»Finalmente, estos primeros e indivisibles átomos en torno a los cuales giran sin dificultad las dificultades [27] más enojosas de la física, hasta la función de los sentidos, que nadie todavía ha podido concebir, yo la explico muy fácilmente por la intervención de los corpúsculos. Empecemos por la vista; por ser la más incomprensible merece que nosotros la consideremos con prioridad.

»Según yo creo, sucede que las túnicas del ojo, cuyas aberturas se asemejan a las del cristal, transmiten este polvo de fuego, llamado rayo visual. Y es detenido por alguna materia opaca que lo rechaza devolviéndole al seno del ojo; entonces, al encontrar en el camino la imagen del objeto, que lo rechaza, y como esta imagen no es sino un número infinito de cuerpos pequeños que continuamente están en movimiento y se separan conservando idéntica la superficie del objeto por nosotros mirado, y digo que esta imagen es por el fuego rechazada, y empujada vuelve hasta nuestro ojo. Ya sé que no dejaréis de replicarme que esa superficie es un cuerpo opaco muy prieto y que, sin embargo, en vez de rechazar los corpúsculos de que yo hablo los deja penetrar a través de su masa. Pero os replicaré yo a mi vez que esos poros están tallados formando la misma figura que tienen los átomos de fuego que atraviesan, y así como una criba de trigo no sirve para cribar arena y una criba de arena no sirve para cribar trigo, así una caja de madera de abeto, aunque sea muy fina y permita que a través de ella penetren los sonidos, no consiente que la traspase la vista, y una pieza de cristal, aunque sea transparente y se deje penetrar por la vista, no puede ser traspasada por el tacto.» En esto no pude yo contenerme y le interrumpí: «Un gran poeta y filósofo de nuestro mundo ha hablado después de Epicuro y éste después de Demócrito de estos pequeños cuerpos casi con las mismas razones que vos lo estáis haciendo; por esto no me sorprende nada vuestro discurso, y os pido que lo continuéis y me digáis cómo fundándoos en esos mismos principios podríais explicaros el ver vuestro cuerpo reproducido en un espejo». «No es nada difícil -me contestó él-. Imaginaos que los fuegos de vuestro ojo, después de atravesar el espejo y encontrar detrás de él un cuerpo no diáfano, desandan el camino que recorrieron; y al encontrarse esos pequeños cuerpos andando en superficies iguales sobre el espejo, los vuelven a llamar nuestros ojos, y nuestra imaginación, más ardiente que las otras facultades del alma, atrae hacia ella el más sutil, con el cual en su seno forma un retrato en miniatura.

»En cuanto al sentido del oído no es más difícil de comprender, y para ser más breve vamos a fijarnos tan sólo en la armonía de un laúd tocado por las manos de un maestro de teatro. Seguramente vos me preguntaréis cómo puede suceder que yo perciba de tan lejos una cosa que no veo. ¿Es que sale de nuestras cejas una esponja que se empapa con esa música para volver a nuestros oídos con ella? ¿O es que este música engendra en mi cabeza otro musiquín con un laúd pequeño y obligado a cantarme como un eco las mismas canciones? Nada de esto; más sencillamente, este milagro procede de que la cuerda tensa acaba por golpear los pequeños cuerpos de que el aire está compuesto y los impulsa hasta nuestro cerebro, que se siente suavemente penetrado por esas peñas nada corporales, y cuando la cuerda está tirante su sonido es alto porque empuja los átomos más vigorosamente; y el órgano de este modo penetrado suministra a la fantasía los necesarios elementos para formarse su cuadro. Si esos elementos son pocos, sucede que, como nuestra memoria no ha tenido tiempo a terminar su imagen, nos vemos obligados a repetirle el mismo son, de modo que con los elementos que le suministran, por ejemplo, los compases de una zarabanda, ella tiene bastante para terminar el cuadro de esa zarabanda. Pero esta operación no ha de maravillarnos tanto como aquellas por medio de las cuales, con la ayuda de un mismo órgano, nos sentimos inclinados ya a la emoción y al sentimiento de la alegría, ya al de la cólera… Y esto sucede cuando en este movimiento esos pequeños cuerpos se encuentran con otros que en nosotros se agitaban de la misma manera, o a los cuales su misma finura les hace susceptibles de tener ese mismo movimiento, pues entonces los pequeños cuerpos que acaban de llegar excitan a los huéspedes a moverse del mismo modo que ellos lo hacen; y así, de esta manera, cuando una canción violenta encuentra el fuego de nuestra sangre, hace que éste se anime del mismo ímpetu y le impulsa a exteriorizarse: esto es lo que nosotros llamamos ardor de valentía. Si el sonido es más dulce y tiene tan sólo la facultad de levantar una llama mucho más pequeña y débil haciéndola estremecer por los nervios, los miembros y los poros de nuestro cuerpo, entonces produce ese cosquilleo que se llama alegría. Lo mismo ocurre con el hervor de todas las demás pasiones, según que estos cuerpos pequeños sean lanzados más o menos violentamente sobre nosotros, según el movimiento que reciban por el encuentro de otras emociones y según los cuerpos ya existentes en nosotros que tenga que agitarse. Lo mismo ocurre con el oído.

