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– Hoy no ha llegado barco -dice el taxista-. Pasarán rápido.

Del lado marroquí apenas entran coches. Tardamos un poco en percatarnos de lo que sucede; antes debemos pagar el taxi, recoger nuestro equipaje y acercarnos hasta el puesto mismo. La escena que aquí se ofrece ante nuestros ojos nos impresiona vivamente. Aunque apenas son las nueve y media y hoy es domingo, una auténtica riada humana entra en la ciudad. Son hombres, mujeres, niños de todas las edades. Vigilando su entrada hay unos pocos policías y algún guardia civil. Tres o cuatro agentes españoles están un poco más atrás de la barrera, armados y tensos; listos para actuar en caso de incidentes. El de la cabina comprueba con rapidez la documentación que los marroquíes le enseñan, hace pasar a los que traen los papeles y detiene poniéndoles la mano en el pecho y empujando hacia atrás a los que no están en regla. Cuando llegamos al puesto acaba de parar a un chaval de unos doce años que le ha exhibido una fotocopia.

– Fotocopia no, atrás -grita.

El chaval intenta colarse, pese a todo. El policía sale de la cabina, le agarra y le empuja otra vez hacia Marruecos, ahora más violentamente. Dos policías de los que vigilan un poco más atrás se acercan para cortar el paso. La madre del chaval, que sí tiene los papeles en regla y ha pasado antes que él, se vuelve para pedirle al policía que deje entrar a su hijo. Sabe que no hay nada que hacer, pero así y todo le suplica. El policía, desencajado (va sin gorra y parece ya sudado, a las nueve y media de la mañana), repite:

– La fotocopia no vale, he dicho.

Fuera. Y tú, si quieres, pasas sola, y si no, te vuelves con él.

La mujer marroquí, que no tiene derecho a ser tratada de usted, y lo sabe, sigue adelante. El chaval vuelve a Marruecos, o a la zona de nadie, donde se queda merodeando. Volverá a probar más tarde, con otro policía menos atento. Hay que comprender a estos hombres que tenemos aquí, en la frontera más dura de España, enfrentados a la tarea casi ímproba de filtrar a estos moros que amenazan nuestro bienestar. Quién puede exigirles que extremen su deferencia, cuando deben bracear y emplearse a fondo (incluso físicamente) para contener la avalancha.

Nos han aconsejado que dejemos constancia de nuestra salida en el puesto fronterizo español. No sabemos si sirve para algo, pero lo hacemos. Para ello tocamos una ventanilla de madera de la que al cabo de un rato sale una mano a la que entregamos nuestros pasaportes. Al cabo de otro rato la mano vuelve a salir y nos los devuelve con el sello en el que se ve la palabra "Melilla", el símbolo de la Unión Europea y una flecha de salida. También en la ciudad hay placas azules en las que se lee "Melilla, municipio de Europa". Así puesto, no puede dejar de parecernos un sarcasmo. ¿Por qué no poner "Melilla, municipio de África"? En otro tiempo, y todavía hoy en ciertos corazones, por ejemplo los nuestros, la segunda leyenda sería mucho más atractiva. Tendría el encanto de esos nombres sugeridores (Virgen de África, Regimiento de África) con los que España ha reconocido en el pasado su histórico vínculo meridional. Un vínculo que desde hace algunos años, en cambio, nos avergüenza. Una vez conocí a una chica que había nacido en Melilla, y que era española y además rubia. Se llamaba África, que como nombre femenino siempre me ha parecido propio de los anuncios por palabras del periódico. Pero en ella estaba justificado y era hermoso y evocador.

