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Tafersit es un pueblo pulcro y despejado. Como en otros muchos del Rif, en la calle principal se alinean edificios blancos de poca altura con profundos soportales cuya sombra permite huir del calor. Las puertas de persiana de los establecimientos son celestes, como las columnas que sujetan los arcos. Nos sentamos en una terraza y pedimos refrescos y té. La comida es el pan y el queso en porciones que compramos en Ben-Tieb. El queso resulta bastante malo, pero el pan es magnífico. En días sucesivos nos aficionaremos al pan de Marruecos. No es el pan tradicional. Los primeros españoles que llegaron al Rif hablaban de un pan de centeno seco y estropajoso, que desgarraba la garganta al tragarlo. Cuando los rifeños probaron por primera vez el pan blanco de trigo se volvieron locos, y se nota que les gustó porque han aprendido a hacerlo con maestría.

Tenemos enfrente la mezquita, un edificio inmaculado con una torre alta de muros encalados y aristas enfoscadas en un color arena suave. Parece bastante nueva y con capacidad para numerosos fieles. En la calle hay un par de BMW y algún Mercedes nuevo. Parece que Tafersit dispone de algunas riquezas, y también aquí resultan muy lejanos los días en que el general Silvestre desplegaba sus avanzadas o el siempre activo comandante Franco enviaba de razzia a sus legionarios. A mediados de 1921, los aviones De Havilland de Zeluán (los mismos que luego incendiarían sus propios mecánicos) bombardearon el pueblo, en uno de aquellos ingeniosos e inoperantes escarmientos que de vez en cuando se le ocurrían a Silvestre para ablandar a los indígenas.

De pronto se nos acerca un moro joven. Nos mira a los tres y por alguna razón indefinida me escoge a mí. Me tiende la mano. Naturalmente, la estrecho. La tiene áspera, y mientras la siento entre mis dedos busco con los ojos los suyos. Entonces me percato, primero, de que los tiene de un color verde oliva muy claro, y segundo, de que se trata de un muchacho con alguna deficiencia mental. Sacude varias veces mi mano, sonriendo, y a continuación repite el ritual con mi hermano y con Eduardo. Después de eso, alguien nos saluda desde una mesa vecina. Es un rifeño de entre cincuenta y sesenta años, de aspecto bastante simpático. Tiene el pelo muy corto y rubio y los ojos del mismo verde oliva pálido que el chaval.

Le toca a Hamdani hacer de intérprete, y lo hace como siempre, cambiando largas parrafadas con el otro que se traducen en sucintos resúmenes para nosotros. Parece que el hombre nos invita a tomar alguna otra cosa.

Le pido a Hamdani que se lo agradezca y que le diga que tenemos bastante. El rifeño asiente y sigue con su animada perorata. Siempre riendo y gesticulando ceremonioso con las manos vuelca su elocuencia sobre Hamdani, que le escucha con una especie de resignación. Causan un curioso contraste los dos marroquíes, el norteño rubio y el sureño de cabellos y ojos oscuros. Aunque esta vez no les separa el idioma, porque este rifeño habla un árabe fluido, uno tiene toda la impresión de que no se entienden demasiado, como si pertenecieran a mundos distintos que coexisten a prudente distancia.

– Dice que les ofrece su casa para pasar esta noche -condensa Hamdani otros cinco minutos de charla.

– ¿Su casa?

– Sí, su casa. Dice que es grande, que hay sitio para todos.

– Le habrá dicho que tenemos reservado hotel en Alhucemas.

– No. No sabía si les apetecería.

– No estaría nada mal, dormir en Tafersit -fantasea Eduardo.

– Si quieren le digo que sí -ofrece Hamdani.

– No creo que sea buena idea -dudo-. ¿Usted qué opina?

Hamdani se encoge de hombros.

– A saber quién es y a qué se dedica -observa, escéptico.

– Dígale que muchas gracias, que tenemos que seguir a Alhucemas.

Nuestro conductor desgrana con su árabe lento nuestro agradecimiento y nuestra disculpa. El rifeño insiste un poco, pero pronto levanta las manos, se golpea los muslos y se levanta. Desaparece un momento en el interior del bar y después se despide efusivamente. Nos desea buen viaje, nos repite que su casa es nuestra casa, etc. Con su hijo siguiéndole camina despacio hacia su coche, que resulta ser uno de los Mercedes. Diez minutos después, cuando tratamos de pagar la cuenta descubrimos que ya la ha pagado él. ¿Y éstos son los ariscos rifeños con los que amenazan las guías?

