»Moisés, el más grande filósofo del mundo, que buscaba el origen del conocimiento de la Naturaleza en el origen de la Naturaleza misma, advertía esta verdad cuando hablaba del árbol de la ciencia, y quería seguramente enseñarnos por medio de este enigma que las plantas poseen con tanto privilegio como nosotros la filosofía perfecta. ¡Recordad, pues, vosotros, hombres, de todos los animales el más soberbio, que aunque una col al ser cortada por vosotros no dice ni una palabra, no deja por ello de pensar! Pero el pobre vegetal no tiene órganos adecuados para chillar como vosotros lo hacéis; no los tiene tampoco para quejarse ni para llorar; pero sí los tiene para plañirse del daño con que le castigáis y para hacer caer sobre vosotros la venganza del cielo. Y si vos me preguntáis insistentemente cómo puedo yo saber que las coles tienen esos bellos pensamientos, yo os preguntaré cómo vos sabéis que no los tienen y cómo podéis saber que algunas de ellas, imitándoos, no diga por la tarde al encerrarse: "Soy, señor coliflor, muy humilde servidor de vuestra merced.-Col Repollo."»

En esto estaba de su discurso cuando el mozo que se había llevado a nuestro filósofo le volvió a acompañar hasta nosotros. «¡Cómo! ¿Ya habéis comido?», le preguntó mi demonio. Él contestó que sí; que había terminado los postres y que el fisiólogo le había permitido probar también nuestra cena. El joven huésped esperó que yo le preguntase la explicación de estas palabras misteriosas. «Veo que esta manera de vivir os asombra -me dijo-. Sabed, pues, que en vuestro mundo no se cuidan de la salud, que gobernáis con más negligencia que nosotros y que nuestro régimen no es despreciable.

»Aquí hay en todas las casas un fisiólogo que cuida del público, y que es aproximadamente lo que en vuestra tierra llamaríais un médico; pero nuestros fisiólogos tan sólo cuidan de los sanos, y para someterlos a algún tratamiento sólo tienen en cuenta nuestra proporción, la hechura y simetría de nuestros miembros, el dibujo de nuestro rostro, el color de la carne, la delicadeza del cutis, la agilidad de todo el cuerpo, y el matiz, la fuerza y la dureza del pelo. Hace un momento, ¿no os habéis fijado en un hombre de corta estatura que os ha mirado? Pues era el fisiólogo de esta casa. Podéis tener certeza de que, después de reconocer vuestra complexión, habrá dispuesto la fuerza de la exhalación de vuestra comida. Fijaos y veréis cuán separado está el almohadón en que os hizo sentar de los demás almohadones nuestros. Seguramente os ha juzgado de temperamento muy distinto al nuestro, y ha temido que el olor que se evapora por estas espitas en nuestra nariz llegase hasta vos, o bien que el vuestro viniese hasta nosotros. Ya veréis cómo esta noche elegirá con la misma discreción las flores de vuestro lecho.»

Durante todo este discurso yo hice señas a mi huésped para que procurase obligar a los filósofos a discutir acerca de algún capítulo de las ciencias que profesaban; era él demasiado amigo mío para negarse a dar inmediatamente nacimiento a la ocasión; por esto no os diré ni los discursos ni las plegarias que constituyeron la embajada de este ruego, porque hasta el suave matiz de lo que pudiera ser ridículo a lo que era serio fue demasiado imperceptible para poderlo imitar. Tanto solicitó, lector, que hablaron todos los doctores, y el último en hacerlo, después de decir muchas cosas, he aquí cómo continuó su plática:

