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Las plazas cristianas en Marruecos, desde que se establecieran las primeras allá por el siglo XV, siempre fueron "oficinas de guerra", y la guerra la única industria que en ellas se ejercía regularmente. Quizá era una inercia demasiado difícil de vencer. Pero ya que se estaba en tareas bélicas, se podía haber tomado ejemplo de las técnicas francesas. No fue así. También España probó a tener tropas indígenas, pero con mucho peores resultados. En primer lugar eran marroquíes que debían luchar contra marroquíes, lo que propiciaría un largo historial de deserciones y la subsiguiente desconfianza. En segundo lugar, los oficiales españoles que mandaban aquellas unidades (Policía Indígena y Regulares) no eran considerados por la integración que pudieran conseguir con los marroquíes y por el conocimiento que llegaran a tener de su cultura y sus costumbres, sino por otras razones. "El capitán de mía [compañía de la Policía Indígena] -escribió Zulueta-, aunque lleve a cabo su labor, sepa árabe literario y vulgar y extienda el orden, sólo puede aspirar a ascender por acciones de guerra, por valor en combate (que tan poco aporta a la colonización)". El sinsentido de esta política suicida llevaría al diputado a formular palabras aún más airadas, y cargadas de dolorosa verdad: "La prodigalidad de las recompensas, no por méritos de pacificación, sino por méritos de guerra en acciones a veces imaginarias o en heroicidades provocadas por descalabros que en otras naciones tendrían aparejado justo castigo, han creado una corriente de opinión contraria a los militares". Era 1916, y todavía no había llegado lo peor. Reparaz ya defendía sus tesis en 1911, y Morales en 1909. Nadie les escuchó a ninguno de los tres. Así pudo haber más descalabros, más heroicidades, más medallas, más ascensos y más muertos, siempre más muertos.

Seguimos avanzando por aquellos campos hoy al fin sembrados, donde ya no perdura el recuerdo de las penosas maniobras de infantería en que los españoles, aquellos harapientos e ineptos colonizadores, emplearon y casi agotaron sus fuerzas. Al cabo de unos kilómetros, Tistutin sale a nuestro encuentro. Tistutin es quizá el más bonito de los pueblos rifeños que hasta ahora hemos atravesado. Al pie de dos montañas erizadas de escarpaduras, permanece pequeño y recogido, apenas un puñado de casas blancas. En otro tiempo los españoles mantenían aquí una de sus posiciones intermedias, no demasiado importante. De hecho, durante la retirada de 1921, las tropas pasaron de largo, camino de Monte Arruit. Una vez rebasado el pueblo vemos las ruinas de una antigua fortificación, seguramente española, porque la retaguardia queda cubierta por una de las montañas y el frente se asoma sobre la carretera de Dríus, nuestra siguiente etapa.

Este trecho de camino es más bien monótono, la llanura abierta entre las montañas que se alzan a izquierda y derecha y el sol de justicia que golpea fuerte en nuestros ojos. Pasamos junto a Batel, otra antigua posición española, y continuamos recorriendo en sentido inverso la ruta de la retirada. Antes de llegar a Dríus, cruzamos el río Kert, uno de los más importantes de la región y barrera estratégica en muchas de las campañas. La de 1911, contra el caudillo llamado el Mizzián, recibió precisamente el nombre de guerra del Kert. El río marcó tras esa campaña el límite de los dominios que España podía defender con relativa firmeza. Aquí se mantuvo más o menos estabilizado el despliegue militar español, hasta que Silvestre fue nombrado comandante general de Melilla y empezó a soñar con Alhucemas. Desde el Kert avanzó por los montes hasta Annual, a medio camino de su objetivo. Cuando Abd elKrim le desbarató allí el sueño, las tropas derrotadas intentaron efímeramente mantener la línea del Kert, pero el empuje del enemigo la hizo saltar en pedazos. Hoy el Kert es sólo un río, que surca encajonado la roja tierra rifeña. En este día de julio apenas lleva un reguero de agua en el que algunas mujeres lavan ropa y unos pocos chavales se refrescan los pies.

