanto antes-abre y adelanta las manos Panta-. Para que llegue rapidito. Ven, chola, dónde te escapas.

– Oye, oye, qué te pasa-salta de la cama. Corre hacia el cuarto de baño Pochita-. ¿Te has vuelto loco?

– Ven, ven, el cadetito-se tropieza con una maleta vuelca una silla Panta-. Encarguémoslo ahora mismo. Anda, Pochita.

– Pero si son las once de la mañana, si acabamos de llegar-manotea, aparta, empuja, se enoja Pochita-. Suelta, nos va a oír tu mamá, Panta.

– Para estrenar Iquitos, para estrenar el hotel-jadea lucha, abraza, se resbala Pantita-. Ven, amorcito.

– Ya ve lo que ha ganado con tanta denuncia y tanto parte-blande un oficio atestado de sellos y firmas el general Scavino-. También usted tiene culpa en esto, comandante Beltrán: mire lo que viene a organizar en Iquitos ese sujeto.

– Me vas a romper la falda-se escuda tras el ropero, lanza una almohada, pide paz Pochita-. No te reconozco, Panta, tú siempre tan formalito, qué te está pasando. Deja, yo me la quito.

– Quería curar un mal, no causarlo-lee y relee la carta abochornada del comandante Beltrán-. Nunca imaginé que el remedio sería peor que la enfermedad, mi general. Inconcebible, inicuo. ¿Va usted a permitir este horror?

– El sostén, las medias-transpira, se echa, se encoge, se estira Pantita-. El Tigre tenía razón: la humedad tibia, se respira fuego, la sangre hierve. Anda, pellízcame donde me gusta. La orejita, Pocha.

– Me da vergüenza de día, Panta-se queja, se envuelve en la colcha, suspira Pochita-. Te vas a quedar dormido, ¿no tienes que estar en la Comandancia a las tres?, siempre te quedas.

– Me pego una ducha-se arrodilla, se dobla, desdobla Pantita-. No me hables, no me distraigas. Pellízcame en la orejita. Así, asisito. Ay, ya siento que me muero, chola, ya no sé quién soy.

– Sé muy bien quién es usted y a qué viene a Iquitos-murmura el general Roger Scavino-. Y de entrada le disparo que no me alegra en absoluto su presencia en esta ciudad. Las cosas claras desde el principio, capitán.

– Disculpe, mi general-balbucea el capitán Pantoja-. Debe haber algún malentendido.

– No estoy de acuerdo con el Servicio que viene a organizar-acerca la calva al ventilador y entrecierra un instante los ojos el general Scavino-. Me opuse desde un comienzo y sigo pensando que es una barbaridad.

– Y, sobre todo, una inmoralidad sin nombre-se abanica con furia el padre Beltrán.

– El comandante y yo nos hemos callado porque la superioridad manda-despliega su pañuelo y se seca el sudor de la frente, de las sienes, del cuello el general Scavino-. Pero no nos han convencido, capitán.

– Yo no tengo nada que ver con este proyecto, mi general-transpira inmóvil el capitán Pantoja-. Me llevé la sorpresa de mi vida cuando me lo comunicaron, Padre.

– Comandante-corrige el padre Beltrán-. ¿No sabe contar los galones?

– Perdón, mi comandante-choca ligeramente los tacos el capitán Pantoja-. No he intervenido para nada, se lo aseguro.

– ¿No es usted uno de los cerebros de Intendencia que han concebido esta porquería?-coge el ventilador, lo enfrenta a su cara, cráneo, y carraspea el general Scavino-. De todos modos, hay algunas cosas que deben quedar sentadas. No puedo evitar que esto prospere, pero haré que salpique lo menos posible a las Fuerzas Armadas. Nadie va a empañar la imagen que el Ejército ha conquistado en Loreto desde que estoy al frente de la Quinta Región.

– Ése es también mi deseo-mira por sobre el hombro del general el agua barrosa del río, una lancha cargada de plátanos, el cielo azul, el sol ígneo el capitán Pantoja-. Estoy dispuesto a hacer lo posible.

– Porque aquí se armaría la de Dios es Cristo, si trasciende la noticia-alza la voz, se levanta, apoya las manos en el alféizar de la ventana el general Scavino-. Los estrategas de Lima planean muy tranquilos cochinadas en sus escritorios, porque el que aguantará la tormenta si la cosa se hace pública es el general Scavino.

– Estoy de acuerdo con usted, tiene que creerme-suda, ve empaparse los brazos de su uniforme, implora el capitán Pantoja-. Yo no hubiera pedido jamás esta misión. Es algo tan distinto de mi trabajo habitual que ni siquiera sé si seré capaz de cumplirla.

– Sobre madera tu padre y tu madre se juntaron para hacerte y sobre madera pujó y se abrió de piernas para parirte la que te parió-ulula y truena, allá arriba, en la oscuridad el Hermano Francisco-. La madera sintió su cuerpo, se enrojeció con su sangre, recibió sus lágrimas, se humedeció con su sudor. La madera es sagrada, el leño trae salud. ¡Hermanas! ¡Hermanos! ¡Abran los brazos por mí!

– Por esa puerta desfilarán decenas de personas, esta oficina se llenará de protestas, de pliegos con firmas, de cartas anónimas -se agita, da unos pasos, regresa, abre y cierra el abanico el padre Beltrán-. Toda la Amazonía pondrá el grito en el cielo y pensará que el arquitecto del escándalo es el general Scavino.

– Ya oigo al demagogo del Sinchi vomitando calumnias contra mí por el micrófono-se vuelve, se demuda el general Scavino.

– Mis instrucciones son que el Servicio funcione en el mayor secreto-se atreve a quitarse el quepí, a pasarse un pañuelo por la frente, a limpiarse los ojos el capitán Pantoja-. En todo momento tendré muy en cuenta esa disposición, mi general.

– ¿Y qué diablos podría inventar para aplacar a la gente?-grita, contornea el escritorio el general Scavino-. ¿Han pensado en Lima el papelito que me tocara representar?

– Si usted lo prefiere, puedo pedir hoy mismo mi traslado-palidece el capitán Pantoja-. Para demostrarle que no tengo ningún interés en el Servicio de Visitadoras.

– Vaya eufemismo que se han buscado los genios-taconea de espaldas, mirando el río que destella, las cabañas, la llanura de árboles el padre Beltrán-. Visitadoras, visitadoras.

– Nada de traslados, me mandarían otro intendente en una semana -vuelve a sentarse, a ventilarse, a enjugarse la calva el general Scavino-. De usted depende que esto no perjudique al Ejército. Tiene sobre los hombros una responsabilidad del tamaño de un volcán.

– Puede dormir tranquilo, mi general-endurece el cuerpo, echa atrás los hombros, mira al frente el capitán Pantoja-. El Ejército es lo que más respeto y quiero en la vida.