Es lo que hicimos Garcin y yo, fuimos hasta la guarida de uno de los escritores más ocultos de nuestro tiempo, uno de los más esquivos y apartados, uno de los reyes de la Negación, para qué negarlo. Fuimos a ver al último gran escritor francés de antes de la derrota del estilo, de antes de la abrumadora edición de la literatura llamémosla pasajera, de antes de la salvaje irrupción de la «literatura alimenticia», esa de la que hablaba Gracq en su panfleto de 1950, La literatura en el estómago, donde arremetía contra las imposiciones y reglas de juego tácitas de la creciente industria de las letras en la época del precirco televisivo.

Fuimos hasta la guarida del Jefe -así le conocen algunos en Francia-, del escritor oculto que en ningún momento nos ocultó su melancolía mientras observaba en silencio el curso del Loira.

Hasta 1939, Gracq fue comunista. «Hasta ese año -nos dijo- creí realmente que se podía cambiar el mundo.» La revolución fue, para él, un oficio y una fe, hasta que llegó el desengaño.

Hasta 1958, fue novelista. Tras la publicación de Los ojos del bosque, dejó el género («porque exige una energía vital, una fuerza, una convicción que me faltan») y eligió la escritura fragmentaria de los Carnets du gran chemin («no sé si con ellos mi obra no se parará sencillamente ahí, de forma muy oportuna», se preguntó de repente, la voz en suspenso). Al atardecer, fuimos a su estudio. Impresión de entrar en un templo prohibido. Por la ventana se veían pasar los coches y los camiones sobre el puente colgante: Saint-Florent-le-Vieil no se ha salvado de los ruidos modernos. Gracq entonces observó: «Algunas tardes esto retumba incluso más que en algunos barrios de París.»

Cuando le preguntamos por lo que más ha cambiado desde la época en que de niño jugaba sobre el pavimento del muelle, entre la fila de castaños y las paletas de las lavanderas, nos respondió:

– La vida ha ido de arriba para abajo.

Más adelante, habló de la soledad. Fue al salir ya del estudio: «Estoy solo, pero no me quejo. El escritor no tiene nada que esperar de los demás. Créanme. ¡Sólo escribe para él!»

Hubo un momento, de nuevo en la terraza, en el que, al observarle a contraluz, me pareció que en realidad no nos hablaba, sino que se dedicaba a un soliloquio. Garcin me diría luego, al salir de la casa, que él había tenido parecida impresión. «Es más -me dijo-, hablaba para él como lo haría un caballero sin caballería.»

Con la caída de la noche, cercana ya la hora de despedirnos de Gracq, éste nos habló de la televisión, nos dijo que a veces la encendía y se quedaba de una pieza al ver a los animadores de las emisiones literarias actuar como si estuvieran vendiendo muestras de diferentes telas.

En la hora del adiós, el Jefe nos acompañó por la pequeña escalera de piedra que conduce a la salida de la casa. Un perfume de tibio fango subía desde el Loira adormecido.

– Es raro que en enero el Loira esté tan bajo -comentó.

Le dimos la mano al Jefe y empezamos a irnos, y allí se quedó el escritor oculto vaciándose lentamente, como el río, su río.

78) Klara Whoryzek nació en Karlovy Vary el 8 de enero de 1863, pero a los pocos meses su familia se trasladó a vivir a Danzig (Gdansk), donde pasaría su infancia y adolescencia: una época sobre la que ella dejó escrito, en La lámpara íntima, que sólo conservaba «siete recuerdos en forma de siete pompas de jabón».

Klara Whoryzek llegó a Berlín a los veintiún años y allí formó parte, junto a Edvard Munch y Knut Hamsun entre otros, del círculo habitual de August Strindberg. En 1892 fundó la Verlag Wohryzek, editorial que sólo publicó La lámpara íntima, y poco después -cuando se disponían a sacar Pierrot lunaire, de A. Giraud- quebró.