Poco después de cruzar el Kert está Dríus, una población bastante extensa que se desparrama sin accidentes notables por la llanura. Ya era importante en tiempos de los españoles, y también fue una estación durante la retirada de 1921. Aquí tomó el mando el general Navarro, y aquí le ordenó el Alto Comisario Berenguer resistir. Dríus era una buena posición, con un parapeto de planta cuadrada de unos 100 metros de lado, donde había abundante munición y que disponía de agua a sólo treinta metros, un lujo para el promedio de las posiciones españolas, siempre construidas a tal distancia de la fuente de agua más cercana que cada día era necesario que unos cuantos soldados se jugaran el pellejo para traerla. Otra ventaja de Dríus era el ancho llano que se extendía ante ella, que habría obligado a los moros a atacar desde campo abierto, cosa que no les gustaba nada. Pero el general Navarro, desmoralizado como todos sus hombres, no quiso quedarse aquí. Incluso llamó al orden a un teniente coronel que gritó a sus hombres que Dríus no se abandonaba. La disciplina obligó al oficial exaltado a seguir al general deprimido y el 23 de julio todos evacuaron el campamento y cruzaron el Kert. En el informe Picasso, elaborado por la comisión encabezada por el general del mismo nombre que investigó las causas del desastre, se afirma que con esa decisión el general determinó el exterminio irremediable de la columna, cuya agonía se prolongaría hasta Monte Arruit.

Los españoles regresaron a Dríus en los primeros días de 1922, seis meses después de su pérdida. La reconquistaron sin dificultad, empleando por primera vez en la campaña carros blindados, que en el terreno propicio de la llanura causaron graves daños a los rifeños. Los hombres de Abd elKrim no tenían experiencia en defender una línea de posiciones fijas. Habían cavado trincheras, pero cuando los españoles las ocuparon comprobaron que habían echado la tierra hacia atrás, y no hacia adelante, donde les habría servido de parapeto. Durante los días siguientes los soldados se dedicaron principalmente a recoger del llano los huesos de los muertos, cuyo regimiento identificaban por el número cosido al cuello del uniforme. Los que llevaban el 59 eran todo lo que quedaba de lo que había sido el regimiento de Melilla. Los que lucían un 42 pertenecían al de Ceriñola. Y así sucesivamente. Los moros de los poblados cercanos se sometieron de nuevo a toda velocidad. Muchos de ellos habían participado en la matanza, y cuenta el entonces comandante Franco que costaba contener la sed de venganza de los legionarios, cuando descubrían en las paredes de los aduares la sangre reseca de los españoles fusilados.

Dríus es nuestra última parada en el llano. Tomamos el desvío que lleva a Ben-Tieb y abandonamos la carretera general, rumbo a los montes que hasta ese momento hemos mantenido siempre a nuestra derecha. Ésa es la ruta de Annual, por donde seguimos cubriendo en sentido inverso los distintos jalones de la retirada. La carretera hasta el propio Ben-Tieb es sólo regular, pero decente. A partir del pueblo empeorará.

En Ben-Tieb nos detenemos para aprovisionarnos. Es otro pueblo más o menos grande, en el que también son muchas y apabullantes las casas de emigrantes en construcción. Entramos en una tienda de comestibles, donde tratamos de comprar pan y algo con lo que acompañarlo. Pensamos que lo más fácil de encontrar será queso, y le pedimos a Hamdani que pregunte si lo tienen. El pan es visible tras el mostrador y basta con señalarlo.

Hamdani inicia su parlamento con el hombre que regenta la tienda de comestibles. Al poco tiempo observamos que algo no va bien. Hamdani se dirige a él en árabe, pero el rifeño no le habla en el mismo idioma. Utiliza probablemente una variedad del cheja, o de cualquier otro de los dialectos bereberes tradicionales en la región. He leído en alguna parte que no es raro que los hablantes de distintos dialectos del Rif, aun pertenecientes a tribus cercanas, se entiendan entre sí con dificultad. Pronto se hace obvio que nuestro conductor y el de la tienda no se entienden en absoluto.