«Quédame ahora por probaros que en un mundo infinito hay muchos infinitos. Imaginamos al universo como un animal; que las estrellas, que son mundos, están en este gran animal, como otros animales que recíprocamente sirven de mundos a otros pueblos tales como nosotros, nuestros caballos, etc., y que nosotros, por nuestra parte, somos también mundos en relación con ciertos animales sin punto de comparación más pequeños que nosotros, como, por ejemplo, gusanos, piojos y arañas: que éstos a su vez son la tierra de otros más imperceptibles, y que así, del mismo modo que nosotros parecemos individualmente un gran mundo, puede suceder que a este pueblo pequeño nuestra carne, nuestra sangre, nuestros espíritus le parezcan tan sólo un tejido de pequeños animales que viven en nosotros prestándonos sus movimientos y dejándose ciegamente conducir por nuestra voluntad, que es para ellos como un cochero, nos conducen a su vez a nosotros, y reunidos producen esa actividad a la que hemos llamado la vida. Porque decidme: ¿hay alguna dificultad para creer que un piojo adapte la forma de vuestro cuerpo considerándolo como un mundo, y que cuando uno de ellos vaya desde una de vuestras orejas hasta la otra sus compañeros piensen que ha viajado desde un extremo a otro de la Tierra, o que ha ido desde un polo hasta el opuesto? Sin duda que no; estos pequeños seres considerarán vuestro pelo como la selva de su país, los poros llenos de secreción como fuentes, las úlceras como lagos o estanques, las postemas como mares, las fluxiones como diluvios, y cuando os peinéis de atrás hacia adelante y de adelante hacia atrás, considerará este movimiento de vuestro pelo como el flujo y reflujo del océano. La comezón, ¿no prueba lo que estoy diciendo? La chinche que la produce, ¿no es uno de esos pequeños animales que ha abandonado la sociedad civil para establecerse como un tirano en su país? Y si me preguntáis por qué estos insectos son mayores que los otros, yo os replicaré preguntándoos a mi vez por qué los elefantes son más grandes que los hombres y los irlandeses mayores que los españoles. En cuanto a esa ampolla y a esa costra que vosotros ignoráis cómo se hayan producido, preciso es que nazcan por la corrupción de sus enemigos, a los que estos pequeños gigantes dan muerte, o porque la peste producida por la necesidad de los alimentos que los sediciosos han arrebatado haya dejado pudrir en el campo pedazos de cadáver. También este tirano, después de haber rechazado de su alrededor a los compañeros que habían fijado su cuerpo sobre el nuestro, haya dado paso a la secreción, que al salir fuera de la esfera de la circulación de nuestra sangre se ha corrompido. Acaso se me pregunte por qué una chinche da vida a tantas otras; no es éste un problema muy difícil de concebir, porque de la misma manera que una insubordinación da ocasión a otra, así también estos pequeños pueblos de animales, movidos por el mal ejemplo de sus compañeros sediciosos, aspiran al mando cada uno de por sí y van encendiendo la guerra en torno, y con la guerra, la muerte y el hambre. Ahora bien, me diréis, ciertas personas están mucho menos martirizadas por las plagas de la comezón que otras. Sin embargo -os replicaría yo-, todas están igualmente llenas de estos pequeños animales, puesto que, según vos decís, son ellos los que nos dan la vida. Y así es la verdad; también habremos de observar que los flemáticos están menos pechados por el picor que los biliosos; porque esa raza de insectos, como simpatiza más con el clima que suele habitar, es menos activa en un cuerpo frío que en otro tibio por la temperatura de su región, donde ellos se agitan, rebullen y no saben estarse ni un momento quietos en un mismo sitio. Por esto el bilioso es más delicado que el flemático, pues estando su cuerpo agitado por esos insectos en muchas más de sus partes y siendo su alma objeto de su acción, es capaz de sentir por todas las partes en las que esa bestezuela se mueve; no así el flemático, que como no es suficientemente caluroso para hacer obrar en muchos sitios a esta pequeña familia, sólo tiene sensibilidad en pocos sitios. Y para probaros todavía más esta chinchería universal, no tenéis sino considerar que cuando estáis heridos acude la sangre rápidamente hacia vuestra lesión. Vuestros doctores afirman que en este caso la sangre es guiada por la Naturaleza, que previsoramente quiere socorrer las partes debilitadas; lo cual haría sostener que además del alma y del espíritu existía en nosotros una tercia sustancia intelectual con órganos y funciones aparte. Por esto creo mucho más exacto decir que estos pequeños animales, cuando se sienten atacados, mandan pedir socorro a sus vecinos, y que cuando ese socorro les llega de todas partes y el país resulta insuficiente para acoger a tanta gente, o mueren de hambre o nos ahogan con su opresión. Esta mortalidad sucede cuando la postema ha madurado; porque como testimonio de que estos animales ya han muerto no hay sino considerar que la carne dañada pierde su sensibilidad; por esto, si frecuentemente la sangría ordenada para desviar la fluxión es conveniente, sucede así porque habiéndose perdido mucha fluxión por la abertura que esos animales intentaban taponar desisten de ayudar a sus aliados, ya que entonces apenas si tienen potencia suficiente para defenderse a sí mismos.»