Ahora sólo queda cruzar la barrera española y entrar en la tierra de nadie, que es una extensión amplia, de unos cien metros, o quizá más. Al vernos así, cargados y a pie, los policías españoles y los muchos compatriotas que van hacia Marruecos en sus coches nos miran con cierta extrañeza. Avanzamos por la desolada tierra de nadie bajo el sol que empieza a pegar fuerte. Al fondo se ve BeniEnzar, el comienzo de Marruecos. Hay un montón de bloques cuadrados, viejos y sucios, y en medio de ellos el puesto con la bandera roja y la estrella verde de cinco puntas. En dirección contraria, a nuestra izquierda, siguen pasando marroquíes rumbo a Melilla. También nos miran, con una especie de sorna. Es una mirada nueva, que nos advierte que estamos a punto de perder el privilegio que nos asiste en nuestro territorio (el de ser nosotros los dueños, los normales, y ellos los irregulares, los intrusos). De camino hacia el puesto marroquí, nos metemos por una especie de pasillo entre una barandilla y un muro que hay a mano derecha. Al vernos, un gendarme nos ordena que salgamos y pasemos por la parte de fuera. Obedecemos y cuando llegamos a su altura nos señala una caseta prefabricada, que es donde parece que debemos presentar nuestros pasaportes.

Nunca habíamos cruzado una frontera así, a pie, y cargando cada uno con una impedimenta que nos hace parecer refugiados. Hay que reconocer que la frontera de Beni-Enzar, con su aspecto caótico, es una frontera especialmente sugerente para atravesarla de esta guisa. Desde el interior de la caseta prefabricada un gendarme coge nuestros pasaportes y nos alarga unos impresos. Encima de la caseta hay un aparato de aire acondicionado, pero sus efectos benefician a los gendarmes que hay dentro, no a nosotros, que debemos hacer todo el trámite a pleno sol ante la minúscula ventanilla. En el formulario se incluyen preguntas inconstitucionales, como nuestras profesiones y alguna otra por el estilo. Pero recuerdo que ahora no nos protege la Constitución española, precisamente. Contestamos dócilmente, aproximándonos más o menos a la verdad. Entre otras cosas nos piden que digamos a dónde vamos, lo que tampoco es anormal ni abusivo, pero nos plantea una dificultad inesperada. En realidad vamos a muchos sitios, así que decidimos poner el lugar por donde tenemos previsto salir. Dudo un instante cómo se escribe Tánger en francés. Igual, salvo el acento, recuerdo al fin.

El gendarme tarda un buen rato en ficharnos. Somos los únicos peatones que cruzan la frontera hacia Marruecos. Nuestros compatriotas pasan casi todos confortablemente arrellanados en sus 4*4 climatizados. Desde ellos nos compadecen por nuestra condición pedestre, que nos asimila a los desharrapados que cruzan en sentido inverso. Oímos el tecleo de una máquina de escribir, con la que hacen nuestras fichas (porque nos hacen una ficha, literalmente). Una vez terminadas acertamos a ver que las archivan en cajoncitos marcados con las letras del alfabeto, cada una en el cajoncito correspondiente a la inicial del apellido. Tras eso nos devuelven al fin (han podido pasar veinte minutos) nuestros pasaportes con el sello de entrada. En él, bajo unos finos arabescos, figura el rótulo "POLICE PF Beni-Enzar". Causa una sensación extraña saber que nuestras fichas quedan allí archivadas, en la caseta prefabricada del puesto fronterizo de Beni-Enzar, atestiguando quizá para siempre que el 27 de julio de 1997 pasamos por aquí.

Sólo nos queda un trámite fronterizo, el examen de nuestro equipaje por los aduaneros. Nos indican que vayamos a otra dependencia. Entramos en ella y ponemos nuestros macutos, abiertos, sobre un banco gris. El aduanero los revuelve sin miramientos y sin especial interés, aunque se preocupa de llegar hasta el fondo. Con eso estamos listos y entramos al fin en Beni-Enzar. Es un pueblo o una pequeña ciudad de aspecto bastante miserable. Los bloques cercanos a la raya fronteriza se ven descuidados y precarios. Además no hay aceras, sólo la deteriorada calzada y a ambos lados la tierra reseca e irregular. En conjunto, la entrada de Beni-Enzar nos produce una sensación de desastre. Tras la retención del puesto fronterizo, los coches aceleran ruidosamente, esquivando (como nosotros mismos hemos de esquivar) a los muchos transeúntes que vagan por los terraplenes y las cunetas. Todos nos miran fijamente. Con esas miradas empezamos a hacernos una idea de hasta qué punto vamos a tener que estar preparados para sobrellevar el peso de nuestra diferencia. Los tres somos morenos, pero no tanto como ellos, y sospechamos que eso, nuestra apariencia física, no es por cierto lo principal.