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Y sin embargo, dicen que hace cuarenta o cincuenta años Melilla era un lugar magnífico para vivir. Recuerdo el testimonio de una amiga que entonces era niña en la ciudad norteafricana, y a la que todavía hoy se le empañan los ojos al recordar aquella existencia apacible bajo la luz incomparable de África, conviviendo con sus vecinos de origen marroquí (según ella, la gente más cálida y generosa que ha conocido nunca) y disfrutando de placeres que no ofrecía la Península. Cuenta la antigua niña melillense que su padre tenía una caseta enorme en la playa del Club Militar (aunque no era miembro del ejército ni especialmente adinerado) y que en los cálidos días del verano se pasaban allí las horas, como en una colonia de vacaciones. También existía entonces su porción de racismo, como lo probaron alguna vez los chavales moros que se atrevían a entrar en la playa acotada para los españoles y a los que se expulsaba inmediata y contundentemente. Pero en conjunto la vida transcurría suave, y el futuro parecía despejado. Bajo estos mismos árboles, los melillenses paseaban entonces llenos de orgullo y confianza. No es desde luego ésa la sensación que ahora, a finales de los noventa, transmite la ciudad.

Salimos del parque. La plaza de España está igualmente desierta, mientras la rodeamos de vuelta hacia el hotel. Nos detenemos durante un momento a mirar las murallas iluminadas de la ciudadela. Guardaremos en nuestra memoria esa imagen nocturna, despojándola piadosamente de los andamios que atestiguan la habitual precipitación de los fastos públicos (y es que se supone que la restauración de las murallas, cuyo retraso proclaman esos andamios, debía de servir para conmemorar el quinto centenario que ahora se cumple). En cualquier caso, Melilla la Vieja, en lo alto de la noche de julio, tiene ese aspecto privilegiado y sutil de las cosas soñadas. Así la recordaremos.

Antes de retirarnos, pasamos de nuevo junto al casino militar. La noche es espléndida y son muchos los que gozan de ella en las mesas que han sacado a la puerta del suntuoso centro recreativo castrense. Camareros con pulcra chaqueta blanca sirven a un público en el que abundan los jubilados, muy arreglados y enhiestos sobre sus asientos de mimbre. Hay alguna gente más joven, pero pocos por debajo de los cincuenta años. Al pasar entre ellos, notamos sus miradas indisimuladas y más bien reprobatorias. Debemos reconocer que nuestro aspecto no es de lo más distinguido, con nuestros pantalones cortos, nuestras botas y nuestras camisetas caqui, pero en esa manera desenvuelta de mirarnos y juzgarnos es perceptible un último y significativo rasgo de las personas que en gran medida han marcado los destinos de esta ciudad siempre sitiada. Ahí están, gastando el tiempo en la selecta terraza del casino militar, en mitad de la plaza de España, donde pueden proclamar sin oposición alguna que ellos son los más importantes, quienes simbolizan y sostienen la resistencia, quinientos años ya. En otras partes de España, en 1997, sería impensable esta exhibición, porque la milicia se ha visto desprovista de su aura de antaño para convertirse en algo más bien funcional, como todo. Pero aquí, en Melilla, estos ancianos altivos mantienen la llama. Aunque sólo queden ellos, en su terraza irreal, en la noche tan bella y tan silenciosa que nadie más habita.

Jornada Segunda. Melilla-Alhucemas

1. La frontera

Despertamos a una luminosa y apacible mañana melillense. En mi caso, la llegada de la luz es un alivio, porque hago cesar el ruido del vetusto aire acondicionado y abro las ventanas sin cuidarme ya de los mosquitos que me obligaron anoche a cerrarlas y a conectar el aparato infernal.

Con la cabeza aclarada por la ducha, desayunamos copiosamente, que es uno de esos placeres simples del viajero que disfruto con mayor fruición, en mi condición de madrugador habituado a mi pesar a un ínfimo cruasán y un vaso de leche bebida deprisa. Además, se trata de nuestra última comida española por unos cuantos días. Cerramos la cuenta del hotel, para nada módica (se confirma que quien viene a Melilla viene por narices, ya que no hay que cuidarse de que caiga la demanda) y nos despedimos del triste gerente catalán. Hemos de reconocerle, no obstante, el esfuerzo con que sonríe mientras nos devuelve las tarjetas de crédito. Porque su mirada es la mirada del preso que ve marcharse a las visitas desde detrás del cristal blindado, en las películas yanquis, o más bien la del enfermo que ve irse a quien está sano y sí puede salir del hospital.