Desde Tafersit, ya con el estómago lleno y el té disuelto en la sangre, recorremos los ocho kilómetros que nos separan de Midar. Aquí nos reincorporamos a la carretera general y a la civilización, después de nuestra fugaz incursión por el Rif profundo donde perdura la huella de las viejas cábilas guerreras. Al volver a la ruta principal el paisaje pierde algo su dureza y una parte de su atractivo, pero también tiene su interés. Midar es un pueblo típico de carretera, extendido a ambos lados de la costura de asfalto que separa y une sus dos mitades. A la entrada hay un arco con la estrella de cinco puntas, el símbolo del reino. Mientras pasamos de un extremo a otro, y quizá porque ya son algo más de las cinco de la tarde, el pueblo está algo más concurrido que los anteriores. Llaman especialmente la atención las mujeres jóvenes que van andando por la cuneta, sin prisa, descubiertas y sin mostrar en absoluto esa actitud sumisa y retraída que la idea común asigna a la mujer musulmana. Llevan la cabeza alta y si se las mira devuelven desafiantes la mirada. Eso nos sucede con una muchacha de dieciocho o veinte años que pasea sola. Tiene unos ojos deslumbrantes, que nos escrutan orgullosos bajo los cabellos que lleva revueltos sobre la frente. No en balde advertía Gonzalo de Reparaz que en Marruecos había que dejar a un lado "la necia tradición española de piropear a las mujeres". Las montañesas siempre fueron famosas entre las marroquíes por su audacia y por su falta de remilgos. No los tiene desde luego esta brava rifeña, que pasa indiferente delante de uno de esos grupos de hombres ociosos e inquietantes que tanto abundan en Marruecos.

Se acaba Midar y la carretera vuelve a extenderse ante nuestros ojos. Son sesenta o setenta kilómetros de montañas hasta Alhucemas.

Nos acomodamos en nuestros asientos y Hamdani pone música marroquí. Resulta relajante.

6. Una evocación de los hombres a la orilla del Nekor

Antes de iniciar de verdad la subida, la carretera pasa por los pequeños pueblos de Tlat-Azlaf, Kassita y Talamagait. A partir de aquí, hay que empezar a exigirle al motor para que remonte las dificultades de la cadena de puertos que nos vemos obliga dos a salvar. La cima de este macizo montañoso es el Kech-Kech, de 1.metros de altura. Uno se pregunta, viendo los impresionantes paredones rocosos, cómo ese insensato de Silvestre creyó alguna vez que podría llevar a sus pobres soldados hasta Alhucemas, cruzando esta inexpugnable muralla natural. Habrían sido cuarenta kilómetros de desfiladeros, suponiendo que siempre pudieran encontrar un paso, cuestión que en modo alguno podían asegurarle los pésimos mapas de que disponía, "de pura inventiva", como alguien llegó a calificarlos. O a lo mejor pensaba ir escalando todas las montañas, en un sube y baja constante. Lo cierto es que a Alhucemas sólo podía llegarse como al final se llegó, desembarcando desde el mar. Y habría que esperar todavía cuatro años para que el ejército español estuviera en condiciones de ejecutar una operación de ese calibre.

Cuando llegamos a la cima del último puerto, una visión espectacular se ofrece a nuestros ojos: el valle del río Nekor. En este valle, estrecho y encajado entre las montañas del Rif central, se encontraban algunas de las tierras fértiles que servían de reserva a los sublevados contra España. Y en la bahía donde desemboca el río estaba Axdir, el cuartel general de Abd el-Krim. Al fondo se ve la superficie reluciente del embalse que forma el Nekor en la presa que hoy recuerda al caudillo, la presa Mohammed ben Abd el-Krim El Jatabi. Es un dudoso homenaje, ya que el régimen actual de Marruecos nunca tuvo muchos deseos de que volviera del exilio, por temor a que estimulara los deseos de los independentistas rifeños. El viejo rebelde se entrevistó con Mohammed V en 1960 y con Hassan II en 1962, cuando los dos monarcas, padre e hijo, visitaron El Cairo. Y se dice que Mohammed V le invitó a regresar a su tierra, a lo que Abd elKrim se habría negado alegando que no volvería mientras en Marruecos quedaran soldados extranjeros (por los franceses y españoles que seguían en territorio marroquí). Pero por lo que sabemos, el viejo resistente rifeño era muy crítico con la Constitución de la renovada monarquía alauita, que no hacía al soberano responsable ante sus súbditos. Y en cuanto al verdadero aprecio que el régimen guarda por su recuerdo, pudo comprobarlo no hace mucho su sobrino Omar el Jatabi, cuando intentó en 1996 celebrar en Axdir un seminario en honor de su tío por el 75 aniversario de Annual. El seminario fue prohibido.