Una húmeda nostalgia ha impregnado el aire, nublado el sol, silenciado las cornetas, los platillos y el bombo, una sensación de agua que se escurre entre los dedos, de escupitajo que se traga la arena, de ardientes labios que al posarse en la mejilla se gangrenan, un sentimiento de globo reventado, de película que acaba, una tristeza que de pronto mete gol: he aquí que la corneta (¿de la diana?, ¿del rancho?, ¿del toque de silencio?) raja otra vez el aire tibio (¿de la mañana?, ¿de la tarde?, ¿de la noche?). Pero en la oreja derecha ha surgido ahora un cosquilleo creciente, que rápidamente gana todo el lóbulo y se contagia al cuello, lo abraza y escala la oreja izquierda: ella también se ha puesto, íntimamente, a palpitar-moviendo sus invisibles vellos, abriéndose sedientos sus incontables poros, en busca de, pidiendo que-y a la nostalgia recalcitrante, a la feroz melancolía ha sucedido ahora una secreta fiebre, una difusa aprensión, una desconfianza que toma cuerpo piramidal como un merengue, un corrosivo miedo. Pero el rostro del teniente Pantoja no lo revela: escudriña, uno por uno, a los soldados que se disponen a entrar ordenadamente al almacén de prendas. Pero algo provoca una discreta hilaridad en esos uniformes de parada que observan allá, en lo alto, donde debía encontrarse el techo del almacén y se encuentra en cambio la Tribuna de Fiestas Patrias ¿Está presente el coronel Montes? Sí. ¿El Tigre Collazos? Sí. ¿El general Victoria? Sí. ¿El coronel López López? Sí. Se han puesto a sonreír sin agresividad, ocultando la boca con los guantes de cuero marrón, volviendo un poco la cabeza al costado ¿secreteándose? Pero el teniente Pantoja sabe de qué, por qué, cómo. No quiere mirar a los soldados que aguardan el silbato para entrar, recoger las prendas nuevas y entregar las viejas, porque sospecha, sabe o adivina que cuando mire, compruebe y positivamente sepa, la señora Leonor lo sabrá y Pochita también lo sabrá. Pero sus ojos cambian súbitamente de parecer y auscultan la formación: jajá qué risa, ay qué vergüenza. Sí, así ha ocurrido. Espesa como sangre fluye la angustia bajo su piel mientras observa, presa de terror frío, esforzándose por disimular sus sentimientos, como se han ido, se van redondeando los uniformes de los reclutas en el pecho, en los hombros, en las caderas, en los muslos, cómo de las cristinas empiezan a llover cabellos, cómo se suavizan, endulzan y sonrosan las facciones y cómo las masculinas miradas se tornan acariciadoras, irónicas, pícaras.

Al pánico se ha superpuesto una sensación de ridículo sediciosa e hiriente. Toma la brusca decisión de jugarse el todo por el todo y, abombando ligeramente el pecho, ordena: "¡Desabrocharse las camisas, so carajos!" Pero ya van pasando bajo sus ojos, sueltos los botones, vacíos los ojales, danzantes las orlas pespuntadas de las camisas, los huidizos pezones erectos de los números, los balanceantes y alabastrinos, los mórbidos y terrosos pechos que se columpian al compás de la marcha. Pero ya el teniente Pantoja encabeza la compañía, la espada en alto, el perfil severo, la frente noble, los ojos limpios, pateando el asfalto con decisión: un dos, un dos. Nadie sabe que maldice su suerte. Su dolor es profundo, grande su humillación, infinita su vergüenza porque tras él, marcando el paso sin marcialidad, blandamente, como yeguas en el lodo, van los reclutas recién levados que no han sabido siquiera vendarse los pechos para aplastar las tetas, usar engañadoras camisas, cortarse los cabellos a los cinco centímetros del reglamento y limarse las uñas. Las siente marchar tras él y adivina: no intentan mimar expresiones viriles, exhiben agresivamente su condición mujeril, yerguen el busto, quiebran las cinturas, tiemblan las nalgas y sacuden las largas cabelleras. (Un escalofrío: está a punto de hacerse pipí en el calzoncillo, la señora Leonor al planchar el uniforme lo sabría, Pochita al coser el nuevo galón se reiría). Pero ahora hay que concentrarse cervalmente en el desfile porque cruzan frente a la Tribuna. El Tigre Collazos se mantiene serio, el general Victoria disimula un bostezo, el coronel López López asiente comprensivo y hasta jovial, y el trago no sería tan amargo si no estuvieran también allí, en un rincón, amonestándolo con tristeza, furia y decepción, los ojos grises del general Scavino.