Antes de dirigirnos a la frontera, debemos entretenernos con algunas providencias preliminares. La primera consiste en procurarnos varios litros de agua mineral. Somos viajeros prudentes y nos consta que nuestros frágiles estómagos y sistemas inmunológicos europeos no están preparados para enfrentarse a la legión de enemigos que alberga el agua corriente de muchos de los sitios por donde vamos a pasar. Sobre todo en la primera etapa de nuestro viaje, que nos lleva por la zona más pobre de Marruecos.

También tenemos que cambiar moneda. Por un momento hemos temido que intentarlo el domingo tan temprano sería un problema. Pero en la plaza de España, preciosa y limpia a la luz matinal, tardamos menos de treinta segundos en dar con un cambista. Es un marroquí alto y elegante, pese a que sus ropas (una simple camisa y un pantalón) sean viejas y estén gastadas. Habla con suave deje andaluz. Hemos visto algunos policías cerca (vestidos con el traje de faena de los antidisturbios), pero no parecen preocuparse por este comercio dudosamente lícito. Tampoco el cambista anda muy recatado. Nos ofrece los dirhams a 15 pesetas, esto es, un poco más caros de lo que nos habían informado en el hotel. Por un momento pensamos que podemos regatear o buscar otro cambista. Así lo insinuamos y nuestro interlocutor, mientras se guarda su pequeña calculadora en el bolsillo de la camisa, nos desarma con un comentario desganado.

– Podéis preguntarle a otro, si queréis. El dirham va con el dólar.

Si está alto el dólar, está alto el dirham. Así es la cosa.

Nos desconcierta un poco el razonamiento monetario del cambista, pero es su negocio y no debería extrañarnos que esté al tanto de esas sutilezas.

– Nos han dicho que lo encontraríamos a catorce y pico. Nosotros somos de fuera, nos fiamos de lo que nos dicen -reconozco llanamente.

– A catorce y pico lo saco yo -responde-. Y tengo que ganar algo, ¿no? Razonamiento impecable. Tampoco es cosa de perder la mañana buscando al cambista más desesperado de Melilla.

Aceptamos su precio.

– ¿Cuánto? -pregunta.

– Noventa mil pesetas -calculamos.

Se saca un fajo de billetes mugrientos, comprueba al bulto y dice:

– Un momento.

No lleva tanto encima. Se acerca a un hombre calvo y gordo que está sentado a una mesa de la terraza cercana. Es el único cliente de esa terraza, o lo sería si estuviera tomando algo. Sólo está allí sentado y nos observa. En realidad ha debido de estar observándonos todo el rato. Tiene una mirada intensa y turbia. La desvía un instante de nosotros para atender al otro. Escucha su petición y le da un fajo más grueso. Después, y mientras su subordinado se nos reúne otra vez, sigue mirándonos, ahora satisfecho.

Consumamos la operación. El cambista se guarda nuestras pesetas y la calculadora y nos desea amablemente:

– Buen viaje.

Lo último es buscar un taxi. Arrastramos nuestras maletas hasta un lateral del Parque Hernández, donde vimos ayer una parada. Hay cuatro taxis, cuyos conductores departen tranquilamente. Un extraño negocio, si es que lo es, en una ciudad que andando puede cruzarse de punta a punta en un suspiro. Cargamos nuestro equipaje en el primer coche y decimos simplemente:

– A la frontera.

Atravesamos por última vez la ciudad, ahora más rápido. Volvemos a ver el puente del ferrocarril, las calles ajadas y vacías, el Río de Oro con los vencidos eucaliptos en sus polvorientas riberas. Al final de una avenida larga y recta está el puesto fronterizo. Hay una pequeña cola de vehículos del lado español.