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La carretera desciende rápidamente hacia el puente que atraviesa el río y que lleva su mismo nombre. En cuanto al Nekor en sí, su cauce es muy ancho, pero con el estiaje, que ahora está en su fase más aguda, el agua sólo transcurre por el centro. Con todo, es el río más importante que hemos visto hasta ahora, y en sus riberas hay numerosas plantaciones. Destaca el maíz, que ponen a secar sobre los techos planos de las casas y que algunos hombres asan y venden en los márgenes de la carretera.

Una vez que la carretera toma la dirección paralela al río, circulamos bajo una sombra continua y refrescante. Cuando no son los árboles, las propias montañas nos defienden del sol de la fiera tarde rifeña. A eso se une una suave brisa cuando pasamos junto al embalse, que al principio y hasta que no vemos la presa parece sólo una plácida laguna azul. Este valle era la retaguardia, donde los beniurriagueles descansaban de las escaramuzas con los españoles. Según cuentan los cronistas, era raro que un combatiente rifeño pasara más de dos semanas seguidas en el frente. Cuando estaban cansados volvían a casa para reponerse y también para atender sus campos. Los españoles que tenían enfrente, por el contrario, pasaban meses y meses encerrados en sus fuertes, mal alimentados y a menudo enfermos, sumidos en una fiebre constante.

Mientras seguimos el curso del Nekor, pienso en lo que rara vez muestran los libros de historia. Más allá de las batallas, las ofensivas y las líneas del frente, cómo vivían y morían los contendientes de a pie. Quiénes y cómo eran los hombres que en aquella guerra se enfrentaban.

Ellos, los rifeños, eran para empezar bereberes (o beréberes). Sobre el origen de la palabra hay controversia; los más la hacen proceder del latín barbarus, y señalan que los bereberes se llaman a sí mismos imazighen ("los hombres libres"). Según el antropólogo americano David M. Hart, bereber es una palabra con la que se alude más a una lengua que a una raza, pero a estos efectos podría identificar a los rifeños como blancos de lengua camita, descendientes de pueblos agrícolas y sedentarios del Neolítico, venidos quizá de próximo Oriente o quizá de la misma Península Ibérica. Eran bastante puros, porque las invasiones árabes trajeron al Rif más influencia religiosa y filosófica que genética. Entre el Kert y el Nekor también se hablaba más bereber que árabe. Sin embargo, es de destacar que el propio nombre que se daban los beniurriagueles, los rifeños de Alhucemas, ya no era el bereber Ait ("pueblo de") sino el árabe Ben" ("hijo de"). A medida que se iba hacia el oeste había tribus más arabizadas, hasta llegar al Yebala, donde la arabización lingüística era casi completa. Los yebalíes eran mucho más abiertos y flexibles, en todos los aspectos. Las tribus de las montañas, en cambio, habían permanecido bastante celosas de su propia identidad a lo largo de los siglos, sin mezclarse nunca con los distintos invasores, cuyo poder sobre el Rif fue siempre muy relativo.

Su organización política tradicional era bastante difusa. Había un caíd o jefe de tribu, que estaba en relación con los cheijs o jefes de fracción, quienes a su vez estaban en relación con los chiujs o jefes de poblado. Los cargos eran electivos, aunque en algunas familias importantes se daba sucesión de padres a hijos. El caíd, especie de general y gobernador, no reconocía ninguna autoridad superior, pero tampoco su propia autoridad era demasiada en tiempo de paz. No podía exigir tributos y sólo se mantenía en el puesto si no molestaba excesivamente. Sólo en caso de guerra se reforzaban los poderes. Entonces el caíd reunía en yemaa o asamblea a los poblados y reclamaba armas y hombres ofreciendo en contrapartida el futuro pillaje. A continuación se formaba la harka, un ejército eventual de soldados accidentales. El resto del tiempo se vivía "en república", esto es, haciendo más o menos lo que cada uno quería.