En modo alguno fue el desaliento por la inexistente recepción de su libro y tampoco el hundimiento de la editorial lo que la llevó a un silencio literario radical hasta el final de sus días. Si Klara Whoryzek dejó de escribir fue porque -tal como le comentó a su amigo Paul Scheerbart- «aun sabiendo que sólo el escribir me ligaría como un hilo de Ariadna a mis semejantes, no podría, sin embargo, hacer que me leyera ninguno de mis amigos, pues los libros que he ido pensando a lo largo de mis días de silencio literario, son pompas de jabón de verdad y no se dirigen a nadie, ni siquiera al más íntimo de mis amigos, de modo que lo más sensato que podía hacer es lo que he hecho: no escribirlos».

Su muerte en Berlín, el 16 de octubre de 1915, se debió a su negativa a ingerir alimentos como medida de protesta contra la guerra. Fue una «artista del hambre» avant la lettre, abrió el camino al insecto Gregor Samsa (que se dejó morir con humana voluntad de inanición), y siguió el ejemplo, posiblemente también sin saberlo, de Bartleby, que murió en postura fetal, consumido sobre el césped de un patio, los ojos vidriosos y abiertos, pero por lo demás profundamente dormido bajo la mirada de un cocinero que le preguntaba si no iba a cenar tampoco esa noche.

79) Mucho más oculto que Gracq o que Salinger, el neoyorquino Thomas Pynchon, escritor del que sólo se sabe que nació en Long Island en 1937, se graduó en Literatura Inglesa en la Universidad de Cornell en 1958 y trabajó como redactor para la Boeing. A partir de ahí, nada de nada. Y ni una foto o, mejor dicho, una de sus años de escuela en la que se ve a un adolescente francamente feo y que no tiene, además, por qué necesariamente ser Pynchon, sino una más que probable cortina de humo.

Cuenta José Antonio Gurpegui una anécdota que hace años le contó su añorado amigo Peter Messent, profesor de literatura norteamericana en la Universidad de Nottingham. Messent hizo su tesis sobre Pynchon y, como es normal, se obsesionó por conocer al escritor que tanto había estudiado. Tras no pocos contratiempos, consiguió una breve entrevista en Nueva York con el deslumbrante autor de Subasta del lote 49. Los años pasaron y cuando Messent se había convertido ya en el prestigioso profesor Messent -autor de un gran libro sobre Hemingway- fue invitado, en Los Ángeles, a una reunión de íntimos con Pynchon. Para su sorpresa, el Pynchon de Los Ángeles no era en absoluto la misma persona con la que él se había entrevistado años antes en Nueva York, pero al igual que aquél conocía perfectamente incluso los detalles más insignificantes de su obra. Al terminar la reunión, Messent se atrevió a exponer la duplicidad de personajes, a lo que Pynchon, o quien fuere, contestó sin la menor turbación:

– Entonces usted tendrá que decidir cuál es el verdadero.

80) Entre los escritores antibartlebys destaca con luz propia la energía insensata de Georges Simenon, el más prolífico de los autores en lengua francesa de todos los tiempos. De 1919 a 1980 publicó 190 novelas con diferentes pseudónimos, 193 con su nombre, 25 obras autobiográficas y más de un millar de cuentos, además de artículos periodísticos y una gran cantidad de volúmenes de dictados y escritos inéditos. En el año 1929, su comportamiento antibartleby roza la provocación: escribió 41 novelas.

«Empezaba por la mañana muy temprano -explicó una vez Simenon-, generalmente hacia las seis, y acababa al finalizar la tarde; eso representaba dos botellas y ochenta páginas (…) Trabajaba muy deprisa, en ocasiones llegaba a escribir ocho cuentos en un día.»

Rayando en la insolencia antibartleby, Simenon habló en cierta ocasión de cómo alcanzó poco a poco un método o una técnica en la ejecución de la obra, un método personal que, una vez alcanzado, convierte en infinitas las posibilidades de que la obra de uno se vaya expandiendo sin que sea posible la aparición de la menor sombra de un preferiría no hacerlo: «Cuando empecé, tardaba doce días en escribir una novela, fuera o no un Maigret; como me esforzaba en condensar más, en eliminar de mi estilo toda clase de fiorituras o detalles accesorios, poco a poco pasé de once días a diez y luego a nueve. Y ahora he alcanzado por primera vez la meta de siete.»