Ahora ya no le importa tanto: el hormigueo de las orejas ha recrudecido violentamente y él, dispuesto a jugarse el todo por el todo, ordena a la compañía "¡Paso ligero! ¡Marchen!" y da el ejemplo. Corre a una cadencia rápida y armoniosa, seguido por las muelles pisadas cálidas e invitadoras, mientras siente ascender por su cuerpo una tibieza semejante al vaho de una olla de arroz con pato que sale del fuego. Pero ahora el teniente Pantoja se ha detenido en seco y tras él la turbadora compañía. Con un leve sonrojo en las mejillas hace un gesto no muy claro, que, sin embargo, todos comprenden. Se ha desatado un mecanismo, la deseada ceremonia ha comenzado. Desfila frente a él la primera sección y es enojoso que el alférez Porfirio Wong lleve tan descachalandrado el uniforme-atina a pensar: "Necesitará reprimenda y aleccionamiento sobre uso de las prendas"-, pero ya han comenzado los números, al pasar frente a él-que se mantiene inmóvil e inexpresivo-a desabotonarse la guerrera con rapidez, a mostrar los fogosos senos, a estirar la mano para pellizcarle con amor el cuello, los lóbulos, la curva superior y, luego, adelantando-una tras otra, otro tras uno-la cabeza (él les facilita la operación inclinándose) a mordisquearle deliciosamente los cantos de las orejas. Una sensación de placer ávido, de satisfacción animal, de alegría exasperada y tentacular, borran el miedo, la nostalgia, el ridículo, mientras los reclutas pellizcan, acarician y mordisquean las orejas del teniente Pantoja. Pero entre los números, algunos rostros familiares hielan por ráfagas la felicidad con una espina de inquietud: desancada y grotesca en su uniforme va Leonor Curinchila, y, enarbolando el estandarte, con brazalete de cabo furriel, viene Chupito, y ahora, cerrando la última sección-angustia que surte como chorro de petróleo y baña el cuerpo y el espíritu del teniente Pantoja-un soldado todavía borroso: pero él sabe-han regresado el miedo irrespirable, el ridículo tormentoso, la embriagadora melancolía-que bajo las insignias, la cristina, los bolsudos pantalones y la esmirriada camisa de dril está sollozando la tristísima Pochita. La corneta desafina groseramente, la señora Leonor le susurra: "Ya está tu arroz con pato, Pantita."

SVGPFA

Parte número dos

ASUNTO GENERAL: Servicio de Visitadoras para Guarniciones, Puestos de Frontera y Afines.

ASUNTO ESPECÍFICO: Rectificación de estimaciones, primeros enganches y distintivos del SVGPFA.

CARACTERÍSTICAS: secreto.

FECHA Y LUGAR: Iquitos, 22 de agosto de 1956.

El suscrito, capitán EP (Intendencia) Pantaleón Pantoja, oficial responsable del SVGPFA, respetuosamente se presenta ante el general Felipe Collazos, jefe de Administración, Intendencia y Servicios Varios del Ejército, lo saluda y dice:

1. Que en el parte número uno, del 12 de agosto, en el acápite relativo al número de visitadoras que requeriría el SVGPFA para cubrir la demanda de 104.712 prestaciones mensuales que arrojó grosso modo la primera estimativa del mercado (se pide permiso de la superioridad para el uso de este nombre técnico), el suscrito calculó aquél en "un cuerpo permanente de 2.115 visitadoras de la máxima categoría" (veinte prestaciones diarias), trabajando full time y sin contratiempos. Que esta tabulación adolece de un grave error, del que es único culpable el suscrito, a causa de una visión masculinizada del trabajo humano, que, imperdonablemente, le hizo olvidar ciertos condicionamientos privativos del sexo femenino, los mismos que, en este caso, infligen a esa contabilidad una nítida corrección, por desgracia en sentido desfavorable para el SVGPFA. Es así que el suscrito olvidó deducir, en el número de días de trabajo de las visitadoras, los cinco o seis de sangre que evacuan mensualmente las mujeres (días de regla o período) y en los que, tanto por ser costumbre extendida en los varones no tener relación carnal con la hembra mientras menstrúa como por hallarse sólidamente afincado en esta región de la Patria el mito, tabú o aberración científica de que mantener contactos íntimos con mujer sangrante produce impotencia, se las puede considerar inhabilitadas para conceder la prestación. Lo cual, claro esta, traumatiza la anterior estimativa. Que tomando en consideración este factor y señalando, de manera laxa, un promedio mensual de 22 días hábiles por visitadora (excluidos los cinco de menstruación y sólo tres domingos, pues no es desatinado suponer que un domingo de cada mes coincida con la sangre cíclica) el SVGPFA requeriría un plantel de 2.271 visitadoras del máximo nivel, operando a tiempo completo y sin percances, es decir 156 más de lo que equivocadamente había calculado el parte anterior;