A esta aversión por la autoridad se unía el carácter belicoso. Los niños eran adiestrados en el manejo del fusil desde edades tempranas, y también se les enseñaba a cuidar y casi amar su arma. Según la religión tradicional rifeña, los demonios o yenun no pueden dañar a quien tenga consigo un trozo de metal; de ahí el apego a la fusila, como ellos la llamaban. Ruiz Albéniz, que vivió entre ellos, escribió que eran astutos, oportunistas y crueles, y que admiraban al estoico ante la crueldad, no al que se compadecía. Decía además que siempre andaban merodeando, que nunca eran francos y que se aprovechaban de quien sí lo era. Y citaba a uno: "Tú debías estar fuerte, tú debías tener armas, moro estar falso como mula, pasar mano con caricia por lomo, y cuando aparecer contento, pegarte patada". Antes de venir a Marruecos hablé por teléfono con mi abuela, que se vio obligada a transmitirme una advertencia que parece abonar esta idea: "Ten cuidado, que tu abuelo decía que los moros eran muy jodíos. Aunque para ser del todo justos, tampoco faltan, entre los propios españoles, testimonios de la fidelidad de los indígenas que lucharon junto a ellos en las filas de los Regulares o la Policía, y que a menudo arriesgaron sus vidas para retirar a las bajas españolas bajo el fuego enemigo.

Sea como fuere, los propios moros de Tetuán afirmaban que los beniurriagueles eran feroces y traidores, y que por una peseta eran capaces de degollar a uno. Cierto es que abundaban los asesinatos, a tiros y mediante envenenamiento, y hasta se decía que el varón que llegada la época de casarse no había matado a nadie no era un hombre. El urf, o costumbre rifeña, abocaba al homicidio, porque no permitía lavar las ofensas con dinero, según la costumbre musulmana. Ello no obstante, la avaricia de los rifeños resultaba al parecer considerable ("gente pobrísima y codiciosa" los llama Gonzalo de Reparaz) y apreciaban mucho el dinero español, siempre que tuviera la efigie de un rey adulto; las monedas de Alfonso Xiii niño las rechazaban, igual que las republicanas. De éstas decían que «mukera no poder estar rey». La mujer era lo último, tras el fusil, el caballo, los hijos e hijas y el ganado. En el Rif las mujeres eran las que trabajaban, porque el trabajo se consideraba indigno; un hombre sólo debía guerrear, sestear y cantar. También eran bastante perezosos en cuestiones religiosas cumpliendo con el Islam de manera muy laxa e interpretando a su manera muchos de sus preceptos. Sólo rezaban dos veces al día, por ejemplo, en lugar de las cinco prescritas. Por el contrario, duraba en ellos siempre el odio y la gratitud: así como nunca se sentían humillados al pregonar el favor recibido, su orgullo y su vanidad les impedían perdonar a quien les desairaba.

Una descripción del carácter rifeño no quedaría completa sin referirse a sus cualidades como guerreros, que en parte resultaban sorprendentes al lado de las anteriores: su austeridad, su capacidad de sufrir y su valor. Después de tantos siglos de vivir en una economía de subsistencia, podían pasar con muy escasa comida. Tenían una dieta vegetariana: higos secos, pasas, almendras, pan, leche cuajada y tajine (una especie de cocido oleoso). Su único manjar era la miel de mejorana, que Franco se hacía llevar a Madrid todas las semanas en su época de dictador. Solían ir rapados y vestían chilabas pardas que les servían de camuflaje y a la vez de despensa durante el combate. El atuendo se completaba con una camisa de lana, serual (pantalones bombachos), rezza (turbante) y alpargatas de esparto. Las heridas se las curaban poniéndose telarañas encima y tenían una gran resistencia física. En cuanto al valor en combate, se derivaba de su filosofía vital, en la que una exis tencia corta no sólo estaba asumida, sino que era preferible a una larga. Y sabían que los europeos tenían pánico a la muerte, por lo que los despreciaban y los consideraban inferiores; especialmente a los españoles, que además eran unos pobres andrajosos en comparación con los franceses o los alemanes. "No hay un solo hombre en el Rif que dude que él y sus hermanos, con sus rústicos Remingtons y 100 cartuchos por barba, pueden hacer frente a cualquier ejército que se envíe contra ellos", escribió un británico en la Gazette de Tánger. Algo tenía que ver, sin duda, la tradición musulmana de la yihad, o guerra santa. Según el Corán, el guerrero musulmán sólo puede huir si el enemigo cuenta con más del doble de hombres. Por debajo de eso, debe luchar hasta morir.