»La demostración del tacto ya con todo esto no resulta difícil si se concibe que en toda materia palpable se produce una emisión perpetua de pequeños cuerpos, y que a medida que nosotros la tocamos va creciendo esa emisión, porque nosotros exprimimos esos corpúsculos de la misma materia como exprimimos el agua de una esponja al apretarla. Los duros dan al órgano del tacto la sensación de su solidez; los blandos, la de suavidad; los ásperos, etc. Y si no fuese así, no dejaríamos percibir con tanta finura y discernimiento por medio del tacto cuando tenemos las manos cansadas por el trabajo, o recubiertas de cal que, por no ser porosa ni animada, sólo con mucha dificultad transmite los alimentos de la materia. Alguien querrá averiguar en dónde reside el órgano del tacto. Yo por mi parte creo que está esa residencia repartida por toda la superficie de nuestra masa, puesto que nuestro cuerpo siente en todas sus partes. Ahora bien; creo que cuanto más cerca de la cabeza está el miembro con que tocamos, más sutil es la distinción de este sentido. Lo cual puede probarse recordando que cuando tenemos los ojos cerrados tocamos con las manos las cosas para percibirlas con más facilidad, porque si las tocásemos con el pie, nos sería más difícil reconocerlas. Y esto sucede porque como nuestra piel en toda su extensión está cribada por pequeños poros, nuestros nervios, cuya materia no es más compacta, pierden durante su camino muchos de esos átomos, que se quedan detenidos en las pequeñas porosidades de su contextura y no llegan hasta el cerebro, que es el término de su viaje. Ahora me queda el hablaros del olfato y del gusto.

»Decidme: cuando yo gusto un fruto, ¿no es porque él atraviesa el calor de mi boca? Confesadme que teniendo una pera entre sus elementos algunas sales que al disolverse se separan en pequeños cuerpos de otra figura que los que componen el sabor de una manzana es necesario que hieran nuestro paladar de modo muy diferente, del mismo modo que el sobresalto que me produce mi piel atravesada por el hierro de una pica no es idéntico al que me hace sufrir la bala de una pistola, ni el de la bala de esta pistola igual al dolor que me produce ser atravesado por una flecha de punta cuadrada de acero.

»Del olfato no tengo nada que decir, puesto que los mismos filósofos confiesan que es causa de la continua emisión de pequeños cuerpos.

»Y ya, basándome en este principio, voy a explicaros la creación, la armonía y la influencia de los globos celestes y la innumerable variedad de los meteoros.»

Se disponía él a continuar; pero el huésped viejo entró cuando él pasaba estas razones y le hizo pensar a nuestro filósofo en retirarse a descansar. Venía con vasos llenos de gusanos luminosos para dar luz a nuestra sala; pero como estos insectos de fuego pierden su brillo cuando no están recientemente recogidos, y éstos ya tenían diez días, casi no alumbraban nada. Entonces mi demonio, no queriendo que la asamblea se sintiese molesta, subió a su alcoba y volvió luego con dos bolas de fuego tan brillantes, que todos nos asombramos de que sosteniéndolas no se quemase los dedos. «Estas antorchas incombustibles -nos dijo él- nos alumbrarán mejor que vuestros vasos de gusanos; son rayos puros de sol, a los que yo he quitado la fuerza de su calor, porque de otro modo las cualidades corrosivas de su fuego hubiesen herido vuestra vista, deslumbrándola. Yo he recogido estos rayos, he fijado su luz y la he encerrado en estas bolas transparentes que ahora veis. Esto no debe extrañaros nada, porque a mí, que he nacido en el Sol, no me es más difícil el condensar sus rayos que no son sino el polvo de este mundo, que os lo es a vosotros el recoger las partículas o átomos pulverizados de la tierra de este mundo.» En esto, nuestro huésped envió a un criado para que acompañase a los filósofos, y como ya era de noche llevaba el criado una docena de globos luminosos colgados de sus cuatro pies. Nosotros (mi preceptor y yo) nos acostamos por mandato del fisiólogo. Esta vez me llevó a una habitación con violetas y lises y me hizo acariciar como de ordinario. Al día siguiente, a eso de las nueve, vi entrar a mi demonio que, según me dijo, venía de palacio… Había sido llamado por una hija de la reina, que se había interesado por mí y le había hecho protestas de que persistía siempre en el propósito de comprometer mi palabra; es decir, que de muy buena gana, si yo quería llevarla, vendría conmigo hasta mi mundo. «Lo que más me ha complacido -continuó el demonio- es que, según he observado, el principal motivo de su viaje era el hacerse cristiana. Así es que le he prometido ayudarla en su propósito con todas mis fuerzas, inventando al efecto una máquina capaz para tres o cuatro personas y en la cual podréis iros juntos desde hoy. Yo voy a dedicarme seriamente a la realización de esta empresa, para la cual, y para que os distraigáis mientras yo no esté con vos, os dejo este libro. Lo traje hace tiempo de mi país natal; se titula Los Estados e Imperios de la Luna y contiene un apéndice que trata de la historia del diamante; también os dejo éste que yo creo mucho mejor; es el titulado Gran obra de los filósofos, que ha compuesto uno de los más ingeniosos espíritus del Sol. En esta obra se demuestra que todas las cosas son verdad y se declara el modo de unir físicamente los extremos verdaderos de cada contrario, como, por ejemplo, que el blanco es negro y que el negro es blanco; que una cosa puede ser y no ser al mismo tiempo; que puede haber una montaña sin valle; que la nada es algo, y que todas las cosas que existen, existen y no existen al mismo tiempo. Y lo que más maravilla es que todas estas inauditas paradojas las demuestra sin ningún razonamiento capcioso o